Las palabras están pegadas a la piel de la vida, nadie sabe lo que puede caber dentro de ellas. Pienso, por ejemplo, en la palabra virus. En los últimos años la hemos utilizado mucho en relación con las costumbres tecnológicas de nuestra vida cotidiana. El Diccionario de la lengua española lo definió como un programa introducido subrepticiamente en la memoria de una computadora que, al activarse, afecta a su funcionamiento destruyendo total o parcialmente la información almacenada. También nos habituamos a usar el adjetivo viral para referirnos a los mensajes que se difunden de forma muy rápida por las redes. La tecnología le había comido el terreno a la biología.
Pero un arrebato de la naturaleza le ha devuelto el protagonismo al significado más viejo. Virus vