Plaza Pública
Militarismo
“Los militares habían sido una fuerza decisiva, un poder muy significativo a lo largo del Régimen y no sólo desde estructuras específicas de defensa. Dirigieron los Ministerios correspondientes al Ejército de Tierra, Aire y a la Armada, y fueron responsables de buena parte del de Gobernación, en particular del área relacionada con el orden público, a través de cargos que en unos casos ocuparon militares químicamente puros y en otros jurídicos de los ejércitos”. De esta forma definió en su discurso de recepción en la Academia de Ciencias Morales y Políticas, en 2013, Rodolfo Martín Villa el papel del ejército durante el franquismo.
Ministro de Interior entre 1976 y 1979, como la mayor parte de esa generación se había formado en la segunda etapa de la dictadura, entre el desarrollismo y el final del franquismo, momento en que un sector del ejército empezó a expresar de distintas maneras el peligro que suponía toda posibilidad de cambio, ante la creciente oposición y contestación al régimen, pero también ante los proyectos de reforma o apertura que se hacían públicos y visibles en la prensa y en la calle.
El orden público, como tantas otras veces en la historia de España, provocaba de nuevo la entrada del Ejército en política: proyectaba el militarismo. Una constante que, a excepción de breves períodos, no desembocó en una presencia directa del Ejército en la calle. La dictadura, que se definía a sí misma como "democracia orgánica" y "estado de derecho", había perfeccionado una fórmula heredada desde el siglo XIX: el control militar de la administración civil del Estado, el empleo de la jurisdicción militar y la utilización de cuerpos militares como fuerzas específicas de orden público. El poder castrense se había configurado como un poder más dentro del liberalismo español, favoreciendo el acceso de la oficialidad a los altos cargos públicos y a la máxima representación política, fórmula que logró su apogeo durante el Directorio Militar de Primo de Rivera. Los cuerpos militares alcanzaron, sin embargo, durante el franquismo su mayor influencia política, dirigiendo ministerios como Industria, Obras Públicas o Hacienda, además de los directamente implicados en el control del orden público. A medida que se hacía evidente el deterioro de Franco, su general en jefe, aumentaron su oposición a ceder un milímetro en la menor de sus competencias. Una resistencia al cambio, explicada normalmente por su lealtad al propio Franco, y por su estructura corporativa, que se manifestó mucho antes de la crisis final del franquismo, cuando su posición política privilegiada, que contrastaba con la realidad social que vivía la mayor parte de los cuerpos militares, se vio agravada también por la retirada del Sahara.
La defensa del papel político del Ejército se convirtió, de este modo, en un factor clave en la continuidad de la dictadura. La fórmula prevista era hacer compatible su protagonismo con la modernización de la Administración Pública. El mismo Carrero Blanco había planteado la necesidad de una reforma técnica que garantizara los principios fundamentales del Régimen. Este proyecto de desarrollar una administración civil del Estado que no fuera en detrimento del poder militar, en realidad puesto en marcha a finales de los años 50 por López Rodó, Catedrático de Derecho Administrativo, entró de lleno en el terreno del orden público a través de tres medidas: la Ley de 30 de julio de 1959, de Orden Público, el Decreto de Bandidaje y Terrorismo de 1960, y la creación del Tribunal de Orden Público en 1963. El edificio legal continuista quedó culminado en 1966 con la aprobación de la Ley Orgánica del Estado, que el propio Franco pidió que se refrendara públicamente.
Ocho años más tarde, Arias Navarro declaraba en su Discurso del 12 de febrero ante las Cortes que ese era el único camino posible para acometer las reformas. Arias, el primer civil en ocupar la presidencia de Gobierno en España desde la guerra civil, era también un jurídico militar. Para la mentalidad dominante en un cuerpo cuyos miembros seguían copando los puestos clave en los aparatos de seguridad del Estado, el orden público era sinónimo de justicia militar. Era la causa por excelencia, la única capaz de garantizar la presencia corporativa militar, la seguridad nacional y la defensa del Régimen al mismo tiempo. Y si algún aspecto había perfeccionado la dictadura a lo largo de su existencia, este había sido la integración de las funciones de orden público en el propio sistema político.
Nacido de la guerra, pero asentado y perfeccionado en la posguerra, siempre estuvo dirigido por el Ejército hasta erigirse en el elemento fundamental para el mantenimiento del Régimen. Tanto, que llegó a marcar uno de los hechos diferenciales más significativos del propio franquismo. El instrumento clave de la dictadura fue la utilización de la jurisdicción militar. Desde la sublevación de julio de 1936, la justicia militar ocupó toda la esfera pública hasta clausurarla por el estado de guerra. Una operación de maquillaje legal, a la que, desde un principio, fueron sumándose importantes órganos civiles con funciones penales: las denominadas jurisdicciones especiales. A pesar de que la guerra civil se alejara en el tiempo, la justicia militar, se mantuvo, de manera inalterable, como órgano de resolución de los conflictos.
Pasados los apuros internacionales tras el fin de la II Guerra Mundial, la jurisdicción militar siguió teniendo atribuciones no solo de seguridad, sino sobre cualquier acto "contra la armonía social”. Aunque fueran consideradas medidas circunstanciales y al tiempo se restableciera la legislación ordinaria, su aplicación constante a lo largo de más de tres décadas hacía inviable cualquier medida liberalizadora o de apertura real. La jurisdicción militar, mucho más que el estado de excepción, constituyó la espina dorsal de una dictadura cuyos principios fundamentales nacían y se consagraban al militarismo. El Fuero de los Españoles, aprobado en 1945, el mismo año que el nuevo Código de Justicia Militar, era su declaración programática más clara. El artículo 35, utilizado en numerosas ocasiones desde finales de los años 60, mostraba el procedimiento a seguir: por un Decreto Ley se permitía al Gobierno modificar las garantías básicas, entre ellas la que fijaba el tiempo de detención máxima en 72 horas. El Decreto de agosto de 1975, por su parte, permitía la entrada en un domicilio sin necesidad de mandamiento judicial. Fueron sólo algunas de las principales medidas destinadas a erradicar los nuevos grupos de oposición, para los que se siguió utilizando la jurisdicción militar, en combinación, sobre todo, con los "procedimientos especiales" de la Dirección General de Seguridad, dependiente del Ministerio de Gobernación o Ministerio del Interior, pero siempre bajo mando militar.
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La violencia y el terrorismo, que se adentraron en la transición, exacerbaron el militarismo amenazando con bloquear el proceso de cambio democrático en distintos episodios mejor o peor conocidos. La utilización política actual que se hace del militarismo, entendido como su proyección política, olvida deliberadamente estos aspectos que hemos tratado de sintetizar, así como la existencia de otra tradición diferente: desde los militares que se mantuvieron leales a la II República, a aquellos que desde el final de la dictadura desafiaron una estructura dominante, y, sobre todo, a la inmensa mayoría que a lo largo de estas décadas han demostrado formar parte de una nueva realidad social, haciendo visible su capacidad y función civil, en la misma línea con los países vecinos.
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Gutmaro Gómez Bravo es profesor titular de Historia Moderna y Contemporánea en la Universidad Complutense de Madrid y director del Grupo de Investigación Complutense de la Guerra Civil y del Franquismo.