Ese pasado que nos extraña

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Jesús Izquierdo Martín

Si hoy en día el pasado cobra tantos sentidos entre los ciudadanos es porque el tiempo histórico –frente al tiempo sagrado– se ha colado de forma rotunda en nuestras vidas. Cierto es: hace algunos siglos que el cambio histórico es concebido como un artificio humano en el que Dios resulta prescindible. Pero ahora la pandemia incide con rotundidad en nuestro discurrir en el tiempo, no solo desde nuestra finitud, enfermedad, sufrimiento y muerte, sino también como detonante de la infinita producción de lecturas extrañas o familiares de lo sucedido. Leer el pasado como lugar extraño fue una de las más incisivas aportaciones del geógrafo e historiador –mucho más que un disciplinado profesional– David Lowenthal (1923-2018). En su libro de 1985, el estadounidense reflexionaba sobre las interpretaciones familiares o extrañas que hacemos sobre el pretérito, poniendo como ejemplo aquellas sociedades como la británica, más centrada en la tradición, o la norteamericana, más volcada en la novedad. O lo que es lo mismo, Lowenthal diferenciaba entre culturas del tiempo para las que el pasado era un lugar familiar que se incrustaba en el presente a través de la costumbre –por ejemplo, el Renacimiento–, y otra para la cual el pretérito era esencialmente un lugar extraño que había que eludir. Lo hizo la Ilustración en relación con las culturas anteriores a las que tildaba peyorativamente de oscuras o populares.

Nuestra confrontación con el pasado siempre tiene ese doble filo: lo conocemos no solo para saber de dónde venimos, sino también para reconocer lo que ya no somos. Y nuestra experiencia en torno al covid-19 no ha dejado de estar caracterizada por esa duplicidad. Lo que ocurre es que el lado extraño parece haber cobrado más peso en estos días de segunda oleada, como si el pasado se hubiera erigido en un reflejo en el que ya es difícil reconocernos. Cierto es: hay una pasta vieja –neoliberal, consumista, individualista– que nos sigue dando forma, que nos vincula a un pretérito reciente. De ahí procede esta ausencia de responsabilidad con lo colectivo de la que ya hemos hablado en alguna ocasión. Nuestro ombligo antes que el de ellos. Su mirada después de la nuestra.

Pero también hay una serie de experiencias nuevas que han quebrado viejas expectativas y nos han revelado lo extraño. Para empezar, la experiencia ante el virus, una vez marchitada la ilusión de su pronta desaparición tras el optimismo del momento estival y vacacional, nos reclama que este ser ni-vivo-ni-muerto ha venido para quedarse entre nosotros y que su “propósito” es permanecer aquí sine die. La nueva oleada marca el rastro de la persistencia del covid-19 y nos ha abofeteado con la imagen de que, pese al lenguaje belicista y victorioso de nuestras autoridades –contenido de nuevo en el discurso presidencial del recién inaugurado estado de alarma–, somos humanos, demasiado humanos. Y, para terminar, se ha desparramado entre los españoles una gran cantidad de prácticas novedosas que nos hacen dudar incluso de si hubo un pretérito antes de que aquellas explosionaran y se convirtieran en hábitos. Por ejemplo, si existió un antes y un después en la aparición de la sospecha cotidiana hacia el vecino o hacia la compañera de trabajo o hacia el joven de turno, potenciales amenazas contra nuestras aturdidas vidas.

El pasado torna extraño. Y lo actual trueca familiar. No es lugar para desplegar ejemplos. Ahora bien, sin ir más lejos, el otro día asistí a una de esas nuevas experiencias que paradójicamente hacen del pretérito algo ajeno porque nos van familiarizando con un presente que cada vez incordia menos. Un supermercado, una hora punta para no hacer la compra semanal, un joven con ganas de estornudar y mascarilla rigurosamente colocada y, finalmente, un estornudo sobre uno de los estantes de congelados. La reacción ante el estornudo de dos señoras ya entradas en años fue vigorosa: vocearon e insultaron al productor del aerosol sin saber si había exhalado sus emanaciones porque no le cabía otra o porque estaba enfadado con el mundo. El caso es que finalmente llamaron al guardia de seguridad y este expulsó al emisor de gases con una violencia que nadie contestó, como si aquel individuo fuera culpable de algún pecado original. No es, desde luego, la única experiencia de esa cada vez más presente sensación de amenaza y de sospecha que esta segunda oleada incrementa. Lo relevante es que cada día crece la percepción de que es una actitud convencional.

Esta sensación, sentida, de que las cosas no son como antes o de que algo ha cambiado en nuestras vidas puede inclinarnos a pensar históricamente, esto es, a explicar retroactivamente lo sucedido, lo que ya no logramos dar por descontado. Es lo que produce una experiencia que, asumida como nueva, genera extrañamiento, distanciamiento hacia el pasado. En el momento de las vanguardias artísticas, el extrañamiento se entendió como pretensión estrictamente estética. El formalismo ruso, con Víktor Shlovski a la cabeza, figuró el extrañamiento como una interpretación de lo real que desestabilizaba los contextos habituales.

