“Cueste lo que cueste” Cristina Monge
La vivienda, una cuestión clave para acabar con la violencia machista
Aquí está mi casa abierta
Hay un plato por ti en nuestra mesa
Sombra de árbol para tu cabeza
Libro abierto a tu vida en mi puerta
Guardabarranco
La primera acepción del diccionario de la RAE para la palabra "casa" es concreta y a la vez ambiciosa. Una casa es un “edificio para habitar”. Si nos quedásemos tan solo con la primera parte, estaríamos hablando de una “construcción estable, hecha con materiales resistentes”. Es en la segunda donde está la vida. Habitar. Es decir, vivir.
La estrofa de la canción del dúo nicaragüense Guardabarranco lo resume en pocas palabras. Una casa debería ser un lugar en el que proteger y compartir nuestras vidas. También de las violencias machistas. Cuando, como sucede en nuestro país, la vivienda no es un derecho, sino un bien de mercado, con lo que se está especulando es con nuestras vidas. Así de sencillo, así de brutal.
Las feministas sabemos y llevamos décadas denunciando que el hogar no es el espacio idílico, supuesto remanso de paz y amor, de plenitud, en el que nos han querido recluir a las mujeres durante siglos. Para millones de mujeres en el mundo, también aquí, es el espacio de la violencia, de las agresiones sexuales, del machismo íntimo y cotidiano. Son variadas las razones que nos impiden escapar, que nos obligan a aguantar, pero una de ellas, sin lugar a dudas se llama mercado, se llama rentismo y se llama especulación.
En los últimos años, políticas públicas como la subida del SMI –un 54% desde 2018– han logrado reducir enormemente la brecha salarial de género. Aún así, todavía queda bastante por hacer: el salario medio bruto anual de las mujeres se situó en 2022, según la Encuesta de Estructura Salarial publicada en septiembre, en 24.360 euros. Unos 5.000 euros menos al año que el de los hombres. Si a esta brecha le añadimos un mercado inmobiliario absolutamente desatado, en el que los precios de los alquileres no paran de subir y se llevan gran parte de nuestros salarios, la consecuencia es evidente: las mujeres tenemos mayores dificultades para acceder a una vivienda de manera individual.
Que se cumpla el derecho a la vivienda para las mujeres sobrevivientes de violencia pasa por el mismo camino que garantizarlo para las mayorías: limitar el precio de los alquileres y contar con un auténtico parque público de vivienda
En realidad, esta afirmación puede completarse si aplicamos una mirada feminista interseccional que no solo atiende al género. Las mujeres con mayores dificultades para acceder a una vivienda de manera individual son las mujeres de clase trabajadora, precarias, migrantes, jóvenes. De hecho, probablemente ahí está la clave de que mientras el feminismo con calle hace años que incorporó el derecho a la vivienda como una lucha propia, al feminismo liberal les parece que eso es desviarse de la esencia.
Así pues, miles de mujeres en nuestro país dependen económicamente de una pareja para poder acceder a una vivienda, lo que limita su autonomía a la hora de tomar decisiones como separarse cuando se vive una situación de violencia o incluso cuando simplemente ya no se quiere seguir conviviendo. Si hay criaturas de por medio se complica todavía mucho más.
Llevamos ya dos décadas de lucha contra la violencia machista, dos décadas diciéndole a las mujeres que denuncien, que no tengan miedo, que no están solas, que vamos a acompañarlas. Y, sin embargo, en muchas comunidades autónomas y en muchos municipios, los recursos públicos de centros de emergencia o de pisos de acogida son escasos y están sobresaturados. Esta es en demasiadas ocasiones la realidad a la que se enfrentan las mujeres y sus hijos e hijas cuando dan ese primer paso. Una realidad que luego se complica aún más, cuando tras esta fase inicial, toca buscar una casa, para habitar, para vivir, para llenarla de alegrías y buenos recuerdos. ¿Cómo pagarla con los actuales precios de los alquileres?
El acceso a una vivienda es un elemento crucial en los procesos de recuperación de las sobrevivientes de violencia de género. Es poder construir un hogar propio, un lugar en el que proteger y compartir nuestras vidas. De hecho, la ley de violencia de género, de 2004, determina que las mujeres víctimas de violencia de género serán “consideradas colectivos prioritarios en el acceso a viviendas protegidas y residencias públicas para mayores”. También señala que, mediante convenios con las Administraciones competentes, el Gobierno podrá promover procesos específicos de adjudicación de viviendas protegidas a las víctimas de violencia de género.
Ante la falta de vivienda pública en nuestro país –según la mayoría de los estudios, tan solo un 2,5% del total–, las administraciones han optado en muchas ocasiones por ofrecer ayudas para el alquiler. Además de la enorme burocracia que suele conllevar acceder a las mismas, esta solución tiene un efecto perverso: con el dinero público se subvenciona a los rentistas que mantienen los precios imposibles.
Que se cumpla el derecho a la vivienda para las mujeres sobrevivientes de violencia pasa, en realidad, exactamente por el mismo camino que garantizarlo para las mayorías de este país: limitar el precio de los alquileres y contar con un auténtico parque público de vivienda que no pueda privatizarse. Pasa por que se deje de especular con nuestros hogares, con nuestras vidas.
Hay decenas de razones para acudir a las manifestaciones por el derecho a la vivienda, como la de este domingo 13 de octubre en Madrid. Defender el derecho a una vida libre de violencias machistas es una de las mías.
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Amanda Andrades González es secretaria de feminismos de Sumar.
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