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¿Son los ejércitos los garantes de las democracias?

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Jorge Bravo

La historia nos muestra grandes cambios en el organigrama de poder de los Estados en los que los ejércitos jugaron una baza fundamental apoyando o provocando alternativas políticas sustanciales. La derivada, en el mundo actual, en los países occidentales con democracias consolidadas, es la de responsabilizar a los ejércitos de la defensa nacional, de preservar la inviolabilidad territorial y, como en el caso de España, garantizar el orden constitucional –una suerte de garante del sistema democrático que tiene difícil encaje en el mismo–.

Estos días asistimos expectantes a la situación política que vive Venezuela. Existe una fijación especial en conocer el posicionamiento –de qué parte– están sus fuerzas armadas. Se desconoce si los ejércitos venezolanos apoyan al actual gobierno, si apoyarían la proclamación de uno nuevo (sin pasar por las urnas) y, lo más preocupante: si todo el Ejército está cohesionado para apoyar una u otra posibilidad o, por el contrario, está desunido y, por ello, podrían configurarse dos facciones que conducirían al desastre de la guerra civil.

Pero lo que poco o nada se está dando en este presumible debate es si el ejército –cualquier ejército– ha de erigirse en árbitro de una contienda política y tener la potestad de decidir por una u otra opción política. Si además se establece que las fuerzas armadas han de garantizar el ordenamiento constitucional, podría entenderse que aquellas estén precisamente por encima de la Constitución misma, si no se establece el mecanismo legal exacto por el que se garantiza la dirección del Gobierno en su actuación.

La opinión política internacional se está erigiendo como parte en la contienda política venezolana y se realizan llamamientos a una participación activa del ejército, siendo también gobierno y oposición de dicho país quienes buscan el apoyo del mismo.

Indiscutiblemente la fuerza militar de un país puede ser suficiente para mantener un orden institucional –siempre que esté perfectamente unida–, pero, ¿ha de ser este un papel que jueguen los ejércitos cuando existe un enfrentamiento político interno? ¿A un ejército se le puede pedir que sea parte en una contienda política? ¿Se le puede pedir a unos profesionales militares que actúen contra la misma población sobre la que tienen la responsabilidad de su defensa?

La tentación de la utilización del ejército como garante último por encima de los poderes del Estado está arraigada en el pensamiento de líderes políticos. En el caso español, aunque de forma ambigua, el cometido de garante del orden constitucional se establece en el artículo 8 de la Constitución, aunque una interpretación sistemática del texto constitucional –que en el artículo 97.1 atribuye al Gobierno la dirección de la administración militar– deja inequívocamente resuelta la subordinación de las Fuerzas Armadas a los poderes del Estado.

Hacer del ejército el garante último de un sistema democrático le coloca en una posición preeminente por encima de la soberanía del pueblo.

Establecer que la fuerza armada, fuera del control directo de los poderes democráticos, pueda asumir por si sola o por delegación la dirección de un Estado no sólo condena a la democracia, sino que crea el escenario fácil para el conflicto civil. Un paso previo al establecimiento de dicho control, y por tanto de la generación del conflicto interno, puede consistir en dar a los ejércitos el papel de policía, como ya vemos que ocurre en algunos países, y dado que esto se realiza para mantener un orden entre los conflictos políticos o ideológicos (que pueden representarse en diferentes acciones ciudadanas) que se trasladan a la calle, se subvierte el verdadero sentido del ejército nacional y se le convierte en adalid de una parte.

Es una desgracia para el militar y los valores que representa, en la asunción de sus responsabilidades, que se le pueda reprogramar profesionalmente –atentando a sus valores y la dignidad que representa– para, eventualmente, actuar contra una parte de la población a la que había hecho promesa de defender.

El ejemplo de la situación en Venezuela puede servir para visualizar cómo se intenta subvertir al militar en sus responsabilidades al tiempo de provocar temerariamente una posible división de sus fuerzas armadas que llevarían a un más que probable conflicto armado interno. La insensatez de gobernantes y demás dirigentes políticos en realizar continuos llamamientos a una responsabilidad militar –que nunca se le debe proporcionar– para garantizar un "orden interno" (una especie de cometido supra policial) revela poca conciencia democrática y una gran irresponsabilidad de quienes tienen o aspiran a ejercer el poder.

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En España, la Ley Orgánica 5/2005, de 17 de noviembre, de la Defensa Nacional, recogiendo lo dispuesto en el artículo 8 de la Constitución, establece como misión de las Fuerzas Armadas "garantizar la soberanía e independencia de España, defender su integridad territorial y el ordenamiento constitucional". Su posición preeminente en la Constitución al situarse en el Título Preliminar, donde se definen los valores superiores y símbolos del Estado –aunque, como se ha dicho, la subordinación al poder civil sea ya indiscutible– no impide que el Gobierno de turno pueda tener la tentación de utilizar los ejércitos para sus propios fines políticos de mantenerse en el poder, devolviendo de forma legal la autonomía tradicional de la institución militar.

En las sociedades democráticas no existe debate alguno sobre las misiones que deben desempeñar las fuerzas armadas y la neutralidad que deben mantener en el debate político y en la resolución de los conflictos internos. El manejo de unas fuerzas armadas más allá de la misión primera que tienen encomendada –defensa militar de la nación frente al enemigo exterior– puede convertirse en un grave problema cuando se hacen llamamientos a su actuación parcial en los conflictos políticos internos.

El control democrático de las fuerzas armadas no debe darse por resuelto, sino que debe conseguirse y consolidarse tanto en las normas organizativas como en la cultura política de un país. En el caso de Venezuela, lo que se debería pedir a las fuerzas armadas es que se mantengan en sus cuarteles en cumplimiento de sus ordenanzas y que esperen al desenlace del conflicto político para continuar subordinadas al poder democrático que se establezca.

La historia nos muestra grandes cambios en el organigrama de poder de los Estados en los que los ejércitos jugaron una baza fundamental apoyando o provocando alternativas políticas sustanciales. La derivada, en el mundo actual, en los países occidentales con democracias consolidadas, es la de responsabilizar a los ejércitos de la defensa nacional, de preservar la inviolabilidad territorial y, como en el caso de España, garantizar el orden constitucional –una suerte de garante del sistema democrático que tiene difícil encaje en el mismo–.

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