Interpretaba Jack Nicholson en una de esas películas que es necesaria ver por segunda vez, Mejor Imposible, a un escritor con trastorno obsesivo compulsivo. Melvin, que es el nombre que da vida al personaje de esta comedia romántica, repite una serie de pautas cada día como si se tratara de una superstición arraigada. Pero no lo es. La obsesión por evitar el contacto con las personas y objetos, y así cualquier tipo de bacterias, le lleva a realizar una serie de comportamientos repetitivos que le hace endurecer el carácter.
Se estima que en torno al 3% de los españoles sufren esta patología de la personalidad. El trastorno obsesivo compulsivo (TOC) forma parte de las llamadas enfermedades mentales, tan comunes como desconocidas para nuestra sociedad. Es llamativo que pese a que 1 de cada 4 personas en el mundo padecen en algún momento de su vida algún tipo de trastorno mental –según datos de la Organización Mundial de la Salud– estemos tan alejados de ella como lo está Melvin con el resto de personas.
La denominada Sociedad de la Información, en la que ha crecido la generación de los millennials, parece estar tan contaminada de ruido que no es capaz de transformar la información en conocimiento. No se explica que en pleno siglo XXI aún pervivan los estigmas sobre los trastornos mentales, ni mucho menos la falta de conocimiento para hacerle frente. Pero no es de extrañar, somos capaces de diferenciar las distintas patologías del corazón y sin embargo reducimos a la mínima expresión de “no está bien” las relacionadas con la mente.
Me explicaba hace unos días una amiga que si bien el modelo educativo de los países nórdicos es el más recurrido para poner de ejemplo de éxito no es menos cierto que en dichos países el porcentaje de suicidio, de violencia de género, o de problemas de alcoholismo es más elevado que la media Europea. Esta correlación me hacía reflexionar sobre el componente endémico y lo importante que es no aislar la educación de esta ecuación.
Pero de nada sirve una formación adecuada si no va acompasada de recursos financieros y humanos. Quien haya pisado alguna unidad de salud mental comprobará que urge establecer una hospitalización diferenciada que tenga en cuenta la edad y la patología, con vistas a una recuperación menos traumática, también para los familiares. No hay peor sensación que sentir miedo cuando dejas hospitalizado a algún familiar o conocido en esa planta y buscar el consuelo en una plantilla de enfermería que, con los medios limitados, no puede garantizarte un riesgo cero.
El pasado 10 de octubre, con ocasión del Día Mundial de la Salud Mental, la OMS alertaba de que los trastornos mentales se convertirán en la primera causa de discapacidad del mundo. Este dato suponía un llamamiento para la prevención y detención temprana. Y es que la mitad de los trastornos mentales aparece por primera vez antes de los 14 años, según datos de la Sociedad Europea de Psiquiatría Infantil y Adolescente (ESCAP).
Es el momento de romper con los estereotipos y estigmas, y hacer de la visita al psicólogo o psiquiatra algo tan habitual como lo es acudir al médico de cabecera. Tan importante es la terapia para el músculo del corazón como para el cerebro. Decía el doctor Juan Antonio Micó, en la apertura del curso académico de la UCA, que nos encontramos en “la revolución social de la psicofarmacología”, en la que afortunadamente quedan superadas las prácticas inhumanas en ese campo como la lobotomía (por cierto, por raro que parezca fue merecedora de premio Nobel de Medicina).
Y sí, siempre hay un día después tras una crisis de ansiedad, un brote psicótico o una depresión. Lo sabe nuestro amigo Melvin, que no encontró otra forma de declarar su amor hacia Carol que confesando que había decidido aceptar el tratamiento de su psiquiatra porque ella le hacía “querer ser mejor persona”.
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Lorena Calderón es periodista y graduada en Derecho
Interpretaba Jack Nicholson en una de esas películas que es necesaria ver por segunda vez, Mejor Imposible, a un escritor con trastorno obsesivo compulsivo. Melvin, que es el nombre que da vida al personaje de esta comedia romántica, repite una serie de pautas cada día como si se tratara de una superstición arraigada. Pero no lo es. La obsesión por evitar el contacto con las personas y objetos, y así cualquier tipo de bacterias, le lleva a realizar una serie de comportamientos repetitivos que le hace endurecer el carácter.