Las largas exequias de Isabel II –reina de Inglaterra, Escocia, Gales, Irlanda del Norte, y 14 naciones más– se han convertido en un espectáculo mediático y populista, no solo en sus reinos sino en muchos otros países del mundo, incluido el nuestro. Más que una muestra de duelo para aquellos que sienten su pérdida, es una representación teatral con toda la pompa y esplendor de tiempos pasados, para disfrute –televisivo o presencial– de masas ansiosas de evadirse de su difícil realidad cotidiana. La corona británica ha sabido siempre rodearse de ese halo de solemnidad y tradición, respetado y admirado por la mayoría de sus conciudadanos, con el que ha sido capaz incluso de metabolizar los escándalos protagonizados por varios miembros de la familia real. Sin ceremonia, sin boato, en definitiva, sin exhibición, su atractivo disminuye radicalmente, como ha disminuido el de la iglesia católica sin el misterio del latín, el incienso y las catedrales iluminadas por velas. Entonces solo queda la esencia de un cargo público sin legitimidad de origen ni de ejercicio, que podría ser perfectamente prescindible.
La monarquía es una reliquia del pasado, del Antiguo Régimen, cuando la nación no existía, solo era una propiedad del rey, que podía hacer con ella lo que quería, incluso dividirla entre sus herederos. No tiene sentido mantenerla en un Estado democrático, cuando el rey no es elegido por el pueblo soberano, del que emanan –desde la Revolución Francesa– todos los poderes públicos. No hay forma racional de justificar que el hecho de ser engendrado por quien ostentaba la máxima magistratura del Estado faculte a alguien para asumirla a su vez cuando su predecesor muera o abdique. Esa sucesión genética ha dado, para probarlo, algunos ejemplares lamentables en la historia de varios países.
Pero, aunque se trate de una persona de extraordinarias cualidades, eso no basta para asumir un cargo político sin el respaldo explícito de los ciudadanos. Ni basta con que la institución monárquica figure en una constitución o haya sido refrendada en algún momento histórico, porque cada generación tiene derecho a elegir a sus dirigentes. En todo caso, debería ser refrendada cada vez que hay un cambio en el titular de la corona, para que su función gozase del apoyo popular, al menos en su inicio. No se ha hecho nunca, tampoco en la sucesión entre Isabel II y Carlos III, por supuesto, ni nunca se hará porque eso pondría en peligro la estabilidad y la continuidad del sistema, que es precisamente lo que se busca con la institución monárquica.
Algunas naciones democráticas han decidido mantener la figura del rey como tributo a la tradición y la historia, pero sin ninguna función política que no sea la de servir de referencia o instancia de equilibrio y moderación. Los reyes que aún subsisten han pasado de reunir todos los poderes públicos a ser solamente un símbolo de la unidad de la nación y a representarla en ceremonias públicas y en las relaciones protocolarias con otros países. Desde luego, también hay presidentes de república que solo tienen esas funciones de representación, como el de Alemania, que no surge directamente de una elección popular. Pero no puede transmitir su cargo a sus herederos y es elegido por los parlamentarios federales y de los estados federados. Un rey recibe su dignidad por herencia. Y precisamente por ese origen, para ejercer su labor moderadora y representativa necesita –más que ningún otro cargo público– revestirse de una autoridad moral propia que solo puede venir de una absoluta ejemplaridad, de una entrega a su cargo exenta de cualquier egoísmo, y de una estricta neutralidad política que no esté influida por sus inclinaciones ideológicas personales.
A nadie se le obliga a asumir la titularidad de la institución monárquica, ni tampoco a permanecer en ella. Pero quien acepte la corona debe saber que no va a tener más derechos personales y políticos que sus conciudadanos, ni siquiera los mismos, sino menos. Porque un ciudadano corriente puede hacer con su vida personal lo que quiera, siempre que no delinca, y puede expresar sus opiniones políticas como le venga en gana, si no incurre en un delito de odio. Un rey no, su cargo le impide tomarse esas libertades. El rey tiene que serlo de todos los ciudadanos, también de aquéllos cuyas ideas no comparte.
Por supuesto, puede y debe defender los derechos humanos y valores universales, como la libertad, la igualdad, la justicia, la solidaridad. Pero no debe opinar sobre aspectos políticos concretos, porque siempre habrá alguien que opine de una forma diferente, y ese alguien tiene el mismo derecho que los demás a que el rey le represente también a él. No puede reñir a los ciudadanos ni decirles lo que está bien o mal políticamente, ni mucho menos ponerse de parte de unos u otros. Para las acciones o decisiones políticas están el gobierno y el parlamento, que derivan directamente de la soberanía popular, y el juego de mayorías y oposición. En el límite, ni siquiera debe defender la constitución que ha jurado, puesto que su defensa corresponde a esas mismas instancias políticas. En primer lugar, porque ninguna constitución es inamovible, puede cambiar, y en ese caso el titular de la corona tendría que continuar su función con una diferente, siempre que esta mantuviera la institución monárquica; y en segundo lugar porque habrá ciudadanos que no aprueben esa constitución, que quieran cambiarla, y ellos también tienen derecho –como decíamos antes– a que el rey les represente.
