La tercera sería la última de las guerras mundiales

Joan del Alcàzar

No es imaginable que dirigente político alguno esté dispuesto a desencadenar una nueva guerra mundial. No hay lugar para un Hitler del siglo XXI, por mucha necesidad de dominio que algunos tengan, por muchos ensueños de glorias pasadas. No es imaginable, pero no se puede descartar completamente.

El mundo lleva décadas viviendo en una compleja estabilidad militar, que durante los años de la llamada Guerra Fría fue un equilibrio del terror. Las potencias que alcanzaron la posesión del arma atómica se aseguraron solo una cosa: la posibilidad real de exterminar la vida en el planeta, una eventualidad tan terrorífica que más valdría ser víctimas antes que supervivientes en un planeta convertido en un cementerio radioactivo orbitando en torno al sol.

Esa capacidad de destrucción dejó claro que las potencias atómicas no podían enfrentarse directamente, así que la preservación de las áreas de influencia resultantes de la Conferencia de Yalta se daba la mano con el deseo de extenderlas, por parte de soviéticos y estadounidenses, a costa de conflictos localizados que no implicaran guerrear en sus respectivos territorios.

Corea en los primeros años cincuenta y Vietnam en los sesenta y setenta fueron traumáticas experiencias para los Estados Unidos. Hungría en los cincuenta, Checoslovaquia en los sesenta y, particularmente, Afganistán, desde 1979 a 1989, fueron la réplica de intervencionismo militar del régimen moscovita.

Antes, desde 1959, la victoria de los guerrilleros de Fidel Castro y la rápida llegada de los soviéticos a la Cuba revolucionaria provocaron el conflicto más agudo entre las dos superpotencias. A pesar de lo grave que fue la crisis de Berlín, en 1961, el descubrimiento de las rampas de misiles en la isla caribeña fue el episodio de mayor tensión atómica que el mundo ha vivido hasta hoy.

Tras la retirada de los misiles, en contra de la opinión del líder cubano, quien se enteró por la prensa, la tesis de la existencia de un “enemigo interior” (los propagadores de “una nueva enfermedad”: el comunismo) dio pie a la instauración de un largo rosario de Dictaduras de Seguridad Nacional en América Latina. Los procesos de liberación nacional, en territorios de los antiguos imperios europeos, de África al Extremo Oriente pasando por India, fueron igualmente espacios de lucha entre los dos grandes modelos existentes. La Guerra de los Balcanes, entre 1991 y 2001, puso fin a un país tan singular como la República Federativa de Yugoslavia, que se había mantenido unida durante el gobierno del mariscal Tito.

La muy cruenta guerra balcánica fue el peor proceso bélico desde el fin de la II Guerra Mundial en Europa, con casi doscientas mil víctimas mortales. Muchos creímos firmemente que nunca más habría una experiencia bélica así en suelo europeo. Ahora, no obstante, ante una nueva guerra en el continente, la pregunta de si la invasión rusa de Ucrania puede ser la chispa que encienda la III Guerra Mundial está en muchas bocas, en muchos editoriales, en muchos análisis de coyuntura política, económica y militar.

Los dos actores geopolíticos centrales, desde 1945 hasta 1991, fueron los Estados Unidos y la URSS. Ahora, claro, hay un tercer actor, que bien podría ser ya la primera potencia económica, aunque no militar: China. ¿Podemos estar en puertas de una Segunda Guerra Fría?

El armamento, por sofisticado que sea, ya no lo es todo. Ahora importa el control vía satélite de los datos, de la comunicación, de la desinformación, del bloqueo económico y comercial, y eso está rediseñando el nuevo mapa del poder en el mundo

Lejos queda la Primera y la carrera militar por el control del mundo. La época en que mandaba quien tenía más armamento, más soldados y podía causar más destrucción en menos tiempo. Tener unas fuerzas armadas potentes y modernas y disponer de una fuerza naval capacitada para controlar los mares eran los dos propósitos fundamentales de las grandes potencias del siglo XX. Ahora, en la era digital y tecnológica, el armamento, por sofisticado que sea, ya no lo es todo. Ahora importa el control vía satélite de los datos, de la comunicación, de la desinformación, del bloqueo económico y comercial, y eso está rediseñando el nuevo mapa del poder en el mundo. Desde luego no está claro quién manda en él, como décadas atrás eran los dirigentes de Washington y Moscú.  

Es por ello que el Consejo Europeo de Relaciones Exteriores ha presentado el nuevo atlas de poder planetario, con el objetivo de "comprender mejor las acciones y estrategias" de los Estados, y "encontrar la forma de coexistir de manera más pacífica".

Hace tres décadas, Francis Fukuyama proclamó el fin de la historia, tras el triunfo definitivo del liberalismo económico y político, una vez derrotados sucesivamente los totalitarismos fascista y comunista. Entendía que una historia de dos siglos de enfrentamientos había terminado y que una vez superados definitivamente, el liberalismo sólo podría tropezar en adelante con enemigos menores, de origen nacionalista o religioso.

Poco después, Samuel Huntington, en buena medida como respuesta a Fukuyama, dictaminó que los actores políticos principales del siglo XXI serían las civilizaciones y los principales conflictos serían los choques entre ellas. Para Huntington, los estados-nación seguirían siendo los actores más poderosos del panorama internacional, pero los principales conflictos de la política global ocurrirían entre naciones y grupos de naciones pertenecientes a diferentes civilizaciones. Ese choque de civilizaciones, decía, dominará la política global y marcará los frentes de batalla del futuro. Las líneas de fractura entre civilizaciones serán casi todas religiosas y culturales. El 11 de septiembre neoyorquino de 2001 pareció la prueba del nueve de esta teoría: Occidente contra el Mundo Islámico.

No obstante, Edward Said —de nacionalidad norteamericana y origen palestino— advirtió pronto contra la tentación de refugiarnos en las simplificaciones tranquilizadoras: la cruzada, el bien contra el mal, la libertad contra el miedo, etc. Para Said la tesis del Choque de Civilizaciones solo era un truco para reforzar el orgullo defensivo de Occidente, cuando lo necesario era —y es, en mi opinión— realizar "una interpretación crítica de la desconcertante interdependencia de nuestra época".

En ese desconcierto estamos viviendo. Cada acción de un actor provoca reacciones de los otros. Qué hace Putin, cómo reaccionan los Estados Unidos y la Unión Europea, qué responde China. Qué pasa con el cerco creciente de las sanciones a Rusia, que sucede con el gas, con el trigo, el maíz, el aceite o el petróleo. Qué ocurre con los componentes electrónicos, con el comercio y la navegación marítima. Qué se hace y cómo se atiende a la crisis humanitaria, qué va a ser de los refugiados. Por qué estos sí y otros no gozan de la atención debida. Efectivamente, estamos ante la desconcertante interdependencia de nuestra época.

Sí tenemos, pese a todo, una certeza: si por una irresponsable y trágica acción consciente alguno de los actores decidiera el uso del armamento nuclear; o si se produjera un fatídico error tecnológico, un accidente catastrófico, entraríamos en una nueva guerra mundial, la tercera, sí, y también la última.

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Joan del Alcàzar es catedrático de Historia contemporánea de la Universitat de València.

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