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¿Son culturales las guerras culturales?

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Tal vez no sean tiempos de relativismo como los que vivimos los más adecuados para emprender guerras culturales. Ya hace décadas, todavía en el ya lejano siglo XX, que sectores abiertamente reaccionarios (alguno de ellos medievalizante sin el menor pudor), descubrieron que determinados planteamientos, que algunos ilusos habían tomado por iconoclastas, les resultaban a ellos de enorme utilidad. Así, cobijándose bajo el manto protector del filósofo de la ciencia P. K. Feyerabend, por aquel entonces en la cresta de la ola merced a su tesis según la cual todo vale en materia de conocimiento, se atrevían a formular la pregunta ineludible que se desprendía de dicha tesis: ¿por qué van a valer menos mis planteamientos que los de los más modernos progresistas?

No está claro si ha sido la derecha o la izquierda quien ha emprendido este tipo de guerras. Lo que sí parece fuera de duda es que ambas creen que plantear la confrontación entre ambas en dicho terreno es lo que más favorece a sus respectivos intereses. Así, sin alejarnos demasiado en el tiempo, veíamos hace no tanto que episodios como el del llamado pin parental, promovido por Vox para que los padres pudieran vetar la impartición en las aulas de determinados contenidos, fundamentalmente de índole sexual, se convertían en el escenario central del enfrentamiento político. Aunque, en realidad, no es la primera vez que algo así ocurre en los últimos tiempos. Se recordará la atención que, algo antes, obtuvo en casi todos los medios -aunque especialmente en los de izquierdas- el episodio del autobús fletado por la asociación ultracatólica “Hazte Oír” recorriendo Madrid con el mensaje tránsfobo "los niños tienen pene y las niñas tienen vulva".

No creo que resulte demasiado aventurado por mi parte afirmar que esta campaña, así como los eslóganes en los que se basaba ("Si naces hombre, eres hombre. Si eres mujer, seguirás siéndolo", “que no te engañen”…, todos ellos extremadamente tajantes), fueron recibidos en su momento por la izquierda como auténtica agua de mayo. En tiempos de sociedad líquida, parecían pensar algunos en ese lado del espectro político, encontrar una línea de demarcación nítida y rotunda que nos permita diferenciarnos de nuestros adversarios sin sombra de ambigüedad constituye una auténtica bendición.

No parecía una intuición equivocada desde el punto de vista electoral en aquel entonces, todo hay que decirlo. De hecho, la irrupción poco tiempo después de una fuerza política como Vox, que asumía este tipo de posiciones, aunque primero dio la sorpresa en Andalucía entrando con fuerza en su parlamento, luego permitió polarizar la campaña de las generales del 28-A del 2019 con éxito para la izquierda. Sin embargo, habría que considerar seriamente la posibilidad de que este último resultado (en el posterior, del 10-N del mismo año, interfirieron otros factores, como la sentencia del procés, que alteraron profundamente la situación) haya terminado por generar un espejismo. En concreto, el espejismo de que el ámbito en el que más le conviene a la izquierda medirse con la derecha es en el de las batallas culturales.

Más allá de lo estrictamente político-electoral, no deja de ser llamativa la forma, digamos que paradójica, en la que la izquierda parece haber decidido llevar a cabo dicha confrontación: a base de no confrontar argumentos. Porque no cabe denominar argumentos a meros eslóganes de-usar-y-tirar y, por añadidura, de dudosa agudeza como “quieren retrotraernos a una España en blanco y negro”, “quieren retroceder cuarenta años” y similares, por no hablar ya de la tan aparatosa como inane “alerta antifascista”, que permiten obtener una espontánea adhesión especialmente en los previamente convencidos, pero que no parecen provocar idéntica reacción en otros sectores (crecientes, por lo que reflejan encuestas y elecciones).

Ya sé que abundan los partidarios de no permitir que se difundan determinadas ideas en el espacio público y que, cuando no queda otro remedio que aceptar su difusión (como es en el caso de las campañas electorales), entienden que lo mejor es no reconocerles a quienes las defienden la condición de interlocutores a base de ignorarlos, trazando alrededor suyo un cordón sanitario de desdeñoso silencio. No faltan incluso quienes hacen bandera de este boicot y pretenden justificarlo con el argumento de que no hay que permitir que la extrema derecha imponga su agenda. Hasta que, a veces demasiado tarde, todos ellos caen en la cuenta del impacto que podrían llegar a tener los eslóganes de tales adversarios, la rapidez con la que cuajan en amplias zonas de la ciudadanía, y es entonces cuando reaccionan y se deciden a debatir.

