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Perdónalos, porque… ¿no saben lo que hacen?

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Gonzalo Velasco Arias

La pregunta resuena como un eco en tertulias y tribunas de análisis político. Seguramente la haya oído, leído, o se la habrán planteado ustedes mismos: “¿De verdad son fascistas los 400.000 votantes de Vox en Andalucía?”. El propio planteamiento tiene algo de retórico en el tono desiderativo y esperanzado. O más bien desesperado, como si comprobar lo inverosímil que suena al decirlo fuera la prueba de que no puede ser verdad. Si damos por seguro que la sorpresa andaluza tendrá un reflejo aumentado en otras concurrencias electorales, como empiezan a vaticinar ya las encuestas, la incredulidad cobra el valor de un estado negacional, un desfase entre la evidencia empírica y la creencia subjetiva. No puede ser verdad, no quiero que sea verdad, haré como si no lo viera y quizás así no pase lo que mis sentidos y mi entendimiento me dicen que está pasando.

Banalizo, lo reconozco, porque la pregunta tiene una justificación teórica y práctica. En primer lugar, no está nada claro cuál pueda ser la ventaja de solidificar la identidad de un voto que podría ser volátil, por mucho que la épica antifascista sea un recurso cómodo ante el desconcierto. Toda la izquierda andaluza está siendo muestra de ello, sobre todo una Susana Díaz que ya no tiene más razón de ser que su propia voluntad de resistir. Además, desde un punto de vista analítico, atribuir el voto a etiquetas políticas cerradas es un error metodológico injustificable: si nos costaría afirmar que los más de 1,3 millones de andaluces que votaron al PSOE en las últimas elecciones generales son “socialistas”, tampoco deberíamos permitirnos aceptar que los de Vox sean automáticamente “fascistas”.

Puede que, en efecto, tachar de fascistas a tantos miles de ciudadanos no arroje ninguna explicación sobre los motivos del voto. Pero eso no hace sino incrementar el desconcierto: ¿por qué votan entonces a un partido que recupera los valores y actitudes premodernos del nacionalcatolicismo español más rancio? Lo más razonable para intentar ofrecer una respuesta es pasar del marco de la identidad al de la responsabilidad, como argumentó en un artículo reciente el periodista Antonio Maestre. Si no son fascistas, al menos sí debemos imputarles la responsabilidad de haber apoyado a una formación que lo es, y de haber emponzoñado la agenda política española con tesis reaccionarias, precisamente en un periodo histórico en el que las grietas del bipartidismo habían dejado pasar atisbos de progreso y transformación.

Y, sin embargo, tampoco la atribución de responsabilidades está libre de equívocos. Para empezar, es inexacto aplicar el esquema de la responsabilidad sobre las propias acciones al voto, porque si bien cada individuo puede hipotéticamente rendir cuentas de sus actos libres, un votante no puede ser el sujeto de imputación de las decisiones del partido al que eligió votar. No estaría justificado, por ejemplo, exigir cuentas a los votantes del PSOE por la reforma del artículo 135 de la Constitución o por el contraterrorismo del GAL, ni a los del PP por el apoyo español a la invasión ilegal de Iraq. Pero además, para que hubiera responsabilidad tendría que haber un conocimiento del programa de Vox y una conciencia plena de sus posibles consecuencias cuando, según muchos análisis, el voto al partido de Abascal habría estado motivado por razones ajenas a su ideario.

El resentimiento por las consecuencias estructurales de la crisis, el rencor por una promesa de equidad territorial incumplida, el anticatalanismo, el hastío por la corrupción y por el inmovilismo institucional del PSOE en la Junta son algunas de las causas más esgrimidas. No serían responsables quienes votan por impugnación de un orden que, por un motivo o por otro, tienen buenas razones para rechazar. En las páginas de El País, el filósofo Daniel Innerarity daba muestra de esta tendencia interpretativa pues, según su tesis, existe un nicho de votantes caracterizados por la irritación, que votan al partido que creen que “representa mejor su hartazgo, aunque no ofrezca ninguna solución a los problemas que pueden estar en el origen de esa ira”. Con algunos matices, esta actitud es también la de ciertos sectores de la izquierda afín a Podemos que, en su esfuerzo por devolver la dignidad política a los afectos, cree poder encontrar motivos legítimos detrás de toda reacción afectiva.

Concuerdo con que no se puede responsabilizar al votante sobre todas las acciones del partido al que brinde su apoyo. No obstante, esta última forma de exoneración esconde una variante de lo que la politología ha denominado “epistocracia”. En su versión fuerte, popularizada por el profesor Jason Brennan en su libro Contra la democracia, los epistócratas defienden que no debería valer igual el voto de los ciudadanos capacitados para ponderar sin sesgos propuestas programáticas que el de aquellos que no tienen rudimentos cognitivos suficientes para deliberar sobre las opciones que se le ofrecen. En lo que respecta a los votantes de Vox, la remisión a la ira y el hartazgo entrañaría una actitud epistocrática débil, según la cual los votantes de Vox tendrían motivos de queja razonables que, sin embargo, no saben interpretar, motivo por el que estarían vehiculando sus pasiones negativas en un voto que debería haberse dirigido a otras fuerzas políticas más capaces de representar sus auténticos intereses. Esta lectura sitúa al analista o al político del partido agraviado en una paternalista posición de vanguardia cuyo papel sería hacer comprender a esos miles de conciudadanos la verdad sobre lo que sienten, para que puedan elegir lo que realmente les representa.

A mi juicio, estas aproximaciones siguen eludiendo el problema fundamental. El desafío estriba en pensar esos votos no como el fruto de la incapacidad deliberativa ni del imperio de las pasiones ciegas, sino como la cristalización de convicciones arraigadas en gestos y actitudes vitales que, con la irrupción de este partido, han encontrado representación, en el sentido teatral del término. Como individuos y ciudadanos, tenemos preferencias conscientes, pero también inclinaciones inconscientes e intuiciones que no hacemos explícitas, porque nos generan dudas, porque no estamos convencidos. El espectáculo de la política, en el mejor de los sentidos, sirve para que, al representar en el escenario mediático esas ideas, podamos identificarnos con ellas y darnos cuenta de que las compartimos con muchos de nuestros semejantes. Es verdad que, un plano heurístico, la deliberación es el método ideal para la toma de decisiones porque, entre otros motivos, tiene la ventaja de generar aprendizajes y lazos sociales a través de la propia experiencia deliberativa.

Sin embargo, la práctica histórica de la democracia de masas evidencia que las decisiones electorales no suelen depender de procesos de deliberación colectiva, sino más bien de una más automática confianza en las propuestas que mejor parecen representar nuestras convicciones previas. Por eso, en la reciente negociación con el PP y Ciudadanos para la conformación del Ejecutivo andaluz, a Vox le importaba poco quién gobernara y cómo se fuera a legislar en Andalucía. Lo que pretendían con sus atrabiliarios diecinueve puntos era subir al estrado, representar su función, poner en circulación sus conceptos y someter a duda las conquistas alcanzadas en aras de una sociedad más igualitaria y justa. Porque al hacerlo, estaban legitimando el machismo cotidiano, el imaginario franquista de la nación o el racismo intuitivo que todavía arraigan en la conciencia de muchos de nuestros conciudadanos.

En consecuencia, una buena parte de la responsabilidad del auge de Vox la tienen los otros dos partidos de la derecha, que en lugar de bloquear el discurso de los de Abascal lo han pregonado (en el caso de Casado) o, al menos, han servido de sigilosos teloneros (en el de Rivera y Arrimadas). Dicho esto, y aunque en ninguna acción compleja coincidan plenamente las intenciones con el resultado de la acción, debemos enfrentarnos a la constatación de que parte de los votantes actuales y futuros de Vox sí sepan lo que quieren, y puede que lo que deseen sea que un partido machista, xenófobo y ultranacionalista tenga una importante representación parlamentaria. El corolario es duro para nuestra autoestima: cuarenta años de experiencia democrática y de transformaciones culturales han sido menos eficientes de lo que creíamos a la hora de contrarrestar el arraigo del franquismo sociológico. Es posible que etiquetarles como fascistas sea inútil para contrarrestarlo. Pero también lo es exculparles en nombre de interpretaciones que blanquean los motivos de su malestar. _____________Gonzalo Velasco Arias es profesor de Humanidades y Pensamiento Crítico en la Universidad Camilo José Cela

Gonzalo Velasco Arias

La pregunta resuena como un eco en tertulias y tribunas de análisis político. Seguramente la haya oído, leído, o se la habrán planteado ustedes mismos: “¿De verdad son fascistas los 400.000 votantes de Vox en Andalucía?”. El propio planteamiento tiene algo de retórico en el tono desiderativo y esperanzado. O más bien desesperado, como si comprobar lo inverosímil que suena al decirlo fuera la prueba de que no puede ser verdad. Si damos por seguro que la sorpresa andaluza tendrá un reflejo aumentado en otras concurrencias electorales, como empiezan a vaticinar ya las encuestas, la incredulidad cobra el valor de un estado negacional, un desfase entre la evidencia empírica y la creencia subjetiva. No puede ser verdad, no quiero que sea verdad, haré como si no lo viera y quizás así no pase lo que mis sentidos y mi entendimiento me dicen que está pasando.

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