Subió al estrado vestido de riguroso luto. Chaqueta, pantalón, corbata. Todo negro, como una vieja canción de los Stones. La camisa no. La camisa era blanca y, si también hubiera sido negra, Carlos Mazón se habría parecido a Jonnhy Cash y en su memoria se descubriría de nuevo como aquel joven músico alicantino que aspiraba en 2011 a representar a España en el Festival de Eurovisión. Era viernes, 15 de noviembre. Dos semanas antes, el martes 29 de octubre, la tragedia se cernió sobre muchos pueblos de la provincia de València. Las aguas se lo tragaron todo. Sólo quedaba, al paso de la torrentera, el paisaje de la devastación. Nada más. Y mucho dolor. Y mucha rabia. Y mucha tristeza. Y muchas ganas de que alguien pudiera explicar razonablemente por qué todo sucedió así y no de otra manera, por qué el mundo de un día antes y el de ese martes no se parecían en nada, por qué la vida adquiría por las calles y las casas el tacto espeso del barro y en la mirada de la gente el punto ciego de la desesperación. Las preguntas rodaban entre los autos amontonados, entre las casas devastadas, entre tanta ausencia picoteando lentamente las cifras de las muertes y las desapariciones.
De esas muchísimas preguntas, pronto hubo una que destacó por encima de todas las demás. ¿Por qué el presidente del gobierno valenciano se pasó el día casi entero sin aparecer en los sitios que reclamaban su presencia? ¿Dónde demonios estaba? Empezaron a escarbar en su agenda. Actos protocolarios. Reuniones institucionales. Lo normal si ese día no hubiera sido el día de la DANA en varias comarcas valencianas. Los avisos de las agencias meteorológicas venían de días anteriores. Muy temprano, ese martes, algunos pueblos ya estaban inundados. Toda la mañana se dio la matraca para que la tragedia no fuera el punto final de lo que se estaba avecinando por los cauces de los ríos y la retorcida sinuosidad de los barrancos.
El presidente Carlos Mazón estaba de reuniones y al mediodía dijo en un tuit que la borrasca pasaba de largo hacia la Serranía de Cuenca y que a las seis de la tarde ya todo habría pasado sin consecuencias. Para entonces, seguramente, ya había personas muertas y desaparecidas. Cuando el presidente acabó las reuniones, se fue a comer con una periodista de su cuerda y la sesión se alargó más que los convites de las bodas. No sé si brindarían en el transcurso del encuentro gastronómico. Lo que sé —y se sabía ya a esas alturas— es que el horror había tomado al asalto los pueblos anegados por el arrecio de la lluvia y la violencia imparable de la barrancada. Esa comida fue el gran suspense del día de la DANA. No aparecía en la agenda del presidente. Empezaron a circular versiones contradictorias. La vida pública y la vida privada del señor presidente de la Generalitat. Lo bien seguro es que Carlos Mazón llegó dos horas y pico tarde al puesto de mando donde llevaban ya muchas horas trajinando con las posibles causas y soluciones para aliviar el desastre. No tardó en extenderse por los medios y por las redes y por todas partes las preguntas: ¿dónde estaba el presidente, con quién, por qué había abandonado sus responsabilidades morales, políticas, humanas en las peores horas de la tragedia? Y otro clamor que ocupó las calles de València el sábado 9 de noviembre: 130. 000 personas gritando a coro “¡Mazón dimissió!”.
No dimite Carlos Mazón a pesar de que le está cayendo encima la mundial. Resiste, como le aconsejaba Rajoy a Bárcenas en sus momentos bajos. Cuando se vaya aliviando el temporal, el PP lo mandará de vuelta a sus orígenes
En esos primeros días ya salieron de su boca y las de los suyos las primeras mentiras. Parecía que el presidente había estado en todos los sitios, que se había enterado de todo, que nunca abandonó el timón para que la salida de la hecatombe fuera posible con las menores complicaciones. Como dicen de Dios quienes creen en esas cosas: en todas partes estuvo Carlos Mazón el día del horror. Se trataba de construir un héroe y desmontar como fuera la imagen de un villano. No se lo creyó nadie. Ni los suyos se lo creyeron. Ni esas máquinas de mentir que son el PP y su brunete mediática se lo creyeron. Hasta Núñez Feijóo le dedicó a su manera rudimentaria The sounds of silence, la mítica e ininteligible canción de Simon&Garfunkel. Entonces llegó la noticia: el jueves 14 de noviembre el presidente comparecería en las Corts Valencianes para dar explicaciones claras y contundentes de lo sucedido. Ese día hubo amenaza de una nueva DANA y la cita se aplazó al día siguiente. Expectación casi sin precedentes en las bancadas de las Corts y en las calles. El señor presidente iba a contar la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad. Qué raro, ¿no?, pensábamos. El PP, y en su nombre nada menos que el presidente de la Generalitat Valenciana, dispuesto a decir la verdad y encima en sede parlamentaria. A ver…
Subió al estrado, ese viernes 15 de noviembre, vestido de riguroso luto. Chaqueta, pantalón, corbata. Todo negro, como una vieja canción de los Stones. La camisa era blanca porque si no se hubiera parecido al cantante Johnny Cash y la cosa no era para bromas ni mitificaciones pop. La primera sorpresa: ni Proust para En busca del tiempo perdido usó tantas hojas como las que dejó en el atril el señor presidente. Y empezó la lectura como si estuviera leyendo, en plan secretario, el acta de un Consejo de Administración. Frialdad. Empatía nula. Menos emoción en sus palabras y su manera de decirlas que una ameba. Y empezaron a desfilar desde el estrado datos y más datos que no se acababan nunca. En ningún momento la más mínima empatía con las víctimas y sus familiares. Ni un solo gesto en su rostro que transmitiera confianza, una miaja de lenguaje solidario, nada. Casi tres horas sin decir más que vaguedades. Y sobre todo: casi tres horas en que una vez más Carlos Mazón se mostró a sí mismo y nos demostró que era el PP la matriz que daba sentido a lo que decía, a lo que callaba, a lo que ya era a esas alturas una evidencia incuestionable: no había comparecido en las Corts Valencianes para decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad, sino para mentir como habían hecho él y los suyos desde el primer momento de la tragedia.
