Algo se rompió en Colombia el 28 de abril. Las multitudinarias manifestaciones en todo el país, en contra de la reforma fiscal que proponía el Gobierno desembocaron en una violencia policial que no sorprendió a propios pero sí a extraños y en pocos días puso al país en los radares internacionales. ¿Pero qué pasa en Colombia? ¿Cómo es posible que haya un estallido de violencia policial tan repentino?
Un huerto echado a perder
La respuesta es simple, la violencia policial no es inédita y por el contrario, se consolida como la estrategia principal del gobierno de Iván Duque para enfrentar el descontento social ante su gestión, pero también ante la dureza de la vida cotidiana en el país y la frustración popular producto de décadas de necesidades básicas insatisfechas. La violencia policial ya se hizo presente en Bogotá, durante las protestas que tuvieron lugar la noche del 9 de septiembre pasado, cuando la policía atacó a la población civil en varios lugares, acabando con la vida de al menos 8 personas, en hechos en los que además hubo 248 heridos, de acuerdo con la ONG Pares. La profunda crisis ética e institucional en la que está sumida la organización se evidencia al pensar en hechos como los sucedidos el 4 de septiembre, 5 días antes de la masacre, cuando 11 personas que iban a ser judicializadas fueron incineradas vivas en el interior de una estación en Soacha, ante la mirada impasible de los agentes, que por omisión, decidieron que aquellos que esperaban un trámite judicial merecían la pena de muerte, si bien fueron sacados del fuego aún con signos vitales, 9 de los 11 fueron muriendo en los hospitales que les acogieron. Y para colmo, la opinión pública se enteró del hecho apenas en noviembre, dos meses después, debido a la intervención de un concejal de esa ciudad, que denunciaba amenazas de muerte para los familiares de las víctimas en busca de respuestas.
Es en ese ambiente, viciado por el poco respeto a los Derechos Humanos, que estallan las protestas de noviembre de 2019, en donde el Escuadrón Móvil Antidisturbios ESMAD, encargado de sofocarlas también fue protagonista, de nuevo por los deslices en el uso de armas “no letales”, que conllevaron al asesinato de Dylan Cruz, joven que se convirtió en símbolo de las movilizaciones, por un agente de estos escuadrones, además del saldo de heridos y la ya habitual violencia policial en el momento de asumir la protesta.
Sin embargo, la Policía no es la única organización cuyo uso adecuado de la fuerza es dudoso. De acuerdo con la Justicia Especial para la Paz JEP, encargada del esclarecimiento, entre otras cosas, de los hechos de violencia que se produjeron en el marco del conflicto armado hasta 2016, el Ejército colombiano habría incurrido en alrededor de 6.402 ejecuciones de personas civiles que luego se hacían pasar por insurgentes con la finalidad de cobrar premios, obtener ascensos y sobre todo, demostrar un asombroso rendimiento en el esfuerzo de guerra contra la guerrilla FARC, todo ello en el contexto del gobierno de Álvaro Uribe Vélez, jefe político y mentor del hoy presidente Duque. Aunque estos hechos datan de hace al menos 12 años, muchos de los miembros que estaban en activo en ese entonces y perpetraron los hechos, hoy hacen parte de la organización y han ido ascendiendo en la cúpula militar, sin dar mayor razón de lo sucedido y negando siempre que hubiese una política institucionalizada de asesinato de civiles para inflar las cifras durante este período.
Ciudadanos participan en una jornada de protestas del Paro Nacional en Cali (Colombia). EFE
De hecho, el Gobierno colombiano suele recurrir a la justificación de hechos de este tipo cuando es interpelado y las veces que actúa judicialmente suele recurrir a la individualización de los soldados u oficiales involucrados, sin revisar su doctrina militar y policial, aplicando el ya conocido adagio de las manzanas podridas, aquellos militares o policías que en el cumplimiento de sus labores, se habrían distanciado de los códigos de honor y de conducta propios de los militares colombianos y habrían terminado masacrando, violando o desapareciendo gente.
Este modus operandi está acompañado de la estigmatización de las víctimas. En este caso es paradigmática la aseveración del mismo Uribe, que en 2008 decía que “los jóvenes desaparecidos de Soacha… no fueron a recoger café” a propósito de civiles asesinados por el Ejército y en esa misma tradición podríamos enmarcar las declaraciones del actual ministro de Defensa, Diego Molano, que justificó un bombardeo en donde se creía habrían muerto niños de 9 y 10 años en la Amazonía colombiana diciendo que “aquí no estamos hablando de unos jóvenes que no tenían conocimiento pleno, fueron transformados en máquinas de guerra…” y aunque luego se comprobó que la única menor identificada tenía 16 años, sus palabras resuenan, pues recuerdan otro bombardeo, en donde sí se comprobó la presencia de 7 menores y que provocó la renuncia del empresario Guillermo Botero, que fungía como jefe de esa cartera, en 2019 en medio de acusaciones de violación a los Derechos Humanos y al Derecho Internacional Humanitario DIH.
