Estos días, además del horror cotidiano provocado por el extremo sufrimiento de la población civil palestina, podemos comprobar la dimensión religiosa de la política genocida que Israel viene implementando hace décadas con los palestinos. Los discursos de los dirigentes israelíes están repletos de referencias religiosas, mientras que las acciones militares vienen precedidas de lecturas colectivas de los libros sagrados. Hoy podemos comprobar cómo el fanatismo religioso no es, en absoluto, exclusivo del Islam, sino que, por desgracia, impregna también al judaísmo y al cristianismo, especialmente, en este último caso, en Estados Unidos. La base de ese discurso, en el caso de Israel, se asienta en la autoconsideración como pueblo elegido por dios, lo que le concede carta blanca, dada su superioridad moral, para imponer la voluntad de ese dios que, evidentemente, ellos, y sus tanques y aviones, representan.
Hace años, viendo con mi hija pequeña la película de Disney El príncipe de Egipto, me provocaba sorpresa cómo la maquinaria de Disney conseguía hacer aparecer como el bueno de la película a un Moisés que había sido el ejecutor de la venganza de Yahvé contra el pueblo de Egipto mediante las famosas siete plagas, una de las cuales consistía en el asesinato de todos los niños primogénitos de los egipcios. Un dios cuya tarea, para ayudar a su pueblo, es asesinar niños, provocar hambrunas, generar terror y dolor. Y, sin embargo, la película acaba con el alborozo y la alegría de la destrucción del ejército del faraón, tragado por las aguas del Mar Rojo, a instancias, nuevamente, de ese dios terrible, exclusivo defensor de su pueblo. Los judíos abandonan Egipto inmensamente felices, pero con un terrible rastro de sangre a sus espaldas, provocado por su dios y su ejecutor en la tierra, Moisés. La película transmite así, como final feliz, con la magia de Disney, lo que ha sido una historia de terror, muerte y destrucción protagonizada por Moisés y su dios.
Si repasamos el Antiguo Testamento, podemos entender el vínculo existente entre el dios terrible que allí aparece y la reivindicación de la condición de pueblo elegido por parte de los sectores más reaccionarios y fanáticos de la sociedad de Israel. El dios del Antiguo Testamento no duda en anegar el mundo con un diluvio universal en el que perece toda la humanidad excepto su restringida familia elegida, o en destruir ciudades (Sodoma y Gomorra) que no se ajustan a su ley, o en mandar las mencionadas plagas sobre la población de Egipto. Es decir, todas ellas medidas dirigidas contra colectivos, la humanidad, las ciudades, los egipcios, sin discriminar entre culpables e inocentes, pues a los ojos de eses dios, y por tanto, imaginamos, de sus seguidores más fanáticos, todos son culpables, incluso los recién nacidos.
El pueblo elegido, brazo armado de su dios iracundo, destruye a sangre y fuego a un pueblo, el palestino, en el que no cabe distinguir entre inocentes y culpables
No cabe duda de que el paralelismo que existe con lo que estos días estamos viviendo en Gaza y Cisjordania resulta evidente: el pueblo elegido, brazo armado de su dios iracundo, destruye a sangre y fuego a un pueblo, el palestino, en el que no cabe distinguir entre inocentes y culpables, todos son sometidos al mismo rasero de muerte y destrucción. En realidad, nos encontramos, en el caso del actual gobierno israelí, ante un discurso teñido de fanatismo religioso que es rechazado por muchos sectores de la propia sociedad israelí y de la comunidad judía de todo el mundo. Recordemos las enormes movilizaciones que se produjeron en Israel precisamente por las medidas antidemocráticas implementadas en el ámbito de la justicia por los sectores ultraortodoxos del gobierno de Israel.
Ese dios, terrible, violento, sanguinario, que es reivindicado, de manera consecuente, por el actual gobierno de Israel, también empeñado en añadir su particular baño de sangre a la historia de la humanidad, poco tiene que ver con el dios del amor, de la empatía, de la fraternidad que también se puede encontrar en los textos sagrados de esas religiones siempre en conflicto: judaísmo, cristianismo e islam. Estamos ante un problema de opción, de lectura, en el que los sectores más fanáticos de todas las religiones eligen los textos que justifican su barbarie. Porque, en efecto, como decía Netanyahu, nos encontramos en una lucha entre la civilización y la barbarie, con el matiz de que es Netanyahu quien representa, frente a la ONU, frente al derecho internacional, frente a los derechos humanos, la barbarie. Netanyahu quiere colocar a los judíos en el lado incorrecto de la historia, en el que una vez ocuparon los nazis y en el que la extrema derecha, la de los Abascal, Ayuso y compañía, les están esperando con los brazos abiertos.
____________________________
Juan Manuel Aragüés Estragués, profesor de Filosofía en la Universidad de Zaragoza.
Estos días, además del horror cotidiano provocado por el extremo sufrimiento de la población civil palestina, podemos comprobar la dimensión religiosa de la política genocida que Israel viene implementando hace décadas con los palestinos. Los discursos de los dirigentes israelíes están repletos de referencias religiosas, mientras que las acciones militares vienen precedidas de lecturas colectivas de los libros sagrados. Hoy podemos comprobar cómo el fanatismo religioso no es, en absoluto, exclusivo del Islam, sino que, por desgracia, impregna también al judaísmo y al cristianismo, especialmente, en este último caso, en Estados Unidos. La base de ese discurso, en el caso de Israel, se asienta en la autoconsideración como pueblo elegido por dios, lo que le concede carta blanca, dada su superioridad moral, para imponer la voluntad de ese dios que, evidentemente, ellos, y sus tanques y aviones, representan.