Plaza Pública
¿El 'donjuancarlismo' como salvación de la monarquía?
La aparición de algunas informaciones periodísticas sobre las actividades económicas del rey emérito Don Juan Carlos I han provocado un sustancioso debate que lo podemos filetear en diferentes estratos. Identificamos, así, un plano ideológico, uno periodístico, uno judicial, otro sobre el modelo de estado y un último vinculado a la teoría política. Este último es el que vamos a abordar en estas líneas. Y pivotará sobre el concepto de donjuarcarlismo. Esta fue una idea que se construyó en el contexto de la llamada “Transición modélica” hacia las libertades políticas. En ese momento, una parte del arco político español no estaba identificado con las monarquía pero sentía la obligación, institucional o no, de reconocer la labor del rey Don Juan Carlos en el camino hacia la democracia. Ese “ideologema” suponía un rechazo “consciente” a la monarquía, pero representaba una aceptación “inconsciente” de la idea de Rey, blanqueada bajo el soniquete de donjuancarlismo. Esta fórmula fue exitosa durante buena parte de los años 80 y 90. “No soy monárquico pero sí donjuarcarlista”donjuarcarlista, sostenían muchos mientras discutían si la “nueva” monarquía era fruto de una instauración o de una restauración.
Elevando la reflexión, el donjuancarlismo supuso una operación intelectual de gran sofisticación teórica. Se trataba de cortocircuitar la relación entre los dos cuerpos del rey, el físico y el institucional. Ernst Kantorowicz identificó cómo los reyes se convirtieron en monarcas en la edad media. Es decir, los reyes ya no sólo reinaban en un territorio, sino que también construían una institución permanente e invariable, que era la monarquía. Acabado este proceso, los monarcas se desdoblaban en un cuerpo físico temporal y coyuntural y otro institucional vinculado a su dinastía. Alrededor de este postulado han funcionado las monarquías desde entonces.
Apliquemos esta doctrina a nuestro ejemplo. En la Transición, Don Juan Carlos fue despojado de su “cuerpo institucional” y subsistió únicamente con su cuerpo físico, que se denominó donjuancarlismo. Teóricamente, esta operación puso en peligro la defensa de la monarquía como forma de construcción estatal y la aparición de monárquicos, pero en la práctica fue una brillante salida para hablar de una “monarquía republicana”. Desde esa contradicción, la opinión pública hiló un personaje con poderes casi taumatúrgicos, afable y con gran capacidad de triangulación institucional y diplomática.
Pese a su impecable construcción intelectual, el donjucarlismo tuvo que regatear obstáculos desde muy pronto. El golpe de estado del 23-F y el papel del rey han sido debatidos y discutidos por diferentes historiadores (entre los que destaca el profesor Alfonso Pinilla) y periodistas desde un primer momento. Después de este evento, nos encontramos con una arcadia feliz empañada por informaciones publicadas puntualmente en algunos diarios como El Mundo, en revistas como Interviú o libros como El Negocio de la Libertad, de Jesús Cacho. Mientras diferentes proyectos informativos (Viento Sur o Rebelión) y muchos intelectuales a título individual iban mostrando la alternativa republicana frente a la monarquía. Aunque fue en la prensa del corazón donde anidaron personajes que descubrían un rey desconocido para el conjunto de la ciudadanía. Ahí se fraguó la idea de una especie de Pepe L'Amour que enganchaba al Rey con un supuesto comportamiento esencialista borbónico. Después, ya en los 2000, Eduardo Inda y Esteban Urreiztieta investigaron en todo tipo de malezas para encontrar los desfalcos del caso Urdangarin. Y más tarde, aterrizó en nuestro país el incidente de la cacería de elefantes en Bostwana. Para entonces, la “transición modélica” se había convertido en la “transición fallida”. Afloraron relatos sobre la transición basados en el “negacionismo”, en la “violencia” o en su “origen oligárquico”, como ha estudiado el profesor Gonzalo Pasamar. Incluso los especialistas debatían si la transición había sido un proceso histórico construido “desde arriba” (grandes personajes) o “desde abajo (la sociedad). En ese momento, ya estaba desapareciendo el blindaje informativo que se había activado o consentido con tanto mimo desde los años 70.
Esta apertura de la información sobre el rey ha terminado con el rey emérito fuera de España. Para unos es una “huida”, para otros un “exilio”, y no faltan para los que es una simple “marcha” para proteger la monarquía. Muchos han buscado comparaciones con Alfonso XIII o con Don Juan. Es cierto que los tres han estado fuera de España, pero la historiografía no se pone de acuerdo en mucho más. Alfonso XIII ayudó al dictador Primo de Rivera a edificar un régimen autoritario muy discutido entre los especialistas por su oportunidad y sobre todo por su interpretación. Confundió su cuerpo institucional con el secuestro de la soberanía popular. Y lo pagó. Las elecciones municipales de 1931 fueron plebiscitarias y dieron paso a la República. Por su parte, Don Juan fue un rey sin corona que renunció en favor de su hijo. Tampoco la historiografía se ha puesto de acuerdo en la importancia de su tarea. Para unos fue un intrigante en la sombra; para otros un colaborador de Franco; y para muchos un trabajador incansable por la democracia y la monarquía parlamentaria.
Con todo esto, nos encontramos con que las informaciones destapadas por diferentes diarios han puesto la figura de Don Juan Carlos en una situación muy comprometida. El rey emérito ya no tiene el favor de gran parte de la prensa, ni el respeto de muchos políticos progresistas, conservadores, liberales y nacionalistas. Pero, en un sentido profundo, nos podemos preguntar si los ataques son contra el donjuancarlismo, es decir, si las críticas, desacuerdos, agravios y menosprecios van únicamente referidos al cuerpo físico del rey o también alcanzan al cuerpo institucional. Recuerden que éste se lo habían amputado al rey en la transición para aceptarlo y convertirlo en donjuancarlos y no en un monarca. Así, lo que fue un problema para la monarquía en un principio pudiera convertirse en una posible vía de salvaguarda. En ese enredo, el cuerpo institucional está ocupado ahora por otro rey, Felipe VI, cuya coronación fue entendida como la sustitución de un rey por otro y no como la abdicación de un rey en un monarca que comenzaba con sus “dos cuerpos” intactos.
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Pese a que una parte de la población se declara republicana y otra indiferente a la monarquía, algunos todavía pueden pensar que el donjuancarlismo ha sido finalmente un escudo protector para la monarquía, que sigue su labor institucional ajena a los designios de Don Juan Carlos. Esa monarquía intenta convencer diariamente a los ciudadanos de que en las democracias liberales pueden convivir elementos tradicionales premodernos e irracionales (la familia, las costumbres, los fueros, ellos mismos) con elementos racionales y electivos. Curiosamente, y para finalizar, podemos resumir que la creación de la idea de un “rey republicano” en la Transición puede ser descifrada como la salvación intelectual de la monarquía. Si es un legado de la transición, si representa otro problema que nos deja la misma, si reproduce otro resultado de un proceso malogrado, o si simplemente constituye el último truco de Don Juan Carlos derivado de sus poderes taumatúrgicos, lo debe decidir cada cual. Es el turno de cada uno de nosotros.
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Israel Sanmartín es profesor de historia medieval en el Departamento de Historia de la Universidad de Santiago de Compostela