La impunidad franquista de los 'sandovales'

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Mario Sandoval era un nombre de verdad y a la vez era también un camuflaje. A veces pasa eso: la mejor manera de ocultar algo es dejarlo bien a la vista, como la famosa carta robada de Edgar Allan Poe. Por eso ha sido una sorpresa descomunal en Francia saber que ese tal Mario Sandoval, un argentino que daba clases en la Sorbona desde hacía años y había formado una familia en su país de adopción, era en realidad un torturador de cuando la dictadura de las Juntas Militares, entre 1976 y 1983. Puede estar implicado, presuntamente y según cuenta infoLibre en su conexión con Mediapart, en más de quinientos asesinatos, secuestros y torturas. No se había cambiado el nombre, tal vez por la sensación de impunidad, tal vez porque, como decía antes, la mejor manera de pasar desapercibido era no ocultarse. La evidencia suele ser un buen escondite para quienes quieren mantener el anonimato.

El pasado de una dictadura circula con los nombres que firmaron los más atroces crímenes cometidos en el tiempo que duró ese pasado. La impunidad forma parte, a veces también, de esa firma. Cuando las dictaduras acaban, sus más fervientes protagonistas buscan acomodo en sitios cómplices y siguen viviendo en esos sitios una vida de invisibles, incluso honorables, desconocidos. Algunos de esos criminales deambulan por las calles como viejitos entrañables que ayudan al vecindario y les llevan la compra a otros viejitos como ellos que no pueden ni cruzar la calle los días de lluvia. Ese sería el retrato que pintaba Hannah Arendt cuando asistía como observadora cualificada, en 1961, al juicio contra el nazi Adolf Eichmann en Jerusalén. Lo que la ilustre ensayista nombró como "banalidad del mal" fue aprovechado por muchos sinvergüenzas –ahora mismo y aquí, para no irnos muy lejos– para justificar el horror en manos de pobres diablos que simplemente obedecían las órdenes de sus superiores jerárquicos. La obediencia debida también se esgrimió en defensa de los militares argentinos cuando se los puso a calentar el banquillo de los acusados. Todos llevamos un monstruo en las entrañas, dicen las voces exculpatorias. Todos somos culpables de todo. En la guerra civil española golpistas y defensores de la República eran lo mismo. En Argentina los torturadores eran unos pobres empleados a tiempo completo de sus jefes en la ESMA y otros cruelísimos centros de detención, de tortura y de muerte. Pobrecitos y explotados torturadores. Pobrecitos.

Después de las dictaduras vienen los cuentos chinos de la desmemoria. De eso se trata. La maldita equidistancia. La igualación de lo monstruoso y quienes sufren sus zarpazos. En casi todas partes, lo mismo.

Pero hay sitios en que la historia no se detiene. Hay sitios en que lo que pasó va y viene en el calendario de esa historia. En Argentina hubo tiempos diversos para hacer justicia, para sacar la verdad de los entresijos de la mentira, para convertir la obediencia debida de los torturadores y asesinos en argumento condenatorio. Nunca fue fácil, claro que no. La necesidad de reconciliación es muchas veces una excusa para decretar, más o menos explícitamente, la impunidad del monstruo. Ha pasado eso en todas partes. Lo que no se dice –o se dice poco– es que con mentiras, con el blanqueo del horror y de quienes lo provocan es imposible esa reconciliación. La memoria no es una enfermedad. Lo que es una enfermedad es el olvido.

En Francia vivía tranquilamente Mario Sandoval. Un tipo perfectamente adscrito a la normalidad cotidiana, nacionalizado francés, profesor a lo mejor excelente, esposo y padre a lo mejor ejemplar, vecino amable con sus fiestecitas de aniversario. Ahora, estos días, ha sido detenido acusado de torturar y asesinar a cientos de compatriotas cuando la dictadura argentina. Las leyes de punto final en ese país han ido yendo y viniendo. Unos gobiernos las dictaron. Otros gobiernos las derogaron. A partir de Néstor Kirchner, las cosas cambiaron. Nada de impunidad. Juicios a los responsables de las Juntas Militares. Reconocimiento institucional a quienes fueron detenidos y torturados. Persecución a quienes detuvieron, torturaron y asesinaron. Hubo después intentos de volver al blanqueo de la dictadura. Pero esa tibieza no asentó la impunidad de la obediencia debida ni ninguna otra. Por eso, aunque el proceso sea complejo y costoso en el tiempo de la justicia, Argentina sigue empeñada en devolver la dignidad a quienes lucharon por la libertad y la democracia en los años del plomo. La respuesta a la dictadura empezó en sus primeros momentos. Las Madres y las Abuelas que se concentraban en la Plaza de Mayo abrieron una puerta al coraje incansable. Ahí siguen. Sin dar tregua a la edad ni a la exigencia de verdad y de justicia. A Sandoval lo han extraditado desde Francia a Argentina acusado de la tortura y desaparición, en una noche de octubre de 1976, del joven Hernán Abriata. Hay seguramente más nombres sometidos a su ejemplar trabajo en las sórdidas tripas de la ESMA. De momento parece que es ése el más documentado. Nunca dejó su familia de incordiar la tranquilidad cómplice de ningún gobierno, de ninguna de esas justicias tantas veces injustas, de las mentiras que alimentan el discurrir abyecto de la infamia.

En España ha sido y sigue siendo imposible acabar con la impunidad del franquismo. Las leyes de punto final siguen siendo el pan nuestro de cada día. La llamada ley de memoria histórica no contempla esa posibilidad. La Ley de Amnistía de 1977 debería verse reducida a la mitad, levantando la amnistía a los crímenes y a los criminales de la dictadura. En Chile acabó Pinochet encerrado en su vergüenza pública y muchos de los cómplices del pinochetismo han sido juzgados y condenados. En Argentina siguen reclamando y encontrando justicia –lentamente, pero sin tregua– quienes nunca han dejado de exigirla para sus torturados, muertos y desaparecidos. En España todo es más difícil. Yo diría que imposible. Hay mucho sandoval suelto por las calles de nuestra democracia sandoval. Y muchos defensores de la dictadura que quieren imponer su memoria con la excusa de la reconciliación. La banalidad del mal no puede ser la raíz de donde crece la impunidad para quienes provocaron el horror durante cuarenta años. Si no conseguimos una nueva memoria democrática, la que seguiremos manteniendo será la del franquismo. Cuando leo noticias como la detención de Mario Sandoval en Francia y su extradición a Argentina, siento una especie de extraña tristeza. ¿Nunca veremos aquí a ningún cómplice de la dictadura franquista sentado en el banquillo de los acusados y aún menos su condena? ¿De verdad que nunca?

Mario Sandoval era un nombre de verdad y a la vez era también un camuflaje. A veces pasa eso: la mejor manera de ocultar algo es dejarlo bien a la vista, como la famosa carta robada de Edgar Allan Poe. Por eso ha sido una sorpresa descomunal en Francia saber que ese tal Mario Sandoval, un argentino que daba clases en la Sorbona desde hacía años y había formado una familia en su país de adopción, era en realidad un torturador de cuando la dictadura de las Juntas Militares, entre 1976 y 1983. Puede estar implicado, presuntamente y según cuenta infoLibre en su conexión con Mediapart, en más de quinientos asesinatos, secuestros y torturas. No se había cambiado el nombre, tal vez por la sensación de impunidad, tal vez porque, como decía antes, la mejor manera de pasar desapercibido era no ocultarse. La evidencia suele ser un buen escondite para quienes quieren mantener el anonimato.

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