[El rey] debe ser la referencia de mesura, de paz, de equilibrio, de sensatez. Solo así puede cumplir su función moderadora y ayudar a superar las tensiones sociales o políticas, es decir, solo así puede justificar la utilidad de su cargo
A Isabel II nunca se le planteó ese problema porque el Reino Unido no tiene constitución, sus instituciones –incluida la monarquía– se rigen por normas consuetudinarias, generalmente muy antiguas, completadas por leyes de menor nivel. Pero cuando el parlamento británico de Westminster cedió al escocés de Holyrood la capacidad de convocar un referéndum sobre la independencia de Escocia, la reina no dijo nada, no opinó, a pesar de que ella era también reina de Escocia y además tenía una vinculación afectiva con esa parte de su reino, como lo prueban las largas temporadas veraniegas que pasaba cada año en el castillo de Balmoral.
Un rey tiene que ser como un padre para los ciudadanos, o mejor aún, como un abuelo, debe promover el entendimiento, el diálogo, la concordia. Debe ser la referencia de mesura, de paz, de equilibrio, de sensatez. Solo así puede cumplir su función moderadora y ayudar a superar las tensiones sociales o políticas, es decir, solo así puede justificar la utilidad de su cargo. Por eso siempre es mejor que el titular de la corona sea una mujer, el monarca no necesita testosterona, sino empatía. Y si tiene una edad avanzada, mejor aún, su labor conciliadora será probablemente mejor aceptada. Isabel II comenzó su reinado muy joven, pero maduró y envejeció en él de forma impecable, manteniendo siempre la dignidad sin altivez y sin populismo, cumpliendo con rigor las escasas funciones que le quedan a la corona, y respetando en todo momento una exquisita neutralidad política. En sus últimos años encarnaba perfectamente la imagen de madre/abuela símbolo de la tradición y la historia de su pueblo, con un índice de aceptación extraordinario.
Su heredero, Carlos III, cumple desde luego la condición de una edad avanzada, pero parte de una popularidad mucho menor y lo tendrá muy difícil para igualar el éxito de su madre. En su larga espera como príncipe se ha permitido expresar públicamente opiniones personales sobre temas diversos, desde la arquitectura hasta la ecología, pasando por cuestiones sociales concretas, incluso de comunicárselas a los ministros responsables. También ha sido protagonista de relaciones económicas poco claras con alguna monarquía árabe, aunque no fuera para aumentar su ya muy importante fortuna, sino para financiar alguno de sus proyectos o fundaciones. A partir de su coronación, deberá superar esas frivolidades y tratar de parecerse lo máximo posible a su predecesora, para convertirse en una referencia –si no política, al menos ética– en los tiempos turbulentos que se avecinan para su nación, como para toda Europa.
La república es, sin duda, la única forma de gobierno racional, justa, y plenamente democrática. No obstante, el hecho de que la jefatura del Estado recaiga en un rey hereditario –como sucede en siete democracias liberales europeas– no debe interferir en el funcionamiento ni en la calidad del sistema político, si ese cargo no tiene poder efectivo, como sucede con pequeñas variaciones en todos esos países. Con la condición de que quien ejerce esa dignidad, que representa a toda la nación, tenga una vida –pública y privada– ejemplar. Y siempre que mantenga una estricta neutralidad política, porque esa es la única ventaja que puede ofrecer un rey sobre un presidente de la república, que suele tener un pasado partidista. No todos los monarcas han cumplido estos requisitos, y no todos los cumplen. Isabel II sí los cumplió y por eso tuvo el cariño de su pueblo, y pudo –a pesar de los problemas que causaron los comportamientos irresponsables de parte de su familia– legar a su hijo una corona intacta y respetada. Veremos si Carlos III es capaz de mantenerla con la misma integridad.
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José Enrique de Ayala es analista de la Fundación Alternativas.
Las largas exequias de Isabel II –reina de Inglaterra, Escocia, Gales, Irlanda del Norte, y 14 naciones más– se han convertido en un espectáculo mediático y populista, no solo en sus reinos sino en muchos otros países del mundo, incluido el nuestro. Más que una muestra de duelo para aquellos que sienten su pérdida, es una representación teatral con toda la pompa y esplendor de tiempos pasados, para disfrute –televisivo o presencial– de masas ansiosas de evadirse de su difícil realidad cotidiana. La corona británica ha sabido siempre rodearse de ese halo de solemnidad y tradición, respetado y admirado por la mayoría de sus conciudadanos, con el que ha sido capaz incluso de metabolizar los escándalos protagonizados por varios miembros de la familia real. Sin ceremonia, sin boato, en definitiva, sin exhibición, su atractivo disminuye radicalmente, como ha disminuido el de la iglesia católica sin el misterio del latín, el incienso y las catedrales iluminadas por velas. Entonces solo queda la esencia de un cargo público sin legitimidad de origen ni de ejercicio, que podría ser perfectamente prescindible.