Entre el olvido y la memoria: 40 años del 'caso Almería'

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Ya sé que en este país no somos muy aficionados a la memoria. Al revés: creo que nos va más el olvido. Cuando la dictadura franquista, estaba prohibido hablar del pasado republicano. Llegó la Transición y no era conveniente hablar de ese pasado. Gobernó el PSOE de 1982 a 1996 y hablar de ese pedazo grande de nuestra historia seguía siendo una inconveniencia. Pura arqueología, dijo Alfonso Guerra que era ese pasado. Como las momias de Egipto o las profundidades luminosamente oscuras de Atapuerca. La Segunda República, el golpe de Estado contra esa República, la guerra y la dictadura que siguió a la victoria del fascismo y duró casi cuarenta años: todo enterrado en los eriales de la desmemoria para quien fue tantos años vicepresidente del Gobierno y ahora va de aquí para allá como un patético personaje de Walking dead. También Felipe González, en el año 2001, dijo sin que le temblara la voz. “Nosotros decidimos no hablar del pasado”. Chapeau, pues, señor presidente. Somos el país de Nunca Recordar, como si viviésemos en un cuento habitado por el miedo a convertirnos en memoria. Lo decía Jean Cassou, intelectual de origen vasco, luchador contra los nazis en Francia: estamos hechos de memoria. Pero aquí, como si oyéramos llover. Sordos como la tapia centenaria del cementerio de mi pueblo. ¿Hacer memoria?: para qué. Para reabrir heridas, dijeron siempre las derechas. Luego llegó Vox y se puso a canturrear los viejos, anacrónicos, himnos de su patria. Claro, los de Vox y el PP no reabren esas heridas cuando hablan a todas horas de Franco y sus gobiernos ejemplares llenos de muertos durante cuarenta años. Aquellos sí que fueron gobiernos honorables, no como el de ahora en España: ilegítimo, etarra, bolivariano, comunista. Digan lo que digan las derechas, no podemos reabrir heridas, sencillamente porque nunca se cerraron. ¡Ay, la Transición! Tan modélica, tan ejemplar, tan exportable como las naranjas de mi tierra. ¡Ay, la Transición!

No sé si se acuerdan de esta historia. Mes de mayo de 1981. El mes de las comuniones entonces. También ahora. Hay cosas que no cambian. En Cantabria, tres jóvenes emprenden viaje en coche hacia Almería. Se llaman Luis Cobo, Luis Montero y Juan Mañas. Son amigos y viajan a Pechina, un pequeño pueblo de Almería. Allí va a tomar su primera comunión el niño Francisco, hermano de Juan Mañas. Ellos van a la fiesta de celebración. Después de muchas vicisitudes provocadas por el viejo auto en el que viajan, llegan al pueblo. Dejan los trastos en la casa de Juan. Se van a Roquetas de Mar, un pueblo próximo. Allí los detiene la Guardia Civil. Unos días antes, ETA ha atentado contra un coche donde viajaban tres militares. Mueren dos. Otro queda malherido. Los tres jóvenes son sospechosos de haber cometido el atentado. Se los llevan a un viejo cuartel abandonado. Al día siguiente, 10 de mayo de 1981, aparecen sus cuerpos torturados, asesinados y calcinados en un barranco. Las declaraciones de la Guardia Civil: los llevaban en su coche (en el de los jóvenes: qué raro, ¿no?) y en un momento del trayecto quisieron escapar. Los guardias saltaron, el coche fue culebreando hasta el barranco y allí se incendió. Todos los cuerpos quedaron calcinados. Ésa es la versión oficial del llamado desde entonces caso Almería. ¿Se acuerdan?

Esas declaraciones no se sostenían. Fueron una manera de demostrar la eficacia de la Guardia Civil contra ETA. En el cuartel abandonado habían torturado a los tres jóvenes hasta la muerte. Los metieron en el coche. Al llegar a un punto de la carretera, ametrallaron el coche y a los cuerpos que yacían en el interior. Lo rociaron todo con gasolina y le pegaron fuego. En el juicio sólo fueron condenados tres guardias, de los once que componían el grupo. Condenas livianas —en comparación con la monstruosidad del crimen— de las que cumplieron menos de la mitad. El Estado pagó sus quebrantos con fondos reservados. Entonces, cuando tuvo lugar ese pago, ya gobernaba el PSOE y dijeron que ese detalle benevolente obedecía al argumentario de una Ley aprobada en tiempos de la UCD. Sea como sea, tengo la ligera sospecha de que siempre ganan los mismos. Y que siempre pierden también los mismos. Antes. Ahora. Siempre. ¡Vaya gracia, ¿no?!

Hace tres años supe de un colectivo de Santander que se llama Desmemoriados. Curiosa paradoja ese nombre: no han parado de hacer memoria de aquel acontecimiento deleznable. Y de otros muchos. Los conocí y estuve con ellos y con mucha otra gente en la librería La Vorágine, hablando de libros, haciendo memoria, echando pestes del olvido. Allí conocí a Javier, sobrino de Luis Montero, y a Lola, sobrina igualmente de Luis Cobo. Poco tiempo después también tuve la enorme satisfacción de conocer en Valencia al niño que tomó aquellos días, en Pechina, su primera comunión. Me contaba Francisco que vivió muchos años pensando que Juan y sus amigos habían muerto por su culpa. Y que el cura le preguntó que qué quería que hiciera Dios por él y que él le dijo que lo que quería era que volviera su hermano. No sé si Dios puede conseguir algo, pero desde luego Juan Mañas no pudo estar en la primera comunión del pequeño Francisco. ¡Ay, eso tan raro de los milagros, ¿no?! ¡Ay, los milagros!