Ahora bien, la particularidad del extrañamiento es que también nos obliga a sacar los pies de nuestros tiestos, a pensar que si algo cambia es porque todo muda, incluidas nuestras más arraigadas convicciones… o, si se mira desde otro ángulo, que no hay esencias en nuestras conductas. Abrirse a la infinitud, vivir la vida como imperfección, reivindicar la historicidad del conocimiento. Todos estos efectos son los que provoca el extrañamiento: el pasado se vuelve extraño y, por consiguiente, el presente y el futuro pueden no ser ya predecibles. Humanos, demasiado humanos: imperfectos que nunca se completan. Genera vértigo, pero si no somos la conclusión de nada –del progreso, de la civilización, del dominio de la Naturaleza, de una tradición de continuo mejoramiento–, entonces cabrá la posibilidad de que podamos pensar el futuro de otra forma; quizá de recuperar el pensamiento y el activismo utópico, tan denostado en nuestros días de zozobra. Soñar, como decía aquel, no cuesta nada.

Pero el extrañamiento puede tener una faz terrible. Y es que puede conducirnos a sacar los pies del tiesto, pero para sembrarlos en otro mayor, con la profundidad requerida para enraizar el pensamiento más esencialista. En cierto sentido es lo que nos está sucediendo, porque en nuestras conciencias estamos anclando la novedad como si ya fuera algo cotidiano: la sospecha de ver constantemente forasteros en nuestra propia calle, el desprecio al ajeno por su mirada y piel, la vanagloria de quien desea salvarse a costa del prójimo,... todas estas conductas que entierran su novedad bajo toneladas de desmemoria y desconocimiento. Es como si aquellas personas mayores del supermercado que mencionamos o los convecinos desconfiados o los compañeros recelosos se hubieran conjurado para señalar que lo extraño es familiar, que la mascarilla sanitaria se ha incrustado en nuestros rostros hasta hacerse cotidiana y que nuestra mala cara es expresión de lo habitual. Normalidad sobre normalidad.

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Cualquier día de estos caminaremos por la calle sin saludar, mirando hacia el suelo y nos descubriremos cargados de odio hacia la/el paseante que viene de frente, tras considerar que hay en sus maneras algo que queda fuera de la normalidad. Ellos serán ahora los extraños. Nosotros seremos portadores de tradición en vena, como si siempre hubiéramos caminado en el mismo sentido y en la misma dirección, sin recordar o sin saber que este presente nuestro está vomitando nuestra actual monstruosidad: nos está arrinconando en una mezquina ética de la sospecha, hacia el vecino, hacia el amigo, hacia el familiar, en suma, hacia el otro. El pasado puede ser aquel lugar extraño que desamarra nuestros vínculos con el siempre-fuimos, pero, hoy en día, más parece el espejo en el que reflejar lo que, al parecer, siempre-seremos. Nos hemos familiarizado tanto con esta manera diaria de funcionar que estamos creando costumbre, como si lo que nos ocurre no tuviera principio, como si aquel marzo de 2020 no hubiera existido.

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Jesús Izquierdo Martín es profesor del Departamento de Historia Contemporánea de la Universidad Autónoma de Madrid y codirector del programa de radio Contratiempo. Historia y Memoria (Círculo de Bellas Artes).

Si hoy en día el pasado cobra tantos sentidos entre los ciudadanos es porque el tiempo histórico –frente al tiempo sagrado– se ha colado de forma rotunda en nuestras vidas. Cierto es: hace algunos siglos que el cambio histórico es concebido como un artificio humano en el que Dios resulta prescindible. Pero ahora la pandemia incide con rotundidad en nuestro discurrir en el tiempo, no solo desde nuestra finitud, enfermedad, sufrimiento y muerte, sino también como detonante de la infinita producción de lecturas extrañas o familiares de lo sucedido. Leer el pasado como lugar extraño fue una de las más incisivas aportaciones del geógrafo e historiador –mucho más que un disciplinado profesional– David Lowenthal (1923-2018). En su libro de 1985, el estadounidense reflexionaba sobre las interpretaciones familiares o extrañas que hacemos sobre el pretérito, poniendo como ejemplo aquellas sociedades como la británica, más centrada en la tradición, o la norteamericana, más volcada en la novedad. O lo que es lo mismo, Lowenthal diferenciaba entre culturas del tiempo para las que el pasado era un lugar familiar que se incrustaba en el presente a través de la costumbre –por ejemplo, el Renacimiento–, y otra para la cual el pretérito era esencialmente un lugar extraño que había que eludir. Lo hizo la Ilustración en relación con las culturas anteriores a las que tildaba peyorativamente de oscuras o populares.

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