El hombre de la mancha

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José Enrique de Ayala

Mijaíl Serguéyevich Gorbachov fue el principal artífice del fin de la guerra fría y el hombre que hizo posible la reunificación y pacificación de Europa. Desde 1985, secretario general del Partido Comunista de la Unión Soviética -cargo que concentraba el poder real de la URSS-; desde 1989, presidente del Presídium y del Soviet Supremo y, finalmente, primer y último presidente de la Unión Soviética, reunió todos los cargos decisivos en un Estado que no era democrático, y en el que su poder era ilimitado. Lo usó para promover reformas en su país hacia la democracia, para liberar al este de Europa del dominio soviético y, en suma, para acabar con la amenaza del uso de la violencia tanto en el terreno político como en el internacional, que había esgrimido el Kremlin desde el final de la Segunda Guerra Mundial.

Cuando Gorbachov accedió al poder, la Unión Soviética ya había perdido la guerra fría. No era solo que el “socialismo real” se había convertido, para muchos de sus ciudadanos -y sobre todo para sus satélites del Pacto de Varsovia- en una cáscara vacía y puramente retórica que solo se sostenía por la desinformación y la represión, sino que la economía planificada -burocratizada- había fracasado estrepitosamente, en gran parte a causa de la carrera armamentística -a pesar de ciertos avances en áreas como la educación, la sanidad, la ciencia, o la industria aeroespacial-, y no podía competir ni de lejos con el Estado de bienestar que habían alcanzado las democracias liberales. Cuando la administración Reagan, en EEUU, subió la apuesta llevando la competición militar al espacio -Iniciativa de Defensa Estratégica-, la URSS no pudo seguirla y se encontró al borde del colapso económico y político.

Gorbachov vio claro que era imprescindible promover reformas en ambos ámbitos. En el campo económico introdujo la perestroika -reestructuración-, una ambiciosa reforma para acercarse a la economía de mercado, creando empresas privadas, privatizando algunas estatales, primando la productividad, desregulando el mercado interno y luchando contra la corrupción. En el campo político impulsó la glasnost -transparencia-, cuyo objetivo era la apertura del sistema a la libertad de expresión, información y crítica, desclasificando documentos secretos y permitiendo a los medios de comunicación tratar asuntos polémicos que se habían ocultado o denunciar los fallos del poder. Pero no pudo detener la degradación del sistema, ya era demasiado tarde.

Y para algunos era ir demasiado lejos. En agosto de 1991, los sectores más reaccionarios intentaron dar un golpe de Estado para derrocarle y volver a las esencias del régimen. El golpe fracasó, pero sus consecuencias fueron devastadoras para Gorbachov, que perdió toda autoridad y popularidad. Boris Yeltsin, al que el propio Gorbachov había promovido en 1985 a un cargo equivalente al de alcalde de Moscú, al que renunció dos años después, y que había ganado en junio la primera elección a presidente de la República Socialista Soviética Federal de Rusia, después de haber abandonado el partido comunista, emergió como el héroe popular contra el golpe, y contra el sistema. Su ascenso como líder de Rusia supondría el paso definitivo para el rápido fin de la Unión Soviética, y de la carrera política de Gorbachov.

Gorbachov no quería la disolución de la URSS, sino su reforma económica y política para revertir el deterioro que sufría, y que la estaba haciendo inviable. Pero ese deterioro había impulsado ya las tendencias centrífugas de algunos de sus Estados miembros, especialmente de los más alejados política e históricamente de Rusia: los países bálticos y del Cáucaso. Cuando estuvo claro que el Kremlin no tenía intención de usar la violencia para reprimirlos, los movimientos nacionalistas promovieron manifestaciones y revueltas en distintos Estados, y luego declaraciones primero de soberanía (Estonia, 1988) y después de independencia. El primer Estado en proclamarla fue Lituania, en marzo de 1990, seguida en mayo por Letonia y Estonia, si bien estas independencias solo fueron efectivas a partir de agosto-septiembre de 1991, después del fracaso del golpe de Estado de los comunistas conservadores contra Gorbachov.

En abril de 1991 se produjo la declaración de independencia de Georgia, y entre agosto y octubre las de Armenia, Azerbaiyán, Moldavia, Kirguistán, Tayikistán, Turkmenistán, Ucrania, y Uzbekistán. El paso definitivo lo dieron, el 8 de diciembre, los líderes de Rusia, Ucrania y Bielorrusia, cuando se reunieron en secreto en Belavezha -en la frontera de Bielorrusia con Polonia- y acordaron que la Unión Soviética había dejado de existir y que sería sustituida por la Comunidad de Estados Independientes, una entidad a la que se unirían formalmente algunos Estados miembros pero que nunca tuvo una efectividad política significativa. Este acuerdo se hizo en contra de la voluntad de Gorbachov, Rusia fue representada por Yeltsin. El 21 de diciembre, representantes de ocho de las otras doce repúblicas -todas menos las bálticas y Georgia, que ya se consideraban independientes - firmaron el protocolo de Alma-Ata, que ratificaba el acuerdo de Belavezha. Ante los hechos consumados, Gorbachov dimitió el 25 y, finalmente, el 26 de diciembre la Cámara Alta del Soviet Supremo confirmó la disolución oficial de la Unión Soviética en quince Estados.

