Rafael Navarro Zaá

Dicen por ahí que un alumno/a puede atravesar el curso escolar saltando de efeméride en efeméride

Todo el claustro acaba participando en ellas con más o menos implicación, con más o menos protestas al aire; pero, conforme pasan los meses y las celebraciones se acumulan, se puede comprobar cómo lo que uno tenía planificado va quedándose a un lado para poder dar cabida a las relacionadas con esos "días de…". Así, a cada uno nos invade la prisa y buscamos de donde no hay la forma de recuperar horas y comenzamos a vivir el resto del curso atosigados. En cuanto parece que se recupera el equilibrio llega otra. Concretamente, hace algunas semanas ha tocado celebrar el Día del Libro y me ha llamado la atención que no hiciera aflorar esas quejas de falta de tiempo para llevarlas a cabo y que estamos dejando de lado el currículum para estar de fiesta todo el rato. Supongo que dichas quejas no han llegado esta vez porque cualquier docente considera necesario realizar las actividades que hagan falta —más allá de elaborar un marcapáginas— para resaltar la importancia que el libro tiene en nuestro quehacer diario. 

Aun así, por mucho que se consideren necesarias y pertinentes esos cuentacuentos o reseñas de libros favoritos, hay algo que provoca cierto temor en un maestro o maestra: que le propongan alguna actividad de un día para otro, que le descuadren, aún más, una planificación ya saturada. Quizá por eso esta semana me ha sorprendido que una compañera me propusiera —casi pidiéndome perdón— realizar pequeños carteles con poemas o fragmentos de cuentos para que los niños/as fuesen leyéndolos a personas que se encontrasen por la calle. Al final del día, los colgaríamos en las rejas del colegio. "Si no te parece bien, no, ¿eh?", me dijo dos o tres veces. Hace tiempo que tomé la determinación, en cuanto a las efemérides se refiere, de si no puedes con tu enemigo, únete a él. Así que, en vez de trabajar cada una durante un día o dos, preparo actividades para toda una semana y que tengan relación con lo que esté trabajando en ese momento. Porque yo, particularmente, tengo dos miedos: hacer las cosas corriendo y que esas actividades queden huecas, que sean rayas en el agua —supongo que esto último le ocurre a la mayoría de docentes—. Le dije que sí a la propuesta, al igual que el resto de mis compañeros. Se me ocurrió que también podríamos elaborar flores y que cada niño/a regalase una cada vez que leyese su poema, pero ya se sabe: el tiempo, las prisas, la planificación… me quedé callado.

Estaría bien probar a dejar ciertas cosas para mañana y comprobar que no se acaba el mundo, que no todo es tan importante y que siempre van a aparecer cosas por hacer

Llega el viernes —el Día del Libro cayó en domingo— y todo el cole se echa a la calle. Hemos practicado el día anterior entre nosotros/as: "Buenos días. El próximo día 23 de abril es el Día del Libro. ¿Quiere usted que le lea un poema?". Mis alumnos/as, de 2° de primaria, al principio se muestran reticentes; pero, poco a poco, estos se contagian de los más lanzados. "Maestro, ¿puedo ir a recitarle mi poema a aquel hombre?", me preguntan. "Podéis recitar vuestro poema a quien queráis", les insisto. Estamos en la Alameda, una larga avenida con árboles y parques que sirve de entrada al pueblo. Los niños/as abordan a trabajadores/as del ayuntamiento, personas mayores que dan un paseo matutino, mujeres que vienen de hacer la compra. Casi todos los escuchan con atención y placer. Alguno que otro me da las gracias. "Estos son el futuro", me dice uno. "A ver qué mundo les dejamos". Sin embargo, muchas personas ni siquiera se detienen a escuchar la propuesta. Van corriendo, con prisas. "No tengo tiempo", "ahora no puedo" o, incluso, "no tengo dinero" se suceden a lo largo de la avenida. Me sorprende que un sitio tan amplio y que propicia regodearse y disfrutar sirva para que la gente corra aún más. Veo las caras de mis alumnos/as ante esas negativas y me da pena, pero me reconforta ver cómo no desisten y asumen esos rechazos. De pronto, un señor de unos cincuenta años alza su voz ante la marabunta de niños/as y dice que se va a sentar en el banco que tiene al lado; va a escuchar todos los poemas que quieran. Se forma rápidamente una fila de diez o doce alumnos/as y el señor atiende a cada uno con paciencia. Me pregunto si tendrá trabajo o cosas que hacer y ha decidido desertar de esa inercia que a todos nos empuja y nos encorseta a la vez, o si, simplemente, puede permitirse el lujo de pararse a hacer algo que, sin ser necesario, le merece la pena. 

De la misma forma, pienso que no puedo quejarme de todas esas personas que no se han parado un minuto a escuchar a niños/as de siete años recitarles un poema; que resulta hipócrita que me queje de su prisa, mientras que nosotros como docentes, casi cada día, vamos corriendo. Estaría bien probar a dejar ciertas cosas para mañana y comprobar que no se acaba el mundo, que no todo es tan importante y que siempre van a aparecer cosas por hacer. Quizá sea también hora de que los docentes desertemos de esa prisa que no parece venir de ninguna parte. Tal vez seamos nosotros/as mismos/as, en un bucle absurdo, las víctimas de nuestro propio acicate.

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Rafael Navarro Zaá es docente del colectivo DIME (Docentes por la Inclusión y la Mejora Educativa).

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