Aunque en 2018 el gobierno Duque y el partido de gobierno, el Centro Democrático, tuvieron como carta de presentación una agenda securitista y las credenciales de Álvaro Uribe, cuyo legado se discurso y pensamiento político se caracteriza por priorizar la seguridad ante todo, la renuncia de Botero en 2019 no fue un hecho aislado, pues las lagunas en seguridad se han visto respondidas en el campo político por la oposición, que ha intentado la moción de censura contra el titular de esta cartera en varias ocasiones, forzando la renuncia ya mencionada y poniendo en tela de juicio la capacidad de Carlos Holmes Trujillo, a la postre víctima del covid-19 y de su sucesor Molano, hoy también ante un proceso del mismo corte, siempre por prácticas de violación de Derechos Humanos, cuestionamientos sobre el asesinato sistemático de líderes sociales, que se mantiene como una práctica constante y sistemática que el Estado niega pero también por la poca eficiencia del Ejército en lo relativo a la lucha contra el narcotráfico y el conflicto interno armado, ante la proliferación de grupos armados en las regiones.
Como vimos en los ejemplos anteriores, el poco respeto a los derechos humanos, pero también la facilidad con la que se saltan protocolos establecidos internacionalmente y el descaro con el que responden a quienes les cuestionan no son cosa de ayer, ¿cómo asombrarse o esperar otro tipo de conducta frente a las movilizaciones sociales de los últimos días? Hoy de nuevo se acude a la retórica de la lucha contra el terrorismo, adaptada al contexto mayoritariamente urbano de la protesta a través de la utilización repetida de términos como “vandalismo” y en medio de esa degradación, resulta muy evidente el caso sui géneris de la Policía colombiana, cuyas funciones van más allá de la simple protección de las poblaciones, militarizándose en demasía para responder al contexto de un país en donde hay un conflicto armado que ha sido negado sistemáticamente por el partido de gobierno y responde a una lógica de lucha contra el enemigo interno que es propia de la guerra fría.
Soldados del Ejército custodian Cali tras la violencia registrada el pasado viernes. EFE
En consonancia con lo anterior, apareció un video en que el general Enrique Zapateiro, comandante del Ejército, estaría arengando ante unos 100 soldados y policías en Cali, epicentro de los abusos y en general de la protesta, diciéndoles que “estamos haciendo las cosas bien” y luego otro, en donde acompañado por el ministro de defensa, se dirige específicamente a los agentes del ESMAD, protagonistas de las violencias antes citadas diciéndoles que “sigan trabajando como lo han hecho, ustedes son unos héroes”, avalando explícitamente las actuaciones de la fuerza pública y de paso, dando el visto bueno para nuevos abusos los días venideros. ¿Por qué el comandante del Ejército se dirige a agentes de policía si son dos organizaciones diferentes? Más allá del exabrupto, que se explica por la militarización ya mencionada, queda clara la opción securitista y represiva que ha escogido el gobierno Duque para tramitar las demandas sociales y a pesar de la individualización de algunos de los oficiales envueltos en los abusos, tendremos que decir, siguiendo la retórica de las manzanas podridas, que no se trata de uno o dos frutos venidos a menos, sino de todo un huerto -o varios- echado a perder.
Él dio la orden
Así las cosas, el presidente Duque ha decidido dar pie a la presencia de las fuerzas militares durante el paro en desarrollo. Bajo la figura de asistencia militar, pensada para situaciones de catástrofe natural o emergencias de otro tipo, el mandatario ha volcado a los miembros de la organización castrense a las calles, involucrándolos de forma pasiva en la contención de las manifestaciones, pero se encuentran en una posición de convidados de piedra, pues en teoría estarían allí para asistir a los policías y afortunadamente no podrían interpelar a los civiles, esta intervención sucede en un contexto en que los militares se han politizado paulatinamente.
