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La historia contra la Nación

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Gutmaro Gómez Bravo

El oficio de historiador tiene cada vez más riesgos. El pasado nueve de febrero, Jon Grabowski y Barbara Engelking, directores del Centro de Investigaciones del Holocausto de la Academia de Ciencias Polaca, fueron condenados a rectificar un párrafo de su monumental trabajo Noche sin fin: el destino de los judíos en la Polonia ocupada. El origen se encuentra en la denuncia interpuesta por la Liga de la Buena Fama, que les acusaba de “difamación a la nación polaca”. El juicio, que ha abierto el debate sobre la memoria y el pasado nacional europeo, comenzó por un caso familiar, en concreto, el del alcalde de Malinowo, una pequeña localidad, que ya había sido acusado de haber denunciado a varios grupos de judíos que estaban escondidos y que poco después serían fusilados por los nazis. La práctica es conocida y cada vez más documentada en estas y otras zonas ocupadas durante la Segunda Guerra Mundial. Es difícil de imaginar la terrible situación en la que se veían los habitantes de estos pueblos, forzados a denunciar para sobrevivir. En los casos más extremos, la participación en los hechos y en las propias muertes alcanzaba a prácticamente toda la comunidad, como demostró Jan Gros en su trabajo sobre la localidad de Jedwabne.

Pero el problema en realidad no es este. El problema es que sale a la luz, después de tantos años de silencio, la colaboración de la administración de los países ocupados en la solución final nazi. La cuestión es que emerge el aparato burocrático que, en buena medida, continuó en su servicio después de la guerra. En Francia es algo bien conocido sobre todo a través del caso Papon, un prefecto responsable de la deportación que siguió en activo hasta los años ochenta ocupando puestos muy relevantes en la alta administración del Estado. En la propia Alemania, a pesar de los esfuerzos y las comisiones de depuración, muchos de aquellos funcionarios se mantuvieron discretamente dentro de la universidad o la administración de Justicia. La película El caso Collini (2019) muestra a la perfección cómo esa difuminada presencia evitó que muchos crímenes de guerra fuesen reconocidos y juzgados como tales, hasta que se produjo el cambio de legislación a finales de los años sesenta.

Hasta entonces, ni Alemania ni buena parte de Europa quería reconocerse en ese pasado demasiado duro, demasiado vergonzoso. Fue entonces, cuando los supervivientes empezaban a desaparecer, cuando una nueva generación mostró su alejamiento del relato oficial de posguerra, algo que en España ha ocurrido de manera particularmente intensa desde comienzos del nuevo siglo. La historia, como la literatura, el cine y la memoria, han puesto en tela de juicio la construcción de esas identidades nacionales llenas de mitos y tergiversaciones como el de la resistencia, que borró del mapa la colaboración con los nazis y durante un tiempo trató de ocultar su participación en la política de deportación hacia los campos de trabajo y de exterminio. Un fenómeno europeo extendido a escala nacional, que, años después del fin de la Guerra Fría, alcanza su dimensión plena.

El colaboracionismo habría sido solo un paréntesis en la historia nacional, algo que había que olvidar. El debate sobre el régimen de Vichy en Francia quizás es el más conocido, pero la judicialización del caso polaco demuestra que no es el único proceso abierto. Poco queda ya de aquella amnesia que acompañó a la recuperación de la Europa de postguerra. Una forma del olvido que también parecía indispensable para iniciar en España el camino de la democracia después de la guerra civil y la larga dictadura. Pero, a pesar de que también había transcurrido un tiempo considerable y las heridas parecían cerradas, la guerra y la propia implicación civil en el franquismo han mantenido abierto el debate sobre el pasado, hasta el punto que ha terminado marcando el debate sobre la propia identidad nacional española. Y ese es el riesgo, que terminen imponiéndose aquí cuestiones políticas y no históricas. Los precedentes en ese sentido se han escondido bajo el derecho al honor, tal y como ocurrió con las trabas que tuvo la Universidad de Alicante para exponer el acta de los firmantes del Consejo de Guerra de Miguel Hernández. Aunque las dificultades mayores siguen estando en el acceso a la documentación que aún mantienen aquellas entidades y organismos que, amparándose en el filtro de los datos personales, impiden el objeto de la investigación, que no es otro que comprender el funcionamiento de los aparatos de la dictadura en su conjunto.

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El problema no es solo el olvido, ni qué contenidos, se dice siempre, se ponen o quitan de los libros de historia. Llevamos décadas en eso. A lo mejor hay que reconocer que la dictadura se mantuvo, principalmente por la fuerza, pero también y por efecto de ello, por consentimiento. La violencia de la guerra y el reparto de culpas siguen siendo armas arrojadizas que se superponen sobre la raíz del problema: la implicación de la población. Las razones son muchas y de distinta índole, pero hay que comprender este fenómeno; de lo contrario, corremos el mismo peligro de bloqueo constante o peor, de la amenaza de cierre por derribo impuesto por cualquier fórmula, ambigua e imprecisa destinada a fijar los límites presentes en la interpretación del pasado. La memoria no puede ser fija, ni única. La memoria es plural y tiene muchas estrategias. Una de ellas es el silencio, sobre todo en procesos donde siguen operando el miedo, la culpa o la vergüenza. Nadie tiene derecho a apropiarse de la memoria de nadie, ni a obstaculizar un derecho que está en la base de la propia imagen que tenemos como miembros de una sociedad. Es la memoria la que también nos hace animales sociales, ahora que estamos tan solos y aislados. Desde el olvido sólo hay naciones sin historia y sin historia siempre tenemos el mismo final.

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Gutmaro Gómez Bravo es profesor titular de Historia Moderna y Contemporánea en la Universidad Complutense de Madrid y director del Grupo de Investigación Complutense de la Guerra Civil y del Franquismo.

El oficio de historiador tiene cada vez más riesgos. El pasado nueve de febrero, Jon Grabowski y Barbara Engelking, directores del Centro de Investigaciones del Holocausto de la Academia de Ciencias Polaca, fueron condenados a rectificar un párrafo de su monumental trabajo Noche sin fin: el destino de los judíos en la Polonia ocupada. El origen se encuentra en la denuncia interpuesta por la Liga de la Buena Fama, que les acusaba de “difamación a la nación polaca”. El juicio, que ha abierto el debate sobre la memoria y el pasado nacional europeo, comenzó por un caso familiar, en concreto, el del alcalde de Malinowo, una pequeña localidad, que ya había sido acusado de haber denunciado a varios grupos de judíos que estaban escondidos y que poco después serían fusilados por los nazis. La práctica es conocida y cada vez más documentada en estas y otras zonas ocupadas durante la Segunda Guerra Mundial. Es difícil de imaginar la terrible situación en la que se veían los habitantes de estos pueblos, forzados a denunciar para sobrevivir. En los casos más extremos, la participación en los hechos y en las propias muertes alcanzaba a prácticamente toda la comunidad, como demostró Jan Gros en su trabajo sobre la localidad de Jedwabne.

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