En 1983 Pedro Costa hizo una película sobre aquellos hechos. Su título: El caso Almería. Salían Antonio Banderas, Iñaki Miramón y Juan Echanove interpretando a los jóvenes asesinados. Un cine de Granada donde se estrenó la película sufrió un incendio (¡qué coincidencia, ¿no?!) y las familias de los jóvenes y sus abogados recibieron amenazas de muerte. Las cartas y las balas amenazadoras de ahora tienen sus antecedentes. Unos meses antes del crimen tuvimos el 23-F. Un golpe de Estado que no salió triunfante (nos salvó el rey, no sé si lo sabían), pero que tampoco fracasó. Mucho de lo que venía del franquismo se quedó a vivir en la nueva democracia. Los más crueles torturadores, por ejemplo. Y ahí siguen esos restos, cada vez con más protagonismo. Una democracia plena, dicen sus aduladores. Igual me he perdido algo y no me he dado cuenta de que vivimos en una democracia tan fuerte, tan entera, tan a salvo de esos energúmenos que cada vez dan muestras más contundentes de su ideario fascista. O neofascista. O como se llame eso que ahora representan Vox y Díaz-Ayuso con sus desplantes a la democracia y sus violentas verborreas. Y ahí Pablo Casado, incapaz de condenar sin añadidos esa violencia escrita con balas. No puede condenar esa violencia. Viene de ahí, de los suyos de antes, de esa historia violenta que nunca explícitamente ha condenado. Del cultivo y la prédica de esa violencia antigua vino, ya en democracia, el terrible crimen del caso Almería.

Hace unos años, los tres jóvenes recibieron el reconocimiento del Ayuntamiento de Santander y del Parlamento cántabro. En el barranco de Gérgal, donde fueron encontrados los cuerpos calcinados, hay un monolito recordando los asesinatos. Hasta hoy no les ha sido reconocido por el Estado su condición evidente de víctimas del terrorismo. Aquí parece que las únicas víctimas con solvencia para recibir honores institucionales son las de ETA. A las demás, ni agua para hacer justicia y refrescar nuestra memoria.

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Han pasado cuarenta años desde aquellos días de mayo de 1981. El crimen conocido como caso Almería casi ha desaparecido de nuestra memoria. O sin el casi. Hay más crímenes que ustedes pueden añadir al que acabó con las vidas de Luis Montero, Juan Mañas y Luis Cobo aquel día fatídico de primavera en un sórdido cuartel abandonado. Los guardias civiles que los detuvieron sabían que no pertenecían a ETA. Lo sabían desde el primer momento. Pero les importó un pito la verdad. Lo importante era llenar una buena hoja de servicios en la lucha antiterrorista. Cuando hablaban de lucha antiterrorista se referían sólo a ETA, no a los asesinos de tantos hombres y tantas mujeres que cayeron impunemente bajo las balas de la policía y de la extrema derecha en los años setenta y ochenta del pasado siglo. Si quieren, vayan escribiendo aquí los nombres de esos hombres y esas mujeres. Igual no hay bastante espacio en infoLibre para una lista tan larga. Ojalá que todos esos nombres, y los de Luis Montero, Luis Cobo y Juan Mañas no se vayan nunca de nuestra memoria. Ojalá que no. Ojalá.

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Alfons Cervera es escritor. Su último libro es Algo personal (Piel de Zapa, 2021)

Ya sé que en este país no somos muy aficionados a la memoria. Al revés: creo que nos va más el olvido. Cuando la dictadura franquista, estaba prohibido hablar del pasado republicano. Llegó la Transición y no era conveniente hablar de ese pasado. Gobernó el PSOE de 1982 a 1996 y hablar de ese pedazo grande de nuestra historia seguía siendo una inconveniencia. Pura arqueología, dijo Alfonso Guerra que era ese pasado. Como las momias de Egipto o las profundidades luminosamente oscuras de Atapuerca. La Segunda República, el golpe de Estado contra esa República, la guerra y la dictadura que siguió a la victoria del fascismo y duró casi cuarenta años: todo enterrado en los eriales de la desmemoria para quien fue tantos años vicepresidente del Gobierno y ahora va de aquí para allá como un patético personaje de Walking dead. También Felipe González, en el año 2001, dijo sin que le temblara la voz. “Nosotros decidimos no hablar del pasado”. Chapeau, pues, señor presidente. Somos el país de Nunca Recordar, como si viviésemos en un cuento habitado por el miedo a convertirnos en memoria. Lo decía Jean Cassou, intelectual de origen vasco, luchador contra los nazis en Francia: estamos hechos de memoria. Pero aquí, como si oyéramos llover. Sordos como la tapia centenaria del cementerio de mi pueblo. ¿Hacer memoria?: para qué. Para reabrir heridas, dijeron siempre las derechas. Luego llegó Vox y se puso a canturrear los viejos, anacrónicos, himnos de su patria. Claro, los de Vox y el PP no reabren esas heridas cuando hablan a todas horas de Franco y sus gobiernos ejemplares llenos de muertos durante cuarenta años. Aquellos sí que fueron gobiernos honorables, no como el de ahora en España: ilegítimo, etarra, bolivariano, comunista. Digan lo que digan las derechas, no podemos reabrir heridas, sencillamente porque nunca se cerraron. ¡Ay, la Transición! Tan modélica, tan ejemplar, tan exportable como las naranjas de mi tierra. ¡Ay, la Transición!

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