No era exageración la enumeración de las dificultades previstas para la acción de un gobierno sostenido por un grupo parlamentario de 84 escaños y la necesidad de tejer acuerdos con el resto de los grupos. Se ha visto con la renovación del Consejo de RTVE y se va a ver de forma especialmente clara con ocasión del debate sobre la fijación del techo de gasto para 2019 y, posteriormente, del debate sobre el proyecto de ley de PGE.
Antes de echar a andar, hay decisiones que permiten comenzar a valorar la acción gubernamental, me refiero a las que conciernen a la propia estructura de los Departamentos ministeriales y hasta su denominación. Estas últimas tienen una relevancia superior a la que se les suele prestar, especialmente cuando se trata de un gobierno que representa una fuerte expectativa de cambio en la gobernabilidad del país. Son el primer mensaje sobre las intenciones del gobierno en relación con una política determinada; indican, de forma condensada, los objetivos políticos relacionados con esa materia.
En el gobierno de Pedro Sánchez hay algunas que permiten ilustrar tal relevancia, pero aquí me centraré en el de Política Territorial y Función Pública.
El añadido de la Función Pública, una política pública escasamente atendida desde la promulgación en 2007 del Estatuto Básico del Empleado Público, no desmerece el objetivo político esencial de este Departamento: preparar las condiciones para el abordaje de la imprescindible y urgente reforma constitucional. Que su titular sea una mujer catalana y profesora de Derecho Constitucional no es casualidad y solo debería suscitar apoyos. Ahora bien, ¿es esta denominación la adecuada en un país con los problemas territoriales que tiene el nuestro? O, mejor, ¿es adecuado intitular como política territorial lo que al cabo concierne a la forma y la composición misma del Estado?
El territorio en España ha sido considerado tradicionalmente como poco más que el continente de la vida social, un lugar donde desarrollar la actividad económica y social. Si hay que hablar con propiedad, nunca ha habido una política territorial, lo que ha habido han sido políticas con efectos sobre el territorio.
Si contemplamos el de nuestros días, es fácil colegir que su estado actual es fruto de las políticas llevadas a cabo en la segunda mitad del siglo pasado, con los efectos bien conocidos de la despoblación de buena parte de su interior y la densificación de algunos espacios litorales donde se han concentrado actividades económicas hoy todavía preponderantes en la economía española.
El territorio como bien público (poco importa ahora su titularidad jurídica) ha sido expropiado en beneficio de dos grandes grupos de intereses que han terminado por configurar el paisaje de la economía española: el sector inmobiliario, de un lado, y el de las grandes constructoras, de otro.
Para estos verdaderos operadores del territorio, este ha sido entendido como un lugar vacío a coste de disposición cero. Este coste cero de disposición requería de una operación previa de desvalorización de la que se ha encargado el Estado durante el período desarrollista del franquismo, a través del vaciamiento del interior del país y la aniquilación de la agricultura campesina y sus sustitución por la agricultura moderna o “industrializada”.
Con esta premisa, los beneficiarios de la expropiación del territorio lo han utilizado como materia prima de coste cero con la que acometer transformaciones del mismo de utilidades con frecuencia dudosas pero enmarcadas en la ideología hegemónica del desarrollo. Han aplicado lo que Aguilera Klink, citando a Bent Flyvbjerg, llama la ecuación de los megaproyectos, a saber:
Sobreestimación de beneficios + subestimación de costes + ignorancia de los impactos ambientales (a la que yo sumaría “garantías espurias de los poderes públicos”) = viabilidad del proyecto.
Así que no ha habido política territorial pública si por tal se entendiera, por parte de los poderes públicos, una identificación de problemas, una fijación de objetivos y medidas precisas para conseguirlos. Pero sí ha habido decisiones, siempre adoptadas por minorías al margen de cualquier responsabilidad para con la ciudadanía. De modo que urge la adopción de políticas públicas para el territorio, siquiera fuera para revertir los efectos confiscatorios llevados a cabo por las operaciones de los sectores poderosos. Políticas que partieran de la definición democráticamente adoptada de la vocación que se desea para el territorio en cuestión.
De la formulación misma se deduce la imposibilidad de acometer estas tares a escala de Estado; si de verdad se pretende que esta formulación de la voluntad colectiva pueda hacerse con la participación de los afectados, es preciso escoger escalas territoriales que lo hagan posible. El ámbito municipal y, en el caso de los grandes municipios, submunicipal, parece el más adecuado para acometer esta tarea de definición vocacional del territorio en cuestión. Era en realidad la mejor vocación de los PGOU después de su actualización posconstitucional y creo que este y no otro debiera ser el camino para emprender lo que tan pomposamente hemos llamado política territorial.
Es obvio que, a partir de los retos planteados al Gobierno (ver Los retos del Gobierno), no puede ser el descrito el cometido asignado al Ministerio que lleva tal denominación. Pero la urgencia de acometer las tareas allí propuestas, prontamente abordadas en la reciente reunión del presidente del Gobierno y el president de la Generalitat, no puede hacer olvidar estas otras que aquí se han enunciado.
No estoy seguro de que la mejor atención a la relevancia de tales tareas consista en crear un Ministerio aunque, desde el enfoque que aquí se adopta, sería lo más racional. Proyectos de indudable interés se han quedado en el cajón por la oposición de poderosos intereses corporativos o por la ausencia de claridad en los objetivos políticos a conseguir. En tales empeños, la ciencia de la ordenación del territorio, tan de moda en los años sesenta y setenta del pasado siglo, ha languidecido y hoy no se la menciona fuera del ámbito académico.
Pero su escasa presencia en la agenda política y mediática no se corresponde con la urgencia de acometer una acción sostenida que permita frenar el despojo territorial causado en las pasadas décadas y en introducir criterios racionales para su uso, tal vez comenzando por u adecuado tratamiento en sede constitucional.
En su ausencia, el territorio sigue en manos de los grandes operadores arriba citados, a los que se añaden los prestadores de servicios públicos, eso sí, privatizados y oligopolizados, con sus redes de transporte y distribución. Y con unas administraciones públicas territoriales dotadas de importantes competencias pero impotentes para regular con efectos tangibles el uso del territorio en beneficio de las mayorías sociales.
La tarea que la sociedad española y este gobierno tienen por delante es un auténtico rescate del territorio. No sé si la tarea requiere o no un Ministerio a añadir a los existentes o es resultado de su reestructuración, lo importante es ponerse manos a la obra en el diseño de una política que, como en otras áreas, seguramente necesitará de un sólido amparo constitucional. Un grupo de expertos suficientemente acreditados podría recibir el encargo del gobierno de redactar un informe que orientara las actuaciones al respecto.
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José Errejón es administrador civil del Estado.
No era exageración la enumeración de las dificultades previstas para la acción de un gobierno sostenido por un grupo parlamentario de 84 escaños y la necesidad de tejer acuerdos con el resto de los grupos. Se ha visto con la renovación del Consejo de RTVE y se va a ver de forma especialmente clara con ocasión del debate sobre la fijación del techo de gasto para 2019 y, posteriormente, del debate sobre el proyecto de ley de PGE.