No aclaró nada de lo que tanta gente nos habíamos estado preguntado durante quince días. Todo eran árboles que no dejaban ver el bosque. Las víctimas seguían siendo menospreciadas por quien no podía ignorar sus orígenes en el mundo de la política. En esa frialdad, en su ilimitada capacidad para la mentira, en el cinismo que presidió toda su intervención estábamos viendo a su maestro en la escuela de la política: Eduardo Zaplana. Fue su mentor desde que tomó la alternativa en el uso interesado de la política. Nada de trabajar por lo común, por lo público, ¡qué va! Sólo el interés por los intereses propios y los de sus amigos. Por eso su gobierno era un gobierno de intereses particulares, de ineptitud total y pijerío.
Poco antes de la comparecencia de Mazón en las Corts Valencianes, dijo Núñez Feijóo que el presidente del Consell nos iba a dejar con la boca abierta. Y la verdad es que sí, que esta vez tenía razón el jefe de la banda. Con la boca abierta nos quedamos después de todo un día escuchando al nada honorable presidente del gobierno valenciano. El aburrimiento se nos metía como moscas por la boca abierta. Por esa misma boca nos entraba a la vez una rabia que nos trababa la garganta. Y buscábamos, en esa palabrería insultante de Carlos Mazón, una mínima rendija por donde le saliera algo de compasión, de solidaridad, de acercamiento aunque fuera un poco al dolor de las familias que habían perdido tanto en esos días, sobre todo a su gente más cercana que dejará en sus vidas la huella de una ausencia insoportable. Lo único que dejó claro a lo largo de su larguísima intervención: los culpables de la tragedia fueron los otros: la Confederació Hidrogràfica del Xúquer, AEMET, la Delegación de Gobierno. Y al final, como conclusión y como no podía ser de otra manera: el Gobierno de coalición presidido por Pedro Sánchez.
No dimite Carlos Mazón a pesar de que le está cayendo encima la mundial. Resiste, como le aconsejaba Rajoy a Bárcenas en sus momentos bajos. Cuando se vaya aliviando el temporal, el PP lo mandará de vuelta a sus orígenes, a su juventud pop y a lo mejor hasta se vuelve a presentar para ocupar un sitio en el Festival de Eurovisión. Me da igual lo que haga con su vida cuando lo echen de la política. Ahora no. Ahora seguiré exigiendo que se vaya sin esperar a mañana, que deje vivir el dolor de tantas familias en medio de los recuerdos más hermosos, que no insulte ese dolor con las mentiras inacabables y el cinismo. Y seguiré dando la vara, sin descanso, para que lo sienten un día no lejano delante de los tribunales de Justicia. Eso seguiré diciendo y escribiendo, ¿vale? Eso.
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Alfons Cervera es escritor. Su último libro es 'El boxeador', editado por Piel de Zapa.
Subió al estrado vestido de riguroso luto. Chaqueta, pantalón, corbata. Todo negro, como una vieja canción de los Stones. La camisa no. La camisa era blanca y, si también hubiera sido negra, Carlos Mazón se habría parecido a Jonnhy Cash y en su memoria se descubriría de nuevo como aquel joven músico alicantino que aspiraba en 2011 a representar a España en el Festival de Eurovisión. Era viernes, 15 de noviembre. Dos semanas antes, el martes 29 de octubre, la tragedia se cernió sobre muchos pueblos de la provincia de València. Las aguas se lo tragaron todo. Sólo quedaba, al paso de la torrentera, el paisaje de la devastación. Nada más. Y mucho dolor. Y mucha rabia. Y mucha tristeza. Y muchas ganas de que alguien pudiera explicar razonablemente por qué todo sucedió así y no de otra manera, por qué el mundo de un día antes y el de ese martes no se parecían en nada, por qué la vida adquiría por las calles y las casas el tacto espeso del barro y en la mirada de la gente el punto ciego de la desesperación. Las preguntas rodaban entre los autos amontonados, entre las casas devastadas, entre tanta ausencia picoteando lentamente las cifras de las muertes y las desapariciones.