Lo que sí intentó Gorbachov fue superar la división de Europa en bloques, promoviendo -más que ningún dirigente occidental- el final de la guerra fría. Permitió la apertura del “telón de acero”, lo que llevaría al fin de la dominación soviética sobre Europa del Este. Cuando las manifestaciones contra la división este-oeste se hicieron masivas en Berlín oriental, en noviembre de 1989, renunció a la intervención militar que se había utilizado en el pasado en ocasiones similares -Budapest 1956, Praga 1968-, y las autoridades de la República Democrática Alemana no tuvieron más remedio que abrir el muro, dando comienzo a la reunificación alemana que acordó con el canciller de la República Federal, Helmut Kohl, y con la Administración Bush (padre), a cambio de promesas verbales de que la OTAN no se expandiría “ni una pulgada” hacia el este -dadas por el secretario de Estado estadounidense James Baker, entre otros-, que nunca se cumplieron. Cuando el equivalente oriental a la OTAN, el Pacto de Varsovia, decidió su disolución, en julio de 1991, el Kremlin no puso ninguna objeción.

Gorbachov fue un hombre de paz, siempre dispuesto a llegar a acuerdos de desarme, medidas de confianza y colaboración política. Nunca quiso usar la violencia, ni siquiera para defender la existencia del Estado en el que había nacido y en el que aún creía

Con todo, su mayor aportación a la paz y la seguridad en Europa fue el intento de superar la división de la guerra fría, construyendo un nuevo marco de seguridad paneuropeo. Ya antes de la disolución del Pacto de Varsovia y de la propia Unión Soviética, propuso el concepto de una “casa común europea”, un ámbito de seguridad que incluiría también a EEUU y Canadá, según la fórmula -que no era nueva- “de Vancouver a Vladivostok”. Gorbachov llegó a proponer la disolución del Pacto de Varsovia y de la OTAN y su sustitución por una arquitectura común de seguridad, que se basaría en la Conferencia de Seguridad y Cooperación en Europa, que se reunió en Helsinki entre 1973 y 1975, y se convertiría en 1994 en organización permanente con sede en Viena. Aunque algunos dirigentes europeos, como el presidente francés -François Mitterrand- o el primer ministro sueco- Olof Palme-, apoyaban esta idea, Washington no quiso saber nada de disolver la OTAN, aunque aceptó darle un carácter más político. Así se perdió la mayor oportunidad de crear un marco común de seguridad en el continente que evitara tensiones futuras, que de haber prosperado habría sido, sin duda, la aportación política más importante que hubiera dejado el presidente soviético para la historia.    

Gorbachov era ruso-ucraniano, de madre ucraniana -procedente de Cernigov, al norte de Kiev-y de padre ruso, de la región de Stávropol -cercana al Cáucaso-, donde nació también Mijaíl. Incluso en sus raíces biográficas fue un símbolo de entendimiento sobre el que conviene reflexionar en estos tiempos en que dos pueblos -el ruso y el ucraniano-, ramas del mismo tronco, cuyas relaciones no deberían ser solo amistosas sino fraternales, se han visto proyectados al odio y la guerra, primero por la posición duramente antirrusa de la revolución de Maidán, después por la rebelión de parte de la población prorrusa de Ucrania con apoyo ruso y, finalmente, por la agresión militar directa de Rusia.

Gorbachov fue un hombre de paz, siempre dispuesto a llegar a acuerdos de desarme, medidas de confianza y colaboración política. Nunca quiso usar la violencia, ni siquiera para defender la existencia del Estado en el que había nacido y en el que aún creía. Intentó promover una arquitectura de seguridad paneuropea que pusiera fin a la guerra fría y abriera una etapa de estabilidad y prosperidad en todo el continente, evitando conflictos como el que ahora nos angustia. Pero los molinos a los que tuvo que enfrentarse, tanto en su propio país como en occidente, eran gigantes. El régimen ruso actual, ultranacionalista y prepotente, es radicalmente opuesto a la herencia de Gorbachov, cuya esencia es la concordia y la superación de la violencia para dirimir conflictos políticos. Ojalá surgieran, en Europa y más allá, muchos dirigentes con sus mismas intenciones. Descanse en paz.

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José Enrique de Ayala es analista de la Fundación Alternativas

Mijaíl Serguéyevich Gorbachov fue el principal artífice del fin de la guerra fría y el hombre que hizo posible la reunificación y pacificación de Europa. Desde 1985, secretario general del Partido Comunista de la Unión Soviética -cargo que concentraba el poder real de la URSS-; desde 1989, presidente del Presídium y del Soviet Supremo y, finalmente, primer y último presidente de la Unión Soviética, reunió todos los cargos decisivos en un Estado que no era democrático, y en el que su poder era ilimitado. Lo usó para promover reformas en su país hacia la democracia, para liberar al este de Europa del dominio soviético y, en suma, para acabar con la amenaza del uso de la violencia tanto en el terreno político como en el internacional, que había esgrimido el Kremlin desde el final de la Segunda Guerra Mundial.

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