Mi desacuerdo con este boicot no se debe a que ignore o menosprecie que se pueden hacer cosas (y bien malas, por cierto) con palabras, sino a que creo que esas cosas no deseables hay que combatirlas con las mismas armas que las han producido, esto es, con palabras cargadas de argumentos, además de con cifras y con datos, claro está. Por añadidura, ¿cómo denominar “cultural” a una batalla en la que uno de los bandos -en este caso, una parte de la izquierda- se resiste a que se libre precisamente en el campo de la palabra, el discurso o las ideas? Pero la resistencia a debatir con el adversario político -en este caso, el ultraconservador- ha sido siempre más cosa de quienes adolecen de un déficit de cultura que de quienes disfrutan de una sobreabundancia de la misma. Se comprende la irritación de quienes, en las filas de la izquierda, creen ver comportarse así a los suyos, esto es, a unas fuerzas que históricamente habían hecho gala, y con todo derecho, de su hegemonía en ese campo. No les falta razón a estos irritados. Se podrá discrepar de algunos aspectos que planteaban los intelectuales norteamericanos firmantes de la "carta sobre la justicia y el debate abierto" publicada en la revista Harper´s a principios de julio, pero no de este: “la superación de las malas ideas se consigue mediante el debate abierto, la argumentación y la persuasión y no silenciándolas o repudiándolas”.

Tal vez lo más preocupante de semejante actitud no sea que, perseverando en ella, el único resultado que cabe esperar es el reforzamiento de la cohesión de los ya convencidos, pero no la ampliación de su número. Más preocupante que esto es el efecto indirecto que puede llegar a producir. Porque identificando al adversario ultraconservador con determinadas posiciones en el terreno digamos que estrictamente cultural o de costumbres se le deja de definir (y a continuación criticar) por sus posiciones en otros terrenos, sociales o económicos especialmente, dejándole campo abierto a que pueda intentar ampliar su influencia en sectores tradicionalmente muy alejados de sus posiciones políticas, como son los trabajadores.

Aquellos que tanto se dedican a recordar que los homólogos de nuestra extrema derecha son Salvini, Le Pen, Bolsonaro e tutti quanti deberían recordar también que una buena proporción del éxito electoral del Frente Nacional francés se debe a que consiguió introducirse en los tradicionales caladeros de votos de la izquierda, en los barrios obreros de las ciudades más industriales del vecino país. Argumentos parecidos podrían aplicarse al mismísimo Donald Trump, quien, por cierto, en la recta final de su mandato parece haber descubierto lo provechoso que le puede resultar políticamente entrar en este tipo de guerras y se ha dedicado a atacar el movimiento de protesta contra algunos símbolos (como por ejemplo estatuas), desencadenado a partir de la muerte de George Floyd a manos de la policía, tachándolo precisamente de “revolución cultural de la izquierda diseñada para derrocar la revolución estadounidense”.

Y es que lo que hace realmente temibles a estas fuerzas políticas ultrarreaccionarias no es su nostalgia del pasado (me atrevo a decir que inexistente en sentido fuerte, ¿o es que alguien se cree de verdad lo de la repentina añoranza del franquismo por parte de millones de españoles?), sino su capacidad para detectar en el presente aquellos elementos que mejor les permiten conectar con el sentir de un amplio número de ciudadanos. Ciudadanos que, valdrá la pena insistir en ello, en el caso de haber sido preguntados al respecto hace un tiempo, habrían negado rotundamente la mera posibilidad de terminar respaldando con su voto a las mencionadas fuerzas.

Se impone reflexionar no solo sobre lo que se hizo mal y provocó que nos encontremos ahora como nos encontramos, sino sobre la respuesta que se le está dando a esta nueva realidad emergente. No fuera a ser que la bélica referencia a lo cultural estuviera en realidad escondiendo un confuso cortoplacismo. O, peor aún, que el enfrentamiento, tan ruidoso como escaso de argumentos, sobre cuestiones muy sensibles desde el punto de vista ideológico pero inocuas desde el de la transformación material terminara haciendo que dejáramos de debatir en la plaza pública acerca de las cuestiones realmente importantes para la ciudadanía en su conjunto. La izquierda no puede permitirse una cosa así precisamente en este momento. Se impone desactivar con razones las primeras para poder colocar las segundas en el centro del debate político.

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Manuel Cruz es catedrático de Filosofía Contemporánea en la Universidad de Barcelona y senador por el PSC-PSOE en las Cortes Generales.

Tal vez no sean tiempos de relativismo como los que vivimos los más adecuados para emprender guerras culturales. Ya hace décadas, todavía en el ya lejano siglo XX, que sectores abiertamente reaccionarios (alguno de ellos medievalizante sin el menor pudor), descubrieron que determinados planteamientos, que algunos ilusos habían tomado por iconoclastas, les resultaban a ellos de enorme utilidad. Así, cobijándose bajo el manto protector del filósofo de la ciencia P. K. Feyerabend, por aquel entonces en la cresta de la ola merced a su tesis según la cual todo vale en materia de conocimiento, se atrevían a formular la pregunta ineludible que se desprendía de dicha tesis: ¿por qué van a valer menos mis planteamientos que los de los más modernos progresistas?

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