Iban García del Blanco

La fortuna me fue esquiva y en el momento de la caída de Maraat, me hallaba en nuestro campamento, descansando. Tras la caída de los muros exteriores, la hueste mahometana se había refugiado en la Ciudadela. Tantas horas montando guardia frente a ella, tantas horas conteniendo a mi mesnada para que se mantuviera firme en su cometido, y los perros mahometanos tienen que rendirse justo cuando nos hemos ido. Me costó mucho convencer a mis hombres de que no participaran en el saqueo que la chusma de Bohemundo de Tarento había estado disfrutando estos días, en el interior de las murallas. La fe en nuestra superior tarea, que nos inculcaba cada día nuestro mil veces santo obispo Ademaro, la lealtad inquebrantable a nuestro señor Raimundo de Tolosa y la promesa de que las verdaderas riquezas se hallaban en el interior de la Ciudadela, nos habían servido para contener nuestra ansia. Contenerla pese al frío y el hambre que nos torturaban, más la segunda que el primero. Pero demos gracias al Salvador porque nuestros camaradas no se olvidaron de nosotros, y la noticia de la caída definitiva llegó tan pronto ésta se produjo. Inmediatamente, me puse mi pelliza, cogí mi espada, ordené a mi escudero que enjaezara mi caballo a toda prisa y, no bien lo hizo, competí en velocidad con el mismo viento. Mis hombres tardarían más en llegar, en nada les ayudaba yo esperándoles y renunciando a las oportunidades que por otro lado me correspondían como caballero.

Cuando alcancé la puerta más cercana, ésta se hallaba bloqueada por una hilera de carros que estaban saliendo de la ciudad. Repletos de hombres, mujeres y niños, y también de diferentes objetos, eran manejados por algunos desharrapados de nuestra hueste, mientras un puñado de esos bárbaros normandos dirigía las operaciones. Al parecer, uno de los carros se había atascado en un agujero del firme y todo se hallaba detenido. Varios hombres, entre los que distinguí sarracenos también, intentaban sacar la carreta bajo las invectivas y los golpes de los normandos. Costaba asumir que esa caterva norteña pudiera llamarse cristiana a sí misma. Eran desproporcionadamente grandes, con sus rubios y descuidados cabellos cayéndoles por los hombros, con esa expresión de ferocidad inhumana siempre en su cara y esa bestialidad con la que se comportaban con los otros hombres. Uno de ellos parecía haber querido aprovechar el tiempo muerto de otra manera y, mientras sus compañeros se ocupaban de la caravana, había cogido a una de las mahometanas y la fornicaba con impudicia a la vista de todos. No pudiendo soportar más la vista de esos animales (y no queriendo perder más el tiempo), espoleé mi caballo para que tratara de colarse en el hueco que los carromatos y sus sirvientes dejaban libre para poder pasar. Tuve que soportar las imprecaciones de esa basura de Tarento y a uno de ellos me lo hube de llevar por delante, pero conseguí entrar.

Alejado de las cercanías de la puerta, las calles por las que iba avanzando eran todo soledad. Cuerpos de infieles diseminados a lo largo del recorrido, cachivaches inservibles abandonados, casas vacías con las puertas forzadas y con signos, algunas de ellas, de haber ardido. No me encontraba tampoco a muchos cruzados en mi camino, de seguro que todos se habían dirigido al centro de la ciudad desde la rendición. El ruido creciente me fue indicando que me estaba acercado por fin a la Ciudadela. Saliendo de una manzana, me encontré de frente con una multitud que pugnaba por entrar en el perímetro de la fortaleza. En la puerta, una guarnición de nuestros hombres porfiaba para no dejar a nadie pasar. Del interior de la Ciudadela provenía también un ruido ensordecedor, que se mezclaba con las voces de los de afuera. Me acerqué, tratando de abrirme paso con mi caballo por entre la turba. En la puerta distinguí a Gundemaro de Clermont y a empellones le alcancé.

-¡Gundemaro!

-¡Beltrán, ven aquí, date prisa!

Llegado a su altura conseguí desmontar y mientras sostenía mi rucio por las riendas, me fue contando.

-Los infieles se han rendido hace unas pocas horas, a condición de que les respetemos sus vidas y les dejemos marchar. Nuestro señor Raimundo, en su infinita bondad, se lo ha concedido a cambio de la entrega de todos los bienes y provisiones de la ciudad.

-¿Y qué es lo que está pasando dentro entonces? - inquirí.

Gundemaro se echó a reír, dejando ver su horrible boca, en la que solo unos pocos dientes limosos le sobrevivían.

-Yo mismo acompañé al conde a ver los almacenes y digamos que no era lo que esperábamos. Los muchachos se enfadaron un poco y parece que han perdido el control. Yo estuve divirtiéndome un poco dentro y comiendo lo poco que encontré y entonces mi señor me encomendó que me asegurara que ninguno de los de Tarento entrara en la Ciudadela. Es nuestra por derecho, así lo juraron Raimundo y Bohemundo ante Dios. Pero no te quedes ahí, pasa y mira por ti mismo.

Tras un gesto del caballero, los soldados apartaron levemente la barrera para dejarme pasar. Las protestas de los de Tarento, esos asquerosos tafures se elevaron inmediatamente y los guardias tuvieron que volver a emplearse a fondo para contener a la turbamulta. Cuando pasaba al interior, montado otra vez a caballo, vi cómo uno de los nuestros tumbaba a un cruzado de un golpe de porra en la cabeza. Hinqué mis espuelas en mi rocín y de un salto me introduje en el interior de la fortaleza.

A la vista estaba que el fuego del infierno ya había caído sobre los infieles en esta tierra, antes de que ardieran en la otra por la eternidad. Muchas casas ardían, era la primera vez que sentía mis huesos reconfortarse en este frío diciembre de asedio. Los cuerpos se acumulaban por doquier, llegando incluso a entorpecer el paso de mi caballo por momentos. El color de la sangre se mezclaba con el barro, formando una peculiar conjunción marrón carmesí. Soldados, hombres desarmados, mujeres y niños, se mezclaban tirados por igual a la intemperie. En algunas casas ya derrumbadas y humeantes, se distinguían cuerpos carbonizados. Nuestros hombres iban y venían por doquier, corriendo como poseídos con sus armas en la mano. Según iba avanzando, me encontraba grupos degollando prisioneros supervivientes y violando (y degollando también) mahometanas. Muchos estaban dentro de algunas casas buscando no se sabe qué, si más infieles o algo de valor, mientras gritaban mensajes ininteligibles. Al pasar delante de una las casas contemplé una escena que aún a mí, guerrero experimentado y cristiano temeroso de Dios, me costó digerir; algunos de nuestros provenzales arrastraban a una mujer gritando y a un niño lloroso del interior de la vivienda, procediendo a estrellar la cabeza del niño contra la pared de la casa, lo que hizo que la propia mujer dejara de porfiar y se quedara callada. Sé que este pueblo, alejado voluntariamente del camino de Cristo, no merece otro final mejor, pero por un momento dejé de sentir incluso el hambre atroz que me acompañaba en las últimas semanas. No queriendo ver más, un caballero que me encontré me indicó el camino hacia el torreón central y me dirigí allí a galope.

En la torre ondeaban las enseñas de mi señor Raimundo y también el pendón del Reino de León de mi señora Elvira. En la puerta me reconocieron e inmediatamente me franquearon el paso, indicándome que me dirigiera al salón principal. Dejé mi caballo a cargo de un mozo y tras pasar una puerta, comencé a subir escalones. Al llegar arriba, otro soldado me indicó que continuara hasta la siguiente estancia y que guardara silencio, porque se estaba celebrando una misa. Cuando entré en la sala, todos se hallaban arrodillados y me apresuré a hacer lo mismo. Al fondo, en un altillo, nuestro obispo Ademaro musitaba una oración frente a la cruz y a la sagrada Lanza de Longinos, que se había traído de Antioquía. Mi señor y su esposa se hallaban arrodillados junto a él. Al poco, el obispo se levantó y dándose la vuelta, gritó:

-¡Soldados de Dios, habéis vuelto a hacer su voluntad! ¡Librad definitivamente esta ciudad del pecado y liberad Jerusalén! ¡Ite missa est!

-¡Deo gratias! - respondimos desde la multitud.