Esta politización tiene origen en su férrea oposición al acuerdo de paz con las FARC, negociado entre 2011 y 2016, y ha sido catalizada por el partido del actual gobierno –en ese entonces en la oposición–, a través de tergiversaciones y sobre todo, apelando a un lenguaje ideologizado, en donde se perpetúan figuras tendientes a la estigmatización de la izquierda y la búsqueda de nuevas alternativas políticas, esto azuzando los miedos de “convertirse en Venezuela o Cuba”, bajo el término castrochavismo, pero también la estigmatización de la protesta, bajo el apelativo de vándalos, al que son sometidos los manifestantes tanto por el establecimiento, como por los medios de comunicación. Así, ambos estigmas se aúnan para generar una versión actualizada de enemigo interno, que justificaría el uso indiscriminado de la fuerza, mientras se hace eco de la contestación social, para mostrar a los que protestan como si fueran criminales y así equiparar las violencias estatales, amparadas en la impunidad, un personal entrenado para hacer daño y un armamento pesado a la ira e incivilidad de los manifestantes, que descargan su evidente impotencia a través de destrozos, insultos e incluso piedras.
Si tal tratamiento de las peticiones sociales ya es tradicional en el país, lo realmente nuevo es la intensidad de las violencias estatales en el contexto urbano, una situación que sólo tendría comparación con los hechos sucedidos en 1949, tras la revuelta popular generada por el asesinato del caudillo de izquierda Jorge Eliécer Gaitán, como lo indicara el senador Iván Cepdeda, uno de los opositores más férreos de Álvaro Uribe, de su legado, y del actual gobierno, del que se dice es gobernado por él en la sombra, a través de persona interpuesta: El presidente Duque.
De hecho, recién iniciada la violencia policial, se hicieron notar dos trinos del expresidente, el primero, premonitorio del escenario de violencia desmedida que se estaba cocinando y el segundo, que nos da pistas de cómo justificarla una vez está sucediendo. Así, Uribe publicó en Twitter que “apoyemos el derecho de soldados y policías de utilizar sus armas para defender su integridad y para defender a las personas y bienes de la acción criminal del terrorismo vandálico”, que luego fue ocultado por la red social por sus propósitos incendiarios y luego indicó “revolución molecular disipada: impide normalidad, escala y copa”, apoyándose en una relectura dudosa de un concepto acuñado por el filósofo francés Félix Guattari en los años 70 y transformado para concebir la contestación social como una guerra de guerrillas en el contexto urbano y en una situación en donde las organizaciones no tendrían una jerarquía clara y buscarían el caos a través de acciones revolucionarias horizontales, como lo ha expresado el exconsejero del presidente Duque, Carlos Enrique Moreno, recogiendo las posiciones del ideólogo chileno Alexis López, reconocido por sus posiciones neonazis. López estuvo en Colombia en dos ocasiones, ofreciendo conferencias a militares y policías, lo que sirve como indicador no sólo de la extrema ideologización de las fuerzas armadas, sino también del privilegio que tienen los enfoques más autoritarios en el momento de pensar la sociedad y sus problemáticas, convirtiéndolas en un peligro permanente para la población y para las instituciones.
En un escenario en que muchos de los miembros del Ejército siguen viendo los acuerdos de paz con sospecha y en que en la práctica, el gobierno no los implementa y propicia nuevas guerras en la selva y en las zonas rurales, la visión de país que tienen los militares y en general, las esferas más altas del gobierno choca de frente con las aspiraciones de la gente, que se ven reflejadas en las peticiones del Comité Nacional del Paro, que defiende entre otras, el cese de las violencias policiales, pero también sendas reformulaciones en cuanto a las políticas de salud, educación y temas fiscales y la implementación de los acuerdos de paz.
Un hombre camina junto a un carro incinerado en la ciudad de Popayán. EFE
Si las consignas se parecen a las que configuraron el escenario de protesta de final de 2019, el escenario ha cambiado radicalmente, la pandemia ha desnudado más las falencias sociales y de cobertura de derechos propias del Estado colombiano y sobre todo, el capital político del gobierno ha disminuido, en 2019 el presidente todavía estaba en la primera mitad de su mandato y existía alguna perspectiva de mejora progresiva en lo que a su gestión se refiere, sin olvidar los compromisos asumidos por el gobierno tras negociaciones con los distintos sectores representados en las protestas. Hoy, año y medio después, la administración Duque ha dado pruebas de ineptitud, desidia y negligencia, pero más allá de lo que atañe a su ineficacia, el punto está en su aleve incumplimiento de lo pactado, precedente que no sólo genera una justificada desconfianza, sino también radicaliza a los sectores sociales en sus pedidos y resta rango de maniobra a un gobierno que de por sí, cuenta con poco respaldo seguro entre la clase política y se mantiene a base de alianzas burocráticas. Así, la presencia de la Policía y el Ejército es síntoma de la poca fuerza con la que cuenta el gobierno, de su carencia de liderazgo.
