Las víctimas, la independencia y el desamparo

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Más allá de los detalles políticos concretos, en los dramas sociales siempre hay un poder que se ejerce con impudor en la vida cotidiana. Cuando García Lorca adaptó Fuenteovejuna para sus representaciones de La Barraca, casi eliminó los enfrentamientos del Comendador con los Reyes Católicos. Quería destacar la prepotencia con la que intentaba abusar de las mujeres que vivían en su feudo. Es una constante del teatro social, una soberbia que viene de Lope y aparece en el Juan José de Dicenta o en El labrador de más aire de Miguel Hernández.

El impudor del poder se encarnaba antes en las injusticias legitimadas por los dogmas religiosos o por la inmovilidad de los discursos clasistas. En el tiempo de usar y tirar que vivimos, la legitimación del impudor se ha traspasado a los debates políticos. La sensación de desamparo que sentimos con frecuencia a la hora de no poder situarnos ni con unos ni con otros se debe a la falsedad interesada, ruidosa, de muchos de los debates impuestos por la actualidad política y mediática.

Hoy en España el mejor alcalde no es el rey, como diría el Fénix de los ingenios. Me gustan más Ada Colau y Manuela Carmena. Las dos han sido muy criticadas estos últimos días por su “ambigüedad” en los asuntos del referéndum catalán y de las víctimas de ETA. Confieso que yo me identifico con esa ambigüedad y confieso también que esa ambigüedad, consecuencia del desamparo con el que vivo los debates de actualidad, no se debe a ningún tipo de cinismo o de despreocupación, sino al esfuerzo que hago por no darle rienda suelta al desprecio y la cólera que me produce el impudor del poder. La poesía me ha enseñado que no conviene dejar que los mundos adversos te infecten con su veneno. Uno puede incluso llegar a parecerse demasiado a sus enemigos.

El impudor con el que el PP ha utilizado a las víctimas de ETA en busca de beneficios electorales cobra una dimensión de caciquismo mediático. Al principio fue una responsabilidad compartida con el PSOE, cuando los dos partidos mayoritarios firmaron el acuerdo antiterrorista que dejó al margen a los demás grupos del Parlamento. Pero hubo un momento en el que el Gobierno de Rodríguez Zapatero vio la oportunidad de conseguir la paz y acabar con los atentados. Jesús Eguiguren y el propio Rodríguez Zapatero fueron denunciados y acusados de cómplices con los asesinos por un PP que valoraba más la manipulación política de los muertos que la posibilidad de evitar nuevas víctimas entre los vivos.

Conseguida la paz después de tantos obstáculos gracias a la política y a la movilización social, el PP sigue intentando sacar partido de ETA. En realidad, lo importante para el debate de esta semana no es que Miguel Ángel Blanco fuese una víctima de ETA, sino que era concejal del PP. Por eso se le ha querido separar del resto de las víctimas. Y uno se queda en el vacío, porque siente el dolor por una muerte concreta, el desprecio por los asesinos, pero no puede sumarse a la estrategia manipuladora del PP.

Van un turco, un ruso, un yanki y un español…

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Otro rasgo de impudor que provoca mi desamparo es el debate sobre el asunto territorial en Cataluña. La desfachatez con la que el PP, máximo defensor de la unidad de España, ha alimentado con ofensas calculadas el sentimiento independentista para sacar beneficios y crear problemas a otros partidos ha alcanzado ya unos límites peligrosos. El sentimiento reaccionario español perdió de mala manera las colonias en el siglo XIX (se podían haber hecho las cosas de otra manera más feliz para todos). Puede ahora hasta perder una parte no colonial del territorio peninsular por dedicarse de forma ciega a defender sus privilegios. La articulación territorial se ha convertido en el mayor obstáculo para que se forme una alternativa de Gobierno frente a la derecha corrupta, abusiva y prepotente. La derecha lo sabe y juega a eso, cueste lo que cueste.

Claro que tampoco puede uno aliarse con una derecha catalana tan corrupta como el PP, que se olvida de la cuestión social y justifica su desmantelamiento de los servicios públicos con la excusa de que España roba. Y tampoco puedo apoyar un referéndum sin garantías democráticas en un vértigo muy poco serio, más propio de un Régimen enloquecido que de un proceso institucional. Así que la ambigüedad también me asalta en este asunto, no por cinismo o despreocupación, sino como un modo de negarme a entrar en un debate a dos del que quiero sentirme excluido.

¿Qué queda? Pues intentar romper la lógica de la prepotencia mediática y del impudor del poder aferrándonos a unos mínimos valores democráticos y sociales. Es decir, la ciudadanía catalana tiene derecho a solventar este conflicto a través de las urnas, pero cuando haya garantías de un referéndum institucional serio. Es decir, la ciudadanía española tiene derecho a recordar a las víctimas, a todas las víctimas, sin entrar en el juego del electoralismo sectario. Y, sobre todo, tenemos derecho a un Gobierno que no ejerza con impudor la corrupción, la desigualdad y la prepotencia. Pero todo esto no cae del cielo, como los derechos del Comendador. Ahora hay que ganárselo.

Más allá de los detalles políticos concretos, en los dramas sociales siempre hay un poder que se ejerce con impudor en la vida cotidiana. Cuando García Lorca adaptó Fuenteovejuna para sus representaciones de La Barraca, casi eliminó los enfrentamientos del Comendador con los Reyes Católicos. Quería destacar la prepotencia con la que intentaba abusar de las mujeres que vivían en su feudo. Es una constante del teatro social, una soberbia que viene de Lope y aparece en el Juan José de Dicenta o en El labrador de más aire de Miguel Hernández.

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