Al levantarse a su vez, mi señor me localizó con su único ojo y se dirigió enseguida hacia mí. Su porte de gran guerrero destacaba sobre todos los demás. La cruz que llevaba en su pecho tenía que forzosamente enorgullecer a Dios, que tenía en mi señor a uno de sus mismísimos arcángeles. Era Raimundo de Saint Gilles el peor enemigo de Mahoma, al que había combatido ya en Hispania y al que ahora había venido a expulsar de los mismísimos Santos Lugares. Atravesó la sala a grandes trancos y me estremeció cuando procedió a darme un abrazo. Noté que este guerrero formidable llevaba todavía la cota de mallas bajo la túnica.

-¡Mi buen Beltrán, te llamas como mi hijo y por otro te tengo! Me alegro mucho de verte por aquí porque la providencia te ha traído para encomendarte una misión, que nadie mejor que tú podrá llevar a cabo.

-Dime señor mío, que nada puede agradarme más que vivir para servirte. Porque servirte a ti, escogido de Dios Padre, es como servirle directamente a Él.

-¡Muy bien, mi querido amigo! Verás, te cuento. Nos quedaremos aquí algún tiempo, antes de volver a coger camino. El señor obispo y yo hemos pensado que qué mejor que celebrar aquí mismo una misa de Natividad en los próximos días.

-Gran idea, mi señor. ¿Y cómo puedo ayudaros en eso?

-Déjame continuar -me reprendió-. Habíamos pensado que, en la misa, estuviera presente un bebé que hiciera las veces de nuestro Salvador. Como no tenemos ninguno tan pequeño con nosotros, habremos de coger a alguno de los sarracenos, previamente bautizado por nuestro señor obispo. Hay una casa, cerca de esta torre, donde he ordenado que se retenga bajo custodia a los nobles mahometanos principales, junto con sus familias. Hay algún recién nacido entre ellos. Deberás ir allí, seleccionar al niño que te parezca más adecuado y luego traerlo a este torreón para que mi señora Elvira y sus damas lo cuiden hasta que se celebre la misa. Te darán un salvoconducto para que la guardia que se encuentra allí, te permita llevar a cabo lo que te he explicado.

-A tus órdenes mi señor. Me atrevo solo a suplicarte que me permitas comer algo antes de ir, estoy desfallecido- me atreví a pedir.

-Allí comerás, que te acompañe Ponce- respondió el conde, haciendo un gesto con el brazo hacia un caballero que estaba cerca de nosotros.

El aludido, un cruzado de edad avanzada y cuyo fuerte acento español distinguí cuando me saludó, se puso a mi lado y me indicó que le siguiera. Su traje de cruzado estaba salpicado con sangre, como el de un carnicero. En su barba y en el rostro todavía se apreciaban girones de sangre seca, como limpiados con cierta desgana. Salimos a pie del torreón y nos encaminamos hacia nuestro destino. Una vez alejados un poco de la torre, volvieron ante mis ojos las escenas propias del Juicio Final. Tantos eran los muertos que se veían, que sorprendía que todavía hubiese mahometanos para martirizar; pero en todos lados continuaban los pillajes, asesinatos y violaciones, por las intrincadas calles de la Ciudadela de Maraat. Cogimos un camino que subía y al llegar a una plazoleta nos paramos. Allí se podía ver un palacete que, solitario, dominaba la parte alta en la que nos hallábamos. En la puerta, dos de nuestros desharrapados montaban guardia, protegiéndose del frío con unas telas que sin duda habían robado. Ambos estaban sentados al lado del portón, royendo Dios sabe qué. Mis propias tripas volvieron a recordarme que precisaban de atención, dándome más punzadas que las que recibió San Sebastián. Mi compañero habló con ellos y estos, sin levantarse, le indicaron que empujásemos la puerta, que estaba abierta, lo que hicimos. Dentro, nos encontramos con un atrio con una fuente en medio y con vegetación. El lugar respiraría toda la paz que no se veía fuera, de no ser interrumpida por algunos gritos de mujer, que provenían de alguna de las estancias. Un caballero salió de pronto a nuestro encuentro.

La cruz que llevaba en su pecho tenía que forzosamente enorgullecer a Dios, que tenía en mi señor a uno de sus mismísimos arcángeles

-Salve, hermanos en Cristo, ¿qué venís a hacer aquí?

-Salve, traemos órdenes de nuestro señor el Marqués de la Provenza- le extendí el salvoconducto, observando con deleite que parecía ser capaz de leerlo. - Por cierto -no me olvidaba lo más importante para mí-, ¿tenéis algo para comer?, hace tiempo que no pruebo bocado.