La desconfianza de los sectores sociales representados en el paro está bien fundamentada, las actuaciones del gobierno Duque no permiten vaticinar un buen augurio, sumado al aire de confrontación con el que asume el gobierno la interlocución con los representantes del Comité Nacional del Paro, uno de los triunfos parciales de la movilización, el archivo de la reforma fiscal que está al origen de este ciclo de protestas, queda en entredicho al ser algo de carácter provisorio, pues aunque han sido las protestas las que han forzado su retiro éste se vislumbra como provisional y es esperable la formulación de otra reforma una vez los ánimos se hayan calmado y el gobierno recupere los apoyos políticos que se han esfumado en el Legislativo en reacción a las demandas de los que protestan pues no sólo es el Ejecutivo que está en profunda ruptura con la realidad, sino la élite política tradicional con la que tranza y así ante un cambio de opinión del presidente del Partido Liberal, la reforma podría volver, igual que la también archivada reforma a la salud, cuyo impulso se mantuvo intacto por parte de Germán Vargas Lleras, jefe de otro de los partidos de la coalición de gobierno y uno de los principales sostenes políticos del presidente en la coyuntura presente, en su búsqueda de gobernabilidad a cambio de puestos burocráticos.
Pero es que el gobierno Duque no transige, siguiendo las líneas de su anterior actuación, durante el paro de final de 2019, propuso una gran conversación nacional que incluiría a tantos sectores sociales como fuese necesario, así, la segunda semana de Paro el gobierno sostuvo conversaciones con los sectores gremiales y empresariales, con sus amigos políticos, con unos exalcaldes en campaña presidencial anticipada, con un sector de la oposición y finalmente y en último lugar, con los representantes del Paro, en diálogo de sordos que no ha tenido mayores consecuencias, más allá de desgastar un poco más la relación de Duque con los sectores organizados de la protesta.
Aunque el 10 de septiembre de 2019, un día después de la masacre sucedida en Bogotá durante las protestas que estaban teniendo lugar, el presidente se disfrazó de policía, como forma simbólica de su apoyo irrestricto a la institución, en la práctica, lo que se ha visto es un cierto aislamiento de la misma, que ante la inoperancia de otras instancias que tendrían que estar en el terreno, negociando con los líderes sociales, oyendo los clamores de la gente en las regiones y tendiendo puentes para salir de la situación, se ha visto desbocada frente a una población indignada y ha resuelto obedecer ciegamente la orden de atentar contra ella, haciendo uso de armas tan sofisticadas y peligrosas como el sistema VENOM, de acuerdo con fuentes policiales, altamente peligroso si es utilizado desde tierra, sumando un vejamen más a los ataques desde el aire sucedidos en Buga, las infiltraciones en las marchas e incluso, la aparición de los llamados camisas blancas, que son básicamente civiles que en su oposición al Paro han decidido disparar a los manifestantes y a los pueblos originarios que se han unido a la protesta.
Esta lógica de seguridad privada se ha visto azuzada por funcionarios como el alcalde de Pereira, ciudad en donde murió Lucas Villa, símbolo de las actuales manifestaciones, cuando expresó que “vamos a convocar a los gremios de la ciudad y a los miembros de la seguridad privada para hacer un frente común junto a la Policía y el Ejército para recuperar el orden y la seguridad ciudadana”, declaración que fue interpretada como un llamado a la paramilitarización de la protesta, haciendo alusión a un fenómeno bastante conocido en el país.
En tal clima de divorcio entre el país político y el país nacional, cabe preguntarse sobre el real rango de maniobra del gobierno para llegar a soluciones e incluso, por la viabilidad de una administración que demuestra su carencia de poder a través de las armas.
¿Dónde está el poder?
