Tentaciones de militarización en Brasil

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El novedoso proyecto político de desarrollo y redistribución del presidente Lula Da Silva (2003-2010), que tenía como premisas el pacto de estabilidad suscrito con los grandes poderes económicos y la coyuntura económica internacional favorable por el alto precio de materias primas de exportación (soja, hidrocarburos), llegó a su fin con la crisis global que sacudió las economías mundiales. El Partido de los Trabajadores (PT) retuvo la presidencia con Dilma Rouseff, pero con un considerable desgaste popular y valiéndose de pactos políticos poco recomendables. En un nuevo escenario económico, necesariamente hubo de practicar políticas que negaban las bases del contrato con el que se presentó a las elecciones.

La Cámara de Representantes brasileña, muy fragmentada y con alianzas cambiantes, formuló acusaciones de corrupción contra la presidenta y consiguió finalmente su destitución política, el 31 de agosto de 2016, mediante una votación en el Senado bajo la acusación de ocultamiento y mala gestión de las cuentas públicas. El sucesor, Michel Temer, líder de un partido bisagra caracterizado por su pragmatismo, fue investido presidente con el aval de Washington y de los poderes económicos y, tal como se ha visto por los proyectos anunciados, con el mandato de conducir un recorte en las prestaciones sociales (pensiones públicas) y en las condiciones de trabajo (reforma laboral) en línea con la vuelta a la ortodoxia neoliberal.

El experimento de las élites políticas y económicas brasileñas, sin embargo, ha entrado en crisis tras la revelación por el diario O Globo, el pasado mes de mayo, de unos vídeos en los que se pone de manifiesto que el presidente Temer avaló el pago de sobornos. El mandatario, que ve peligrar con razón su puesto ante este ajuste de cuentas en las altas esferas del poder, ha estrechado sus lazos con la siempre poderosa institución militar brasileña en busca de un asidero sólido. En la adopción de sus principales medidas, durante esta crisis todavía en curso, se ha apoyado especialmente en el Ministro de Seguridad Institucional, general Sérgio Etchegoyen —antiguo Jefe del Ejército de Tierra y de marcado perfil derechista—, así como en los comandantes militares. Entre ellas, destaca el fallido Decreto de Garantías de Ley y Orden en el Distrito Federal, de 24 de mayo, revocado al día siguiente ante las críticas generalizadas por su desproporción y que, dictado con un objetivo finalista concreto, pretendía combatir la marcha “Ocupar Brasilia”, convocada por distintas organizaciones políticas y sociales.

La autonomía militar sigue siendo una asignatura pendiente en Brasil. Las Fuerzas Armadas, sobre todo desde la presidencia de Collor de Melo en los años noventa, fueron cediendo parte del inmenso poder institucional que acumulaban en las décadas anteriores, pero nunca se han retirado del todo de la vida pública. Los Ejércitos y la Armada retienen autónomamente el control interno —organizativo, presupuestario y operacional— de sus respectivas organizaciones. Su capacidad de influencia sobre los poderes ejecutivo y legislativo se mantiene intacta como pudo comprobarse cuando exigieron no ser afectados en el recorte de los salarios públicos. La vuelta al control militar de sectores estratégicos o de los servicios de inteligencia del Estado son también muestra de su posición central en las instituciones brasileñas.

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La celebración de grandes eventos internacionales —Mundial de Fútbol 2014 y Juegos Olímpicos 2016—, en plena recepción de la crisis y de la puesta en práctica de políticas de recorte social, exigidas por el “pacto de estabilidad”, fueron la oportunidad para el incremento de la militarización en Brasil. En efecto, los militares fueron encargados de la elaboración, coordinación y ejecución de planes de seguridad con el objetivo de reducir la violencia y el aumento de la criminalidad en las zonas urbanas ante la celebración de las competiciones deportivas mundiales. Las protestas sociales, motivadas por los recortes y por el escarnio de la corrupción a que habían conducido las inversiones públicas tras una década de obras faraónicas, fueron asimiladas a expresiones de radicalización de movimientos antisistema.

De este modo, la seguridad pública, imprescindible en un momento en que sobre Brasil estaban encendidos los focos de la atención internacional, fue también utilizada —y continúa siéndolo como rutina desde entonces— como pretexto para retornar a las viejas prácticas de la dictadura militar con la monitorización ilegal de los movimientos sociales y de las organizaciones políticas de izquierda. Las detenciones preventivas y arbitrarias, así como la frecuente infiltración de oficiales y agentes de policía en los movimientos y manifestaciones, ha sido denunciada por jueces que han investigado los hechos, declarando la incompatibilidad con un sistema democrático de estas prácticas de criminalización de la libertad de expresión y de la participación política de los ciudadanos.

Con formas discretas, pero en una línea firme y sostenida, la lógica de la “Ley y Orden” (militar) está sustituyendo en la República Federativa de Brasil al clásico lema positivista de “Orden y Progreso” (social). El eterno país de los inmensos recursos naturales, las grandes capacidades potenciales y las profundas desigualdades, cuando parecía que iniciaba por fin su esperado despegue, asumiendo el papel de liderazgo que le corresponde en América del Sur, ha vuelto a abortar la maniobra y lo peor es que, con el repunte de una militarización nunca desaparecida del todo, muestra señales alarmantes de regreso a los viejos errores del siglo pasado.

El novedoso proyecto político de desarrollo y redistribución del presidente Lula Da Silva (2003-2010), que tenía como premisas el pacto de estabilidad suscrito con los grandes poderes económicos y la coyuntura económica internacional favorable por el alto precio de materias primas de exportación (soja, hidrocarburos), llegó a su fin con la crisis global que sacudió las economías mundiales. El Partido de los Trabajadores (PT) retuvo la presidencia con Dilma Rouseff, pero con un considerable desgaste popular y valiéndose de pactos políticos poco recomendables. En un nuevo escenario económico, necesariamente hubo de practicar políticas que negaban las bases del contrato con el que se presentó a las elecciones.

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