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Pasajes excelsos: escenarios de hostilidad

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José Sanroma Aldea

El discurso de Quim Torra para su investidura fue "brillante, inmejorable, con pasajes excelsos que dan toda la dimensión que requiere el momento excepcional que vive Catalunya". Así lo calificó Carles Puigdemont.

Elogio comprensible. Ese discurso lo proclamaba como el president legítimo. A él, retenido en el país de los románticos alemanes que se movían entre el entusiasmo y la quietud, entre la exaltación y la depresión; tal cual como Puigdemont. Este, en la noche electoral catalana del 21 de diciembre, proclamó que había derrotado al Estado español (en realidad su triunfo fue solo adelantar a ERC). El mismo que, luego, tuiteó su hundimiento a su conseller Cominconseller ("Supongo que tienes claro que esto ha terminado. Los nuestros nos han sacrificado. Al menos a mí"). "Ecce homo", he aquí al hombre que, finalmente, ha logrado del Parlament la investidura como president de un ultracatalán tan racista como Marta Ferrusola, señora de Pujol.

Del sacrificio a la ascensión a los cielos de la ultralegitimidad, mediante el "inmejorable" discurso Torrademont. Pero como ya sabemos, en palabras recientes del president José Montilla: "A veces las declaraciones grandilocuentes con posado épico, lo que esconden es una comedia, una farsa, un esperpento". El heroico personaje impera, pero solo en el pabellón de las máscaras.

En la realidad los " pasajes excelsos" de ese discurso solo han conseguido reabrir caminos a escenarios de hostilidad. No son los bellos y románticos "Camins" de Sopa de Cabra, aunque Puigdemont se recuerde subido al escenario, acompañando al grupo y rasgueando la guitarra.

"No hay dos Cataluñas pero vamos en camino", añadió Montilla. ¿Por qué se ha avanzado en esa mala dirección? Sencillamente porque no se ha conseguido una tregua. La que se derivaba lógicamente de la celebración y resultados de las elecciones catalanas de diciembre de 2017. Las que pusieron punto y final al procès tal y como había sido diseñado en todos sus detalles. Las elecciones legítimas que dieron la victoria, no en votos, sí en escaños, a los partidos independentistas.

Ese resultado no marcaba el punto final de la guerra de leyes, instituciones y autoridades que declaró el Parlament en su resolución 1-XI de 9 de noviembre de 2015. Pero permitía, y en muchos sentidos forzaba, a una tregua. En la que ambas partes tenían algo que ganar. De entrada, frenar la escalada en la estrategia de la tensión cuyo estallido fue evitado por la convocatoria y la celebración de las elecciones en aplicación del 155 de la Constitución. Escalada perjudicial sobre todo para la entera ciudadanía catalana y para la imagen internacional de España. Grave deterioro en momentos en que una España renovada, integradora, podría tener un protagonismo muy positivo.

Los partidos independentistas podían aprovechar su triunfo en escaños para gobernar la legislatura, obligadamente dentro del marco estatutario y constitucional; hubieran podido ganar un tiempo precioso para replantearse la estrategia seguida, que, por su unilateralidad, estaba y sigue estando abocada a la derrota; y para redefinir una estrategia que ahora no tienen o, al menos, no comparten.

Los cuatro grandes partidos de ámbito nacional estatal y con representación en Cataluña podían ganar también margen para debatir las políticas de reforma institucional (incluida la reforma constitucional) y, en todo caso, evitar que la situación catalana se convierta en un agujero negro. Ese cuya fuerza gravitatoria hace difícil que cualquier otro asunto de gran importancia se abra paso en la agenda pública, y, sobre todo, que la agenda social gane la importancia que merece.

Frustrada la tregua, Puigdemont se pinta exultante. Su imposibilitada reelección la compensa con la investidura de Torra, su ungido. Tiene gratis total, a su favor, la aureola mártir de la prolongación, cuestionable y cuestionada, de encarcelamientos decididos por el poder judicial. Tiene el combustible que le da alguna victoria en sede judicial en procesos legales que serán complejos y muchos (no es sólo Rajoy quien tiene interés en judicializar la política) .

Pero con todo eso, y aún en la fase de entusiasmo, Puigdemont no tiene fuerza para hacer pasar al independentismo a la ofensiva por mucho que se lo pida la CUP. Sólo la tiene para afirmar su hegemonía en el independentismo echado al monte. En las ya no tan compactas filas independentistas, Puigdemont ha ganado la partida a ERC, con el apoyo de la CUP (esta más consecuente con sus análisis y con sus palabras que el histórico partido). Ahora, desde la comodidad de la huida, tiene a su alcance intentar manejar la convocatoria de nuevas elecciones, a la pura conveniencia de su proyectado Movimiento Nacional del 1-O con el que la derecha catalana puede seguir comiéndole terreno a la izquierda. ERC paga su culpa, pues no parece que haya hecho nada para imponer a Puigdemont la aceptación de la tregua y el "gobierno efectivo" por el que tantas veces, desde las elecciones, había abogado de palabra. Finalmente se ha tragado el sapo, embellecido con frases excelsas, del gobierno de "restitución" que invocó Torra en su investidura.

Ahora bien, el fracaso que supone, para Cataluña y para España, no haber conseguido llegar a una tregua, no es atribuible solo al independentismo, al activismo de Puigdemont y a la pasividad de ERC. También es atribuible al gobierno de Rajoy. ¿Ha hecho algo para facilitar que se abriera paso una tregua efectiva?

Puede suponerse que poco, por varios factores. Por haber fiado su suerte, sobre todo, a la judicialización de la política; y ya estamos viendo los traspiés y los límites que esa procelosa vía tiene. Porque su atonía política es la otra cara de una política antigua en el PP que instrumentaliza la cuestión catalana para sus rentas electorales fuera de Cataluña. Por su encono (en defensa propia) frente a cualquier propuesta de relegitimación de la devaluada democracia española. Pero esta vez le han venido juntos crimen y castigo: en la carrera del nacional-derechismo, Ciudadanos le está ganando la carrera electoral. Lo que más les duele.

¿Qué va a pasar? ¿Qué hacer ahora? El talento político tiene tarea por delante ante la reanudación de la guerra de leyes, de instituciones, de autoridades. Esperemos que haya más despliegue de talento y afán de diálogo que de banderas, trampas y lazos. Pero en la espera, hay una actitud cuya firmeza resulta imprescindible ante los reabiertos escenarios de hostilidad: oponerse a que la ciudadanía catalana (partida políticamente, amenazada de fractura social) sea convertida en dos ejércitos en lucha. Lo contrario conlleva el riesgo de exportar el enfrentamiento también para la reaparición de las dos Españas.

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Desde este lado a favor de la unidad de España, a favor de la unidad de Cataluña, evoco a Philip Roth, que falleció hace unos días. Mi memoria le asocia como autor a esta sentenciosa frase: "Hay una forma de ganar la guerra de Vietnam, bombardear no con napalm sino con alimentos".

Decir que Cataluña no es Vietnam es una evidencia simple. Aunque no son pocos, en las filas independentistas, los que afirman que está ocupada militarmente por el imperialismo borbónico español desde 1714. Exceso parejo a propalar la "crisis humanitaria" que vive Cataluña. Una muestra de que las razones torrademontistas solo pueden ganar fuerza si, desde enfrente, se vuelve a la fatal idea de "escarmentar a los catalanes" y "bombardear Barcelona".

En fin: España y Cataluña necesitan ser bombardeadas con iniciativas políticas democráticas. La bomba de la moción de censura frente a Rajoy y su gobierno ha sido lanzada. Nos ha sacado del agujero negro. El debate global se ha abierto. Está por conseguir, invoco a Antonio Machado, que la fuerza del retroceso no sea mayor que la del disparo democrático.

El discurso de Quim Torra para su investidura fue "brillante, inmejorable, con pasajes excelsos que dan toda la dimensión que requiere el momento excepcional que vive Catalunya". Así lo calificó Carles Puigdemont.

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