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Hay en el ambiente tal angustia, crispación y desorden mediático que incluso nos cuesta desarrollar una conversación personal mínimamente sosegada. El tono de bronca es tan permanente y la falta de respeto tan extendida, que hay que temer que puedan llegar a deteriorar la democracia. Es que últimamente parece haberse exacerbado una especie de baile de San Vito colectivo. Pero, a diferencia de lo que sucedía en la Edad Media, la componente alucinógena y adictiva esta vez no procede de un derivado del centeno sino de la acelerada descomposición del orden comunicacional y mediático que estamos viviendo.
La ruina de los medios convencionales
Miremos donde miremos, la estructura mediática convencional se deshace. Muchas empresas periodísticas están en quiebra o al borde de ella. La crisis de 2008 las hirió gravemente pero, luego, Google y Facebook la han ido empeorando al sustraerles la publicidad y los contenidos, hasta colocarlas, prácticamente, en fuera de juego. Mientras tanto, las plataformas audiovisuales —Netflix, HBO, Amazon, etc.— han hecho lo mismo con la TV lineal y con la radio. Las han ido privando de público y de publicidad hasta situarlas al borde de la inanición.
Pero ha sido la pandemia la que ha colmado el vaso. Desde que comenzó, los kioscos y repartidores de prensa casi han desaparecido; y el papel-prensa se ha convertido ya en un lastre insoportable para las empresas.
Por su parte, las plataformas —aprovechando el estado de confinamiento— casi han arruinado a los cines y tratan de borrar sistemáticamente del mapa a las cadenas de TV. Funcionan como buldóceres imparables que aplanan el paisaje mediático tratando de sepultar bajo los escombros lo que aún queda del viejo sistema de mediosbuldóceresviejo .
De aquí la angustia y el histerismo de algunos medios tradicionales y su tendencia a utilizar lo que ven como último recurso: el atractivo del escándalo y la polémica. Se valen de la confrontación, de la agresividad conversacional y de la polarización para tratar de frenar la desafección de sus públicos y la decadencia de su negocio. Aunque así no logran más que agravar su agonía y contaminar la esfera pública con algo que se parece mucho al lenguaje del odio: la confrontación sectaria.
En este clima sicológico es signo —y a la vez consecuencia— de que un orden digital de nuevo cuño se apresura a sustituir al viejo orden mediático, herido ya de muerteviejo.
La ruina de la conversación y de los medios masivos
Pero conforme se ensancha la digitalización y se hunde el negocio convencional, se derrumban también las reglas discursivas que el antiguo orden comunicacional sustentaba.
En aquel orden, la conversación personal era el principal sostén de la convivencia. Hoy, esa conversación se ha desplazado a las redes y se ha dislocado. El aquí y ahora ya no cuenta: hemos dejado de hablar directamente con cercanos y nos relacionamos cada vez más con quienes están lejos.
Tampoco alcanzamos a distinguir ya entre el presente y el futuro; ni diferenciamos estos del pasado. Casi todo el pasado está siendo grabado y permanece en presente. Mientras el futuro —en la medida en que lo simulamos cada vez con mayor realismo y precisión—, se va incorporando aceleradamente a nuestro presente. En definitiva, nos hemos instalado ya en un presente continuo.
La estructura de los viejos medios de difusión masiva ha empezado a disolverse y confundirse. Ahora, con la digitalización e Internet, desaparece la experiencia de sentirse formando parte de un público masivo (a veces, de millones de personas) que compartían una experiencia concreta. Y, en su lugar, experimentamos la sensación de formar parte de unas gigantescas masas (de miles de millones de personas) que, sin embargo, no tienen en común más que algunos fragmentos de experiencias dispersas.
La decadencia del orden discursivo
Pero no solo la conversación y la masificación han perdido su antigua fuerza de gravedad. Últimamente, nos hemos dedicado a descuartizar el orden y la cartografía discursivos que les correspondía. Y de este modo, hemos hecho trizas nuestro pobre sistema de orientación que nos proporcionaban. Ahora, nada se distingue. Nada sirve de referencia. Todo se mezcla y se confunde. La conversación personal se embarulla con la mediática, del mismo modo que lo auténtico se enreda con lo aparente.
Nos hemos acostumbrado a que las relaciones íntimas del star system se diriman en los platós. Y a que esos mismos platós se inmiscuyan indiscriminadamente en la vida íntima de la gente corriente. Lo personal se vende, pues, como mercancía pública mientras negocios mediáticos se insertan en la vida íntima. Y no sabemos la diferencia entre lo que realmente sentimos y lo que los medios nos inducen a sentir.
Los nuevos géneros mediáticos audiovisuales consisten esencialmente en transgredir sistemáticamente las fronteras entre lo personal y lo público; entre lo verdadero y lo ficticio. El periodismo (que debía ser realista y crítico) se ha mutado en infoshow (o en infoentertainment) o en infosermoneo. El viejo documentalismo en reality show, aunque con más espectáculo que realidad. Ciertos programas de televisión no son nada coherente en sí mismo sino que parasitan a otros, y se configuran como un mosaico desordenado y vacío de sentido. Y lo que ciertos medios llaman tertulias ya no tiene que nada que ver con la curiosidad y el ingenio de que habían sido en su día las conversaciones de vecindad. Vienen a ser en buena parte una mezcla de cotilleo y charlatanería; de información y de falseamiento; de espontaneidad e impostación; ...
Trituración de las personas
Pero hay algo más grave en esta situación ruinosa: que la angustia del viejo sistema mediático le está llevando a resucitar la antigua fascinación por los autos sacramentales y por la descuartización o la quema quema del prójimo. Tratando de conjurar su propia decadencia, algunos medios parecen haber descubierto el negocio de no dejar títere con cabeza. Y se han lanzado a la caza de personajes e instituciones que les puede servir de nuevos chivos expiatorios.
El fenómeno es planetario. Se corresponde, especialmente, con la actuación de ciertos medios audiovisuales y de ciertas redes sociales. Y la persecución puede ejercerse sobre cualquiera: un productor de cine maltratador, un millonario tramposo, un cineasta pederasta o cualquier testa coronada. Incluso puede dirigirse contra países, organismos internacionales o instituciones consagradas. Lo decisivo, siempre, es la ceremonia sacrificial y el escándalo público.
De manera que, con perspectiva y en sentido amplio, no estamos solo, como se supone a menudo, ante un simple desarreglo del discurso público en una llamada era de la confrontación (Salmon) —o de la polémica (Tannem)— sino ante la eclosión de un nuevo tiempo mediático ceremonial destinado al sacrificio de los chivos expiatorios que en cada caso sean útiles para el cuerpo mediático.
Es lo que F. Jost ha llamado la exacerbación de la maldad mediática. Pero es, sobre todo, lo que Elías Canetti denomina la masa de acoso, que se lanza a la caza como una jauría de perros ante su víctima propiciatoria, buscando no se sabe qué tipo de redención. De aquí el crecimiento de la agresividad mediática televisiva; la emergencia de trolls y bots ávidos de caza en las redes; y la espiral de sectarismo en la esfera pública que solo parece colmarse cuando se consuma el sacrifico de la víctima propiciatoria.
Recuperar el sentido de la cooperación
La pregunta es: ¿podemos seguir así, embarcados en esta espiral de ceremonias mediáticas sacrificiales? ¿No perjudicará esto a la larga a nuestra convivencia?
Todo hace pensar que no. Que no podemos seguir así por más tiempo. Porque de hacerlo y por mucho que algunas empresas mediáticas se beneficien de ello, nuestra cultura democrática se está erosionando seriamente. Y prueba de ello es el desprestigio de la política y de las instituciones que se está extendiendo como un reguero de pólvora por todo el mundo. Si este fenómeno —y la crispación que produce— continúa, la democracia se puede convertir en una nostalgia o en una quimera.
Urge por tanto recuperar un punto de pacificación y un orden mediático que acabe con esta situación ruinosa. Es preciso lograr restablecer mínimamente en los medios las reglas que Grice consideraba necesarias en toda conversación. La primera, la obligación de ofrecer siempre la información justa (ni más ni menos). La segunda, que esta sea información de calidad (veraz, precisa, fiable, etc.). La tercera, que sea relevante, pertinente. La cuarta, que siempre cuide de respetar debidamente a los interlocutores.
Por otra parte, urge socorrer la ruina del actual sistema mediático para rescatar sus mejores valores. Es decir, su original vocación de servir al público y de practicar un periodismo basado en los hechos y en su análisis; su dedicación a fomentar el entendimiento y la cooperación; y, por supuesto, su misión de vigilar el ejercicio de los poderes y defender los derechos de las gentes. Pero esto nada tiene que ver con el sanguinario instinto de muerte que se percibe en tantas ceremonias sacrificiales. Ni con incendiar las pasiones sociales.
Es otra cosa, se trata de acabar con el oligopolio y el abuso de poder de las grandes plataformas que arruinan la libertad de empresa periodística. Se trata también de establecer un nuevo sosiego y un nuevo equilibrio en la conversación mediática y, por ende, en la esfera pública.
Necesitamos lograr un nuevo espacio mediático que deje de lado el morbo de la charlatanería y de la inflación de agresividad. No podemos consentir que Internet y los medios digitales ni los medios clásicos que agonizan sean un campo de batalla permanentemente, sembrado de muertes simbólicas. No cabe consentir, hoy en día, en pleno siglo XXI, el paroxismo que nos está llevando a revivir sacrificios rituales. ¡Es cuestión de democracia y de derechos humanos!
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José Manuel Pérez Tornero es director de la Cátedra UNESCO de Alfabetización Mediática y Periodismo de Calidad
Hay en el ambiente tal angustia, crispación y desorden mediático que incluso nos cuesta desarrollar una conversación personal mínimamente sosegada. El tono de bronca es tan permanente y la falta de respeto tan extendida, que hay que temer que puedan llegar a deteriorar la democracia. Es que últimamente parece haberse exacerbado una especie de baile de San Vito colectivo. Pero, a diferencia de lo que sucedía en la Edad Media, la componente alucinógena y adictiva esta vez no procede de un derivado del centeno sino de la acelerada descomposición del orden comunicacional y mediático que estamos viviendo.
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