Impunidad y victimismo

Tengo últimamente la desoladora sensación de que vivimos una edad de oro de la impunidad. Cuando en 2016 salieron a la luz unas fotografías hechas en Guantánamo ⎯ese no lugar que EEUU mantiene en territorio “enemigo”⎯, que exhibían las torturas y humillaciones a las que eran sometidos sus prisioneros, el filósofo esloveno Slavoj Žižek advirtió que, sorprendentemente, lo peor no eran las fotos mismas y lo que mostraban, sino que todos las habíamos visto y no había sucedido nada. Que ante lo espantoso y lo inadmisible no ocurra nada es síntoma de impunidad.

Tras un precario alto el fuego, Israel ha reanudado sus bombardeos sobre Gaza. El primer día asesinó a más de 400 personas, en su mayoría niños y ancianos. Nadie se lo impide. Una vaga condena moral, indecentes justificaciones cogidas por los pelos… nada más. Israel goza de impunidad para el exterminio.

Rusia invadió Ucrania para apropiarse de parte de su territorio. Las conversaciones de paz dirigidas por EEUU se lo reconocen y premian con un suculento botín al intermediario americano. Tienes impunidad para apoderarte de una porción de otro país, siempre que geoestratégicamente resultes más interesante y el negocio salga bien.

Antes aún de las elecciones que le hicieron llegar de nuevo a la Casa Blanca, la Corte Suprema de EEUU dictaminó la inmunidad penal absoluta de Trump por cualesquiera acciones de carácter oficial llevadas a cabo durante su anterior mandato. La Corte Suprema americana presenta una mayoría conservadora propiciada por el propio Trump en su primera presidencia. Asimismo, y a pesar de haber sido declarado en parte ya culpable, su victoria en las elecciones de noviembre de 2024 paralizó todas las causas penales abiertas contra él que le imputaban un total de 34 delitos. Ahora, Trump tiene en su potestad indultarse a sí mismo. Impunidad del poderoso.

Lo de facilitar la propia impunidad no es una exclusiva estadounidense. En nuestro país, la balanza de la justicia tiene una curiosa tendencia a caer siempre del mismo lado. Más que ciega, la justicia parece tuerta. Si perteneces a un partido de ideología, qué sé yo, conservadora, tus posibilidades de irte de rositas se incrementan exponencialmente.

La impunidad es un sinónimo o, quizás mejor, un eufemismo para barbarie. Es otro nombre para la ley del más fuerte. O para la rampante desigualdad

No solo es una cuestión de tendencia política. En este mundo nuestro, el dinero es una de las vías más fáciles para lograr impunidad. A todo lo largo del globo, los delitos cometidos por los pobres ⎯a menudo, por pura lógica, contra las propiedades de los ricos⎯ tienden, por lo general, a ser castigados de manera desproporcionada. Si tienes dinero, tus abogados son mejores y las leyes más benignas. Puedes estafar millones y que los resquicios de la ley te salven y casi haya que pedirte disculpas por haberte perseguido tan injustamente.

Una de las formas de subjetividad más reconocibles en nuestro discurso político contemporáneo es la víctima. En principio, el rol de víctima no es nada deseable, y no solo por el sufrimiento que conlleva, sino porque supone una pasividad e impotencia que aleja de la verdadera agencia. Sin embargo, la víctima siempre está moralmente en lo cierto y es irresponsable desde el punto de vista político. Y, por ello, revestirse de víctima es un camino fácil para conseguir impunidad.

Volvamos a Israel. Una larga historia de marginación y sufrimiento y un ataque terrorista con más de 1000 asesinados, quizá fácilmente evitable, se usa para justificar, desde el victimismo, un genocidio que, oficialmente, eleva ya el número de muertos a más de 60.000, a los que habría que sumar todos los desaparecidos de los que, probablemente, nunca volveremos a saber.

Ahora a EEUU. El abuso por parte de medio planeta de la proverbial bondad y buen hacer estadounidense justifica, por ejemplo, represalias económicas que disparan una absurda guerra comercial que aumentará la pobreza de los más pobres. 

Ya en nuestro país, los jueces que tienden a sesgar la justicia siempre en la misma dirección se lamentan dolidos de las improcedentes acusaciones de falta de imparcialidad que sus actuaciones les deparan. Y, por poner otro ejemplo, la presunta responsable política de la muerte indigna de 7291 ancianos se disfraza de mater dolorosa para unas obscenas fotografías y acusa de persecución, e incluso de querer su muerte, a quienes señalan su responsabilidad.

Sé que la impunidad tampoco es cosa nueva. A lo largo de la historia los poderosos siempre han disfrutado de ella. La impunidad es un sinónimo o, quizás mejor, un eufemismo para barbarie. Es otro nombre para la ley del más fuerte. O para la rampante desigualdad. El poderoso, el fuerte, el rico, se impone sin reparación posible sobre los débiles y los pobres, y sanciona, además, su relato. Tampoco creo que sea muy novedoso el exhibicionismo impúdico con el que, cada vez más, se alardea de la impunidad. Pero a todos nos gustaría que nuestro momento histórico no fuera uno más, sino uno mejor. O, por lo menos, vislumbrarlo.

De niña me fascinaban las historias del Antiguo Testamento, ese dios esquivo y, a menudo, vengativo. Por dudar de él, Dios castigó a Moisés, uno de sus elegidos: nunca pisaría la tierra prometida, ésa que hoy es el escenario de tantos crímenes. Pero Dios es también compasivo y le permitió verla desde lejos, morir con la seguridad de que estaba ahí, al alcance de la mano. Me conformaría con eso, pero estos tiempos de victimismo e impunidad nos lo ponen difícil.

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Ana Isabel Rábade Obradó es filósofa y profesora titular de la Universidad Complutense de Madrid.

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