El poder está concentrado. En Colombia se suele decir que hay cuatro ramas del poder, la legislativa, la ejecutiva, la judicial y los entes de control, organismos creados por la Constitución de 1991 para velar por el equilibrio de poderes, la buena salud de las instituciones entre otras funciones. En un sistema altamente presidencialista, Duque ha optado por la asignación de la jefatura de estas instancias a personas amigas, a gente que le debe favores o es fácilmente controlable, siendo este el caso de la Fiscalía, encargada de las investigaciones judiciales, cuya cabeza es un antiguo amigo del presidente, durante la gestión de su alfil, ésta ha apostado explícitamente por el archivo y la obstaculización de las investigaciones a Álvaro Uribe Vélez por compra de testigos en procesos judiciales contra sus enemigos políticos; pero también de la Procuraduría, bastión burocrático asignado a la ex ministra de justicia del gabinete Duque que por su cercanía al gobierno –pues de allí proviene– es, en sí misma, un atentado contra el equilibrio de poderes; y de la Defensoría, cuyo caso, de cara al Paro, es quizás el más flagrante, pues su función es básicamente velar por los Derechos Humanos, pero el Defensor del Pueblo, Carlos Camargo, reproduce la narrativa del vandalismo y protege a la policía porque omite que las violencias y abusos de ésta han sido sistemáticos, como ha sido reportado por medios independientes y por los propios ciudadanos a través de las redes sociales. Y es que a Camargo las cifras no lo respaldan, pues el número de muertos durante las protestas es de alrededor de 50 y en cuanto a desaparecidos, se maneja la alarmante cifra de 129 desapariciones según cifras oficiales, esto sin olvidar hechos como el supuesto uso de un hipermercado como centro de torturas, los casos de violencia sexual contra manifestantes y las detenciones arbitrarias.
Un joven manifestante herido sangra durante los enfrentamientos con la policía antidisturbios. EP
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Hay un vacío de poder. Si bien Duque ha conseguido cooptar a los entes de control y se beneficia de la tibia actitud del legislativo, que en medio de la pandemia ha ralentizado sus actividades generando una suerte de gobierno por decreto, la verdad es que el presidente es muy dependiente de las élites políticas a las que debe su cargo, su capital político es nulo y a menudo se ve vilipendiado incluso por su partido y su jefe político, que recurre a una suerte de estrategia de policía bueno y policía malo, en donde Duque promueve medidas autoritarias y Uribe aparece como salvador, poniendo en cintura a su pupilo. Pero Uribe no es todopoderoso, y Duque depende igualmente de otras élites tradicionales, como se ha visto en el caso de las reformas archivadas durante el paro y también de los múltiples escarceos por puestos burocráticos entre los partidos de gobierno y el Ejecutivo.
Si el presidente ha conseguido ubicar amigos suyos en sitios clave de las instituciones, esto sólo resulta posible con el apoyo de las colectividades que se benefician y han aprendido a adaptarse a que sea la cabeza del Estado, sin embargo, para estas, Duque es poco más que una eventualidad, parte del paisaje, un factor a tener en cuenta en pos de la consecución de los propios intereses. Su capacidad movilizadora, ya de por sí muy limitada cuando se trata de trabajar en favor suyo, tiene fecha de caducidad establecida y no han sido pocos los que se han mostrado dispuestos a sacrificar al gobernante en pos de su propia supervivencia en elecciones. Como se dijo antes, los que reniegan de él aparecen incluso en su propio partido, pues respaldar a una gestión tan deficiente es difícil y resulta contraproducente en el momento de perpetuarse en el poder a través del sufragio.
Al fin de cuentas, Duque está solo, encumbrado a pesar de sus falencias políticas y su poca preparación para el cargo presidencial por su carácter obediente, se ha encargado de elaborar una espigada torre de marfil en donde se ha desconectado de la gente, de sus propios copartidarios y desde la cual nunca consiguió ser respetado ni hacerse al respaldo de aquellos poderosos cuyo apoyo necesita para procurar una gobernabilidad que vaya más allá de obtusos acuerdos por réditos políticos. Mientras él esté en el poder, las élites políticas tratarán de adecuarse lo mejor que puedan a las medidas que proponga, sin importar si va en detrimento de la democracia y beneficiándose del ambiente enrarecido, en cuanto termine su mandato, será poco más que un cadáver político, un mal recuerdo, de esos que se esconden en un armario para que cojan polvo y hasta moho, todos le habrán abandonado y en medio de tanta soledad, su amo pide que los policías disparen a civiles, pero también acomoda las piezas para las elecciones que se avecinan, las élites políticas tradicionales han entrado en conciliábulos buscando un sucesor que venda y pueda posar de contradictor del gobierno, alguien capaz de ganar votos a pesar de la debacle del cuatrienio presente, la oposición presenta 48 precandidatos a la presidencia a un año de las elecciones porque si pudo Duque, cualquiera puede. Mientras tanto, él privilegia la salida militar, porque su fuerza bruta esconde su debilidad.
Algo se rompió en Colombia el 28 de abril. Las multitudinarias manifestaciones en todo el país, en contra de la reforma fiscal que proponía el Gobierno desembocaron en una violencia policial que no sorprendió a propios pero sí a extraños y en pocos días puso al país en los radares internacionales. ¿Pero qué pasa en Colombia? ¿Cómo es posible que haya un estallido de violencia policial tan repentino?