Hay políticos a los que el traje que mejor les sienta es el de presidente del Gobierno y otros a los que el que más les favorece es el de líder de la oposición. Los primeros son aquellos que resultan creíbles cuando apelan al lenguaje institucional, cuando tienden manos, ofrecen pactos o declaran con énfasis su empeño en defender a la nación en su conjunto o a la totalidad de los ciudadanos sin excepción, les hayan votado o no. Dicho con otras palabras, aquellos que cumplen con el requisito de presentar pocas aristas, de generar un mínimo de rechazo, y, en esa misma medida, resultan capaces de atraer hacia su causa a votantes inicialmente distantes de su opción política, pero sensibles a las apelaciones al interés general por encima de banderías de partido.
Los segundos, en cambio, se caracterizan precisamente por sus aristas, por su contrastado perfil frente a otras opciones, así como por su actitud de una firmeza a menudo fronteriza con la intransigencia a la hora de defender las propias posiciones o a la de denunciar los errores de los adversarios. No aspiran tanto a sumar a otros como a que otros no les resten, esto es, a mantener cohesionados y a ser posible movilizados a los suyos frente a cualesquiera tentaciones exteriores. Se trata, por tanto, de dos perfiles nítidamente diferenciados, que corresponden a dos funciones a su vez muy diferentes.
Aunque diferencia en este caso no tiene porqué equivaler a contradicción. En ocasiones, las circunstancias electorales obligan a que en los bancos de la oposición convivan ambos perfiles, compitiendo por el favor futuro del electorado. Como también puede darse el caso de que, en un momento dado, compartan banco azul en el Congreso formando parte de un mismo gobierno. Alguien podría pensar que eso era lo que ocurría en los primeros gobiernos de Felipe González, cuando Alfonso Guerra era vicepresidente. Más allá de las tareas orgánicas a las que este se dedicara dentro del partido, su perfil, lleno de afiladas aristas, le permitía ejercer de eficacísima oposición de la oposición, liberando al presidente de enojosas, innecesarias y desgastantes confrontaciones menores. Probablemente porque era consciente tanto de su función como de las limitaciones que le imponían sus características personales acuñó la frase, que daba la medida de su perspicacia política, de que estaba en el Gobierno “como oyente”.
Eso no le evitó, como sabemos, un severo desgaste. Probablemente fuera su destino desde el momento en que decidió llevar a cabo el doble trabajo de ser, al mismo tiempo y sin ambigüedad, azote de la oposición y pararrayos del Gobierno. Como en su momento señaló Miquel Roca desde la tribuna del Congreso, a Alfonso Guerra mucha gente le tenía ganas. Muy probablemente también él lo sabía y se lo veía venir, como lo demuestra el hecho de que nunca intentó aparecer como otro distinto al que realmente era. En ese sentido, hay que decir en su descargo que murió con las botas políticas puestas. No necesitó fingir humildades frailunas para hacerse perdonar sus vitriólicos comentarios anteriores, ni hacer grandilocuentes declaraciones de lealtad al presidente para evitar que alguien pudiera recelar de que maquinaba conspiraciones, ni ninguna otra gestualidad impostada de parecido tenor.
Pero no nos distraigamos con este caso particular. Quizá el destino de Guerra no podía ser otro, por la lógica misma por la que se rige la política, que el de ser el fusible destinado a saltar en el momento en el que se produce una sobrecarga de tensión. “Destino” y “lógica” son aquí las palabras clave. Se equivoca gravemente el que las olvida y entiende su vida como un pulso contra el mundo, sin más límites que la propia voluntad. Aquel que se empeña en ignorar sus defectos, así como las determinaciones objetivas en las que se desenvuelve, está condenado a perecer por su causa. No se puede soplar y sorber al mismo tiempo, al igual que no se puede pretender vestir a la vez los ropajes de estadista y de agitador sin provocar la sensación de que se va disfrazado de alguna de las dos cosas (cuando no de las dos).
No acierta más el que lo quiere todo sino el que atina con lo que quiere. Al respecto, aquel viejo zorro de la política que fue Giulio Andreotti (siete veces primer ministro italiano: ahí queda eso) acuñó la citadísima frase: “Lo que de verdad desgasta es la oposición”. No le faltaba razón, aunque podría haber añadido que también desgasta, y de qué manera, ser solo oposición de la oposición. Y ya no digamos ser oposición al Gobierno desde el propio Gobierno.
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Manuel Cruz es catedrático de Filosofía en la Universidad de Barcelona y senador por el PSC-PSOE en las Cortes Generales
Hay políticos a los que el traje que mejor les sienta es el de presidente del Gobierno y otros a los que el que más les favorece es el de líder de la oposición. Los primeros son aquellos que resultan creíbles cuando apelan al lenguaje institucional, cuando tienden manos, ofrecen pactos o declaran con énfasis su empeño en defender a la nación en su conjunto o a la totalidad de los ciudadanos sin excepción, les hayan votado o no. Dicho con otras palabras, aquellos que cumplen con el requisito de presentar pocas aristas, de generar un mínimo de rechazo, y, en esa misma medida, resultan capaces de atraer hacia su causa a votantes inicialmente distantes de su opción política, pero sensibles a las apelaciones al interés general por encima de banderías de partido.