Las universidades públicas, “marca Madrid” Cristina Monge

La película Casablanca de Michael Curtiz tiene muchos momentos inolvidables. En uno de los más épicos, la clientela de Rick’s —el garito regentado por Humphrey Bogart⎯ se une para cantar a voz en cuello La Marsellesa y ahogar así las voces de los oficiales nazis que entonan La guardia del Rin. ¿Se imaginan qué anticlímax si se hubiese hecho sonar el himno español y los parroquianos hubiesen tarareado al unísono lolo, lolo…? Los clientes de Rick’s, de las más diversas nacionalidades, se identifican todos por un momento con La Marsellesa como un canto de libertad. ¿Y el himno español?
A muchos extranjeros les sorprende que a tantos españoles nos cueste identificarnos con nuestra bandera y con nuestro himno. Seguramente desconocen nuestra historia. España es una monarquía porque, después de ganar una cruel guerra civil que él entre otros comenzó, el dictador que se mantuvo en el poder durante casi 40 años dejó estipulado que España sería una monarquía y la decisión llevaba aparejada una bandera y un himno.
En el siglo XX hubo otras dictaduras en Europa. A los ciudadanos de países como Grecia o Albania se les ofreció la posibilidad de decidir en referéndum si querían retomar la monarquía. España es una excepción. La democracia española y sus símbolos actuales están lastrados por ese pecado original. Para muchos, el fin de la dictadura exigía por pura lógica la restauración del orden legítimo que la precedió. La república y sus símbolos. ¿Por qué asumir la legitimidad de los deseos de un dictador? ¿No es lo consistente refundar la democracia sobre una decisión democrática?
Sé que la afamada transición a la democracia se hizo desde el miedo ⎯el insistente runrún de los sables⎯. Que muchas cosas no se quisieron tocar por los estallidos que podrían desencadenar. Pero en nuestro país acabó sucediendo lo que a menudo sucede con las mudanzas: las cajas que no se desembalan pronto acaban por eternizarse sin que nadie se decida a meterles mano. Quizá cuando Felipe de Borbón sucedió, con ciertas prisas, a su padre, faltó valentía para consultarnos, por fin, sobre la forma del Estado. Nunca es el momento. La España actual no ha sabido o no ha querido desliar muchos fardos del pasado y prefiere mirar constantemente para otro lado. Demasiadas estructuras de poder quedaron en manos de los mismos, que protestan airados cuando se cuestiona su pedigrí democrático. Pero, como dice el Evangelio, por sus obras los conoceréis.
Según nuestra Constitución, el rey es el símbolo del Estado. En una democracia, creo yo que esto debería significar que el rey debería poder asumirse como símbolo por todos y cada uno de los ciudadanos. ¿Es así?
Hace unas semanas, Felipe de Borbón aprovechó la celebración de las Fallas para dejarse ver en los toros. No mucho después, compareció con la mitad de la cara quemada por el sol y se justificó explicando entre risas que había estado esquiando. Tardes de toros, mañanas de esquí. Vamos, lo que hacemos todos los españoles. ¿O no?
Las estadísticas afirman que solo un escasísimo porcentaje de los españoles acude a espectáculos taurinos ⎯no llega ni a un magro 2%, según datos de 2022⎯. Además, los toros tienen una presencia muy dispar en diferentes comunidades autónomas. Por ejemplo, en las Islas Canarias están prohibidos. De hecho, y en contra de su decidida defensa ⎯también económica⎯ por parte de la presidenta de alguna Comunidad Autónoma, bastante más de la mitad de la población española está en contra de los espectáculos taurinos, al igual que de la caza, y abogaría por su prohibición. ¿Qué simboliza Felipe VI en los toros?
Muchas cosas no se quisieron tocar por los estallidos que podrían desencadenar. Pero en nuestro país acabó sucediendo lo que a menudo sucede con las mudanzas: las cajas que no se desembalan pronto acaban por eternizarse sin que nadie se decida a meterles mano
Por supuesto, Felipe de Borbón tiene derecho a dedicar sus ratos libres a lo que buenamente quiera. Esquí, vela… afinidades electivas, que diría Goethe. A Felipe le gustan las actividades que practican los de su clase. Y aquí encontramos un pequeño problema: hasta qué punto quien debería simbolizar a todos es demasiado representativo de algunos. Le han educado así, podría alegarse.
Felipe de Borbón y su consorte decidieron que sus hijas estudiarían, como él hizo, en colegios privados, terminando con un exclusivo internado en Gales. No parece que la corona tenga ganas de defender vivamente la educación pública. Sus actos sugieren más bien que, si puedes permitírtelo, elige la privada. Una educación privada y exclusiva que, además, en el fondo pagamos entre todos. ¿No se les ha ocurrido a los padres de la futura reina ⎯ahora en promoción⎯ lo instructivo que sería para ella codearse en el día a día con gente corriente, más allá de los jaleados baños de multitud preparados para ocasiones excepcionales? A lo mejor aprendería así a simbolizar más a todos los españoles y no tan claramente a una pequeña clase privilegiada, la suya.
Se nos ha insistido muchas veces que la corona española nos sale bien baratita y destaca por su austeridad. Para demostrarlo, se exhiben los gastos que le son asignados como tal en los Presupuestos del Estado. Pero la corona española es una de las menos transparentes de Europa y su coste real está disperso por diversos ministerios, Interior, Exteriores, Defensa, Presidencia y Hacienda, además de Patrimonio Nacional. ¡Qué tramposillos! ¡Con tanta diseminación sale más difícil echarles las cuentas!
Sé que alguien me sugerirá que algunas de las democracias europeas más asentadas se corresponden con monarquías. Pero la monarquía hereditaria es, en sí misma, una institución clasista: una familia especial y aristocrática que se transmiten entre ellos el derecho supuestamente legítimo a ser cabezas del estado, sin exigir ningún otro mérito que el linaje. Tan especial y escogida, que los miembros de la mayoría de las casas reales europeas son medio primos. La transmisión hereditaria de privilegios no pienso que cuadre mucho con la igualdad de todos los ciudadanos, requisito de una auténtica democracia. Me parece muy difícil que un rey simbolice bien a un pueblo.
No solo son los reyes. Si acudimos al parlamento español, el depósito de la soberanía popular, encontramos, por ejemplo, una sobreabundancia de abogados y una escasísima presencia de obreros y agricultores. Se dirá que es cosa buena que nuestros legisladores estén bien formados. Pero ¿están en disposición de reconocer las necesidades y las urgencias de la mayoría? ¿Son nuestros representantes representativos? También es llamativa la longevidad de los diputados en el escaño. Parece que se quedan pegados a él. Se forma toda una clase política entre la que se reparten escaños y cargos y, quizá después, puertas giratorias, alejados ya de por vida del común de los españolitos. Si repasásemos lo que sucede con la judicatura, el sesgo de clase sería aún mayor.
La triste conclusión es que la gran mayoría de los ciudadanos de este país no están representados ni en sus instituciones ni en su soberanía. Que quienes deberían simbolizarnos y representarnos simbolizan y representan a muy pocos y siempre a los mismos. Una representación impostada de tardes de toros y mañanas de esquí.
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Ana Isabel Rábade Obradó es filósofa y profesora titular de la Universidad Complutense de Madrid.
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