Llamar exilio a la huida del rey es un insulto

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Con la palabra decimos la verdad o mentimos como bellacos. Lo peor que podemos hacer con la palabra es despojarla de valor, llenarla de un significado que la convierte en nada, o más aún: obligarla a decir lo contrario de lo que auténticamente significa. Cuando, por poner un ejemplo, escucho a Pablo Casado o Abascal hablar de libertad o democracia, me entran ganas de pasar directamente a la clandestinidad.

En estos días, una de las palabras más repetidas es exilio. El rey emérito (otra palabra que miente cuando la aplicamos a la condición del exmonarca) ha dejado España, nadie sabe cómo ha sido y con el juramento familiar –sin ningún rubor– de que no sabe dónde está. Me lo veo, al pobre fugitivo, en los pasquines wanted de los westerns americanos, con la cifra de la recompensa por su localización escrita al pie de la requisitoria.

Lo que se repite en todas partes, hasta la exasperación, es que ha marchado al exilio, como prácticamente todos sus antepasados. El exilio, la palabra estrujada como un trapo en el rodillo de la falsificación.

El 28 de enero de 1939, el poeta Antonio Machado baja la cuesta que lleva desde la estación de tren a la casa de huéspedes de madame Quintana, en el pueblecito francés de Collioure. Con él van su madre, Ana Ruiz, su hermano José y Matea, su mujer. Hace un frío que pela. Vienen de la derrota de la Segunda República a manos del fascismo. La Retirada es una hilera de gente hambrienta y asustada que busca refugio al otro lado de la frontera. Lo que encontrará es una inacabable playa convertida en un inacabable y mortífero campo de concentración. La salud del poeta y de su madre no da para muchas esperanzas. El 22 de febrero muere Machado y, tres días después, su madre. En un papel, encontrado por su hermano, había escrito el último verso de su vida: "Estos días azules y este sol de la infancia". No sé si hay mejor manera de contar el exilio. Hablo del exilio de verdad. El de los colores tristes, el de la enorme distancia entre el pasado, el presente y a lo mejor ese futuro casi siempre indisciplinado cuando se lo intenta meter en el arriesgado saco de las adivinanzas.

Ya sé que es una pequeña trampa, un pequeño acercamiento a la demagogia. Pero ojalá me la disculpen ustedes. Les propongo lo siguiente: digan en voz alta ese verso y piensen inmediatamente en la figura del rey demérito perdido no se sabe dónde. ¿Lo que les sale, después de la comparación, es la palabra exilio?exilio

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Hace casi veinte años Alfonso Guerra, desde su Fundación Pablo Iglesias, organizó una exposición de mucho lujo sobre el exilio. Así a secas: la palabra exilio en el título. Uno de los miembros del Comité de Honor para esa exposición era el rey Juan Carlos I. Y en la muestra había reservada una vitrina para la familia real y sus exilios. Sería precisamente el monarca de entonces quien inauguraría aquel cajón de sastre, un cajón de sastre que, como afirmaban desde la propia organización del acontecimiento, pretendía ilustrar la necesidad de reconciliación entre todos los españoles, los de fuera, los de dentro, los de todos los sitios que se brindaron a la acogida de la diáspora. Era la ignorancia absoluta –o mejor: la desfachatez– por parte de los nombres ilustres que firmaban aquel acercamiento cínico a lo que de verdad es el exilio. "¡Qué daño no me ha hecho, en nuestro mundo cerrado, el no ser de ninguna parte!", se pregunta Max Aub, en México, el 2 de agosto de 1945. El exilio te deja sin un lugar en el mundo, te borra de la memoria de quienes se quedan en los sitios que tú, tan a la fuerza, has abandonado, te arrancan de las raíces que te permitían crecer en tu propia vida y en las de los demás. Miren lo que escribía María Zambrano en la muerte de su amigo y poeta Emilio Prados, los dos en el exilio mexicano: "El que lo sufre se queda en el lugar donde el seguir naciendo es imposible".

El exilio, sí, esa palabra. La huida del rey falsamente emérito nada tiene que ver con el exilio. Antes al contrario: es un insulto a quienes lo sufrieron, aquí y donde sea, porque la lucha por la libertad siempre fue perseguida –y lo sigue siendo– por las tiranías. Y serán, precisamente, esas tiranías las que se apropien impunemente del lenguaje, las que nos roben las palabras para llenarlas de un sentido que traiciona insoportablemente su significado más profundo. Y ya ven ustedes, que curiosa paradoja: también algunas democracias, creo yo que a ratos demasiado frágiles como la nuestra, convierten a un monarca prófugo de sus responsabilidades políticas, económicas y morales, en un exiliado. Nunca la palabra exilio me sonó tan falsa, tan insultante con aquella tarde de enero en que Antonio Machado llegó a Collioure y apenas tuvo tiempo de acercarse a la playa y escribir, en un papel medio arrugado, aquel verso trágicamente bello, inolvidable: "Estos días azules y este sol de la infancia"...

Alfons Cervera es escritor. Su última novela: Claudio, mira, editada por Piel de Zapa.

Con la palabra decimos la verdad o mentimos como bellacos. Lo peor que podemos hacer con la palabra es despojarla de valor, llenarla de un significado que la convierte en nada, o más aún: obligarla a decir lo contrario de lo que auténticamente significa. Cuando, por poner un ejemplo, escucho a Pablo Casado o Abascal hablar de libertad o democracia, me entran ganas de pasar directamente a la clandestinidad.

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