-Claro, ve hasta las cocinas, los chicos han estado guisando. Luego nos ocuparemos de vuestra misión.

El caballero nos guió hasta una estancia en el interior del palacete, en la que reinaba un reconfortante calor. En una pequeña chimenea, crepitaba una marmita. En la cocina, cuatro de nuestros soldados estaban bebiéndose lo que debía de ser parte de la bodega del palacio -los musulmanes beben vino como los cristianos, por más que afirmen lo contrario- y terminaban lo que les restaba de sus escudillas. A su lado yacía un mahometano tirado en el suelo, musitando una especie de débil lamento. Cogí una escudilla vacía que localicé encima de una mesa y me precipité hacia el guiso. Mi compañero hizo lo mismo detrás de mí. Era tanta mi hambre que ni me preocupé por quemarme la lengua. Cuando mi apetito voraz se fue calmando, observé que el guiso de carne estaba delicioso y seguí comiendo.

- ¡Mira, el cocinero quiere decirte algo! - me gritaron desde atrás, mientras prorrumpían en carcajadas.

Me di la vuelta y vi cómo el pobre diablo, con la cara echa trizas, apenas se sostenía sobre sus pies y nos señalaba con el dedo. Con los ojos inyectados, soltó toda una retahíla ininteligible para mí, de la que solo distinguí “frany” (así es como nos llaman esos perros).

-¡Cállate, animal! - mis compañeros en Cristo procedieron a molerlo a golpes y patadas, hasta que volvió a caer en el suelo. Al hacerlo, se hizo un ovillo y pareciera que lloraba.

No quería permanecer un minuto más en esa sala y conminé a mi compañero a salir. Fuera, nos esperaba el mismo caballero, que nos condujo esta vez a otra sala, en la que se hallaba un nuevo caballero, al parecer al mando del palacio. Estaba recostado sobre lo que parecía un cómodo diván, rodeado de cojines. A su lado, sobre una mesa, estaban los restos de su comida y una botella de vino mediada. Parecía todavía medio dormido mientras leía el documento que le traíamos -dos cristianos seguidos que saben leer es algún notable mensaje del Cielo-.

-Decidle al conde que no es posible, decidle que busque en otra parte - nos dijo.

-¿Por qué no es posible? - le pregunté. - Tenemos constancia de que tenéis algunos recién nacidos aquí, ¿cuál es el problema?

-Decidle que ya no es así. Que busque en otra parte - contestó con toda la tranquilidad el caballero.

Después de un breve lapso de silencio y perplejidad, mis propias tripas me comenzaron a responder sin necesidad de mayores explicaciones del caballero. Al tiempo, pensé que habría de hacer de niño Jesús algún hijo crecido de cualquiera de las rameras que seguían a nuestro Ejército de Dios.

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Iban García del Blanco es eurodiputado español.

La fortuna me fue esquiva y en el momento de la caída de Maraat, me hallaba en nuestro campamento, descansando. Tras la caída de los muros exteriores, la hueste mahometana se había refugiado en la Ciudadela. Tantas horas montando guardia frente a ella, tantas horas conteniendo a mi mesnada para que se mantuviera firme en su cometido, y los perros mahometanos tienen que rendirse justo cuando nos hemos ido. Me costó mucho convencer a mis hombres de que no participaran en el saqueo que la chusma de Bohemundo de Tarento había estado disfrutando estos días, en el interior de las murallas. La fe en nuestra superior tarea, que nos inculcaba cada día nuestro mil veces santo obispo Ademaro, la lealtad inquebrantable a nuestro señor Raimundo de Tolosa y la promesa de que las verdaderas riquezas se hallaban en el interior de la Ciudadela, nos habían servido para contener nuestra ansia. Contenerla pese al frío y el hambre que nos torturaban, más la segunda que el primero. Pero demos gracias al Salvador porque nuestros camaradas no se olvidaron de nosotros, y la noticia de la caída definitiva llegó tan pronto ésta se produjo. Inmediatamente, me puse mi pelliza, cogí mi espada, ordené a mi escudero que enjaezara mi caballo a toda prisa y, no bien lo hizo, competí en velocidad con el mismo viento. Mis hombres tardarían más en llegar, en nada les ayudaba yo esperándoles y renunciando a las oportunidades que por otro lado me correspondían como caballero.

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