Periódicamente nuestras grandes ciudades padecen niveles tóxicos de contaminación que obligan a restringir el acceso de los automóviles a determinadas áreas. En algunas ciudades de forma permanente el acceso a zonas concretas está penalizado con un pago. En ocasiones se llega a hacer gratuito el transporte colectivo para paliar los efectos de las restricciones al uso de automóviles particulares.
Por no hablar de los crónicos problemas de atascos y congestión (operaciones entrada y salida diarias o vacacionales), de aparcamiento imposible o de inversiones multimillonarias en infraestructuras que rápidamente se quedan obsoletas. O del más de un millón de personas que fallecen al año en el mundo a causa de los accidentes de tráfico.
Y, sin embargo, nada parece indicar que vayamos a detener y revertir el crecimiento de nuestros parques automovilísticos. Pues si en el año 2011 la media mundial del parque automovilístico alcanzaba los 320 automóviles por cada mil habitantes, en España (observe el primer gráfico que he elaborado) estamos ya en más del doble (708), y habríamos superado la actual media mundial ya hace treinta años.
Si bien es cierto que en los últimos veinte años se observa una paulatina desaceleración, nada permite intuir que podamos retroceder hacia la rateo media mundial (320). Tampoco que lo vayan a hacer países como Estados Unidos (786) y otros países ricos del mundo. Como recordaba en mi libro El despilfarro de las naciones recogiendo esta cáustica reflexión de Marvin Harris: “El calor y el humo inútiles provocados durante un solo día de embotellamientos de tráfico en Estados Unidos despilfarran mucha más energía que todas las vacas de la India durante todo el año. La comparación es incluso menos favorable si consideramos el hecho de que los automóviles parados están quemando reservas insustituibles de petróleo para cuya acumulación la tierra ha requerido decenas de millones de años. Si desean ver una verdadera vaca sagrada, salgan a la calle y observen el automóvil de la familia”.
Ningún caso le habríamos hecho a preclaros analistas como E.J. Mishan que, justamente ahora hace ya cincuenta años, habría propuesto la necesidad de un plan para la gradual abolición de todos los automóviles de propiedad privada, en un libro titulado Los costes del crecimiento económico.
Es importante precisar que ese descomunal parque automovilístico anota graduaciones dentro de España que mucho tienen que ver con el disponer de medios alternativos de transporte (cercanías ferroviarias, metro, autobuses urbanos, etc.) y de un modelo urbano lo más alejado posible a la suburbanización dispersa importada de Norteamérica.
Así se explicaría que entre Vizcaya y Baleares haya una diferencia de casi trescientos automóviles por cada mil habitantes, o que Barcelona haya conseguido situarse por debajo de la media española en los últimos veinte años (después de estar entre 1960-2000 siempre por encima). A lo que no son ajenas medidas como el T-verda para incentivar el desguace de vehículos a cambio de tarifa plana gratuita durante tres años en el transporte público metropolitano de Barcelona. Un modesto, pero valioso, logro que Madrid no habría conseguido (para hacerlo realidad ver aquí punto 4, en línea de la reciente propuesta de 100 trenes y 500 maquinistas más).
A la vista de esta situación es obvio que muy poco avanzaremos si continuamos con un parque automovilístico de estas dimensiones progresivamente electrificado. Porque si esa electricidad procede de fuentes no renovables lo único que haremos será esconder la polución de esos vehículos allá donde la electricidad se generó y, paradójicamente, crearemos la ilusión de que ahora podemos seguir haciendo crecer el parque de automóviles sin generar problemas tan graves de contaminación en el centro de nuestras ciudades. Por no apuntar que el transporte pesado en camiones o furgonetas (que es el que más contamina) difícilmente entrará en esa opción. Por todo lo que antecede opino que los millones de euros en subvenciones al coche eléctrico mejor destino tendrían si se orientasen a la promoción directa del transporte colectivo.
En cualquier caso, con cincuenta años de retraso, nos convendría seguir el consejo de E.J. Mishan y plantearnos reducir nuestro parque a la mitad (la rateo media mundial de 320 por mil habitantes). Sólo sobre esa base podríamos los países más ricos del mundo plantear que China o India no deban igualar nuestros actuales rateos.
Piénsese que si China iguala la rateo de Estados Unidos pasaría de una cifra actual de menos de cien millones de automóviles (rateo 70 por mil) a otra de mil millones de automóviles (sirva de referencia de lo que esto significa el que hoy Estados Unidos tiene 250 millones). Con un impacto sobre el clima global absolutamente catastrófico.
Mientras que si China pasase de su rateo actual a la media mundial su parque pasaría de cien millones a menos de 500 millones. La mitad del modelo americano. Pero para hacerlo, aparte de que nosotros hagamos lo propio pasando por ejemplo España de 23 millones de turismos a la mitad, es fundamental que China no imite el modelo americano como nosotros sí hemos hecho.
Porque en palabras del economista Edward Glaeser, en esta cuestión el dilema básico a escala mundial en este siglo XXI será si Asia “se convertirá en un continente de conductores suburbanos o de usuarios urbanos de transporte” (p. 278 de “El triunfo de las ciudades”). Una disyuntiva de la que también debiéramos tomar buena nota en España para aplicarnos el cuento. __________
Albino Prada es doctor en Economía y miembro de Attac y Ecobas
Periódicamente nuestras grandes ciudades padecen niveles tóxicos de contaminación que obligan a restringir el acceso de los automóviles a determinadas áreas. En algunas ciudades de forma permanente el acceso a zonas concretas está penalizado con un pago. En ocasiones se llega a hacer gratuito el transporte colectivo para paliar los efectos de las restricciones al uso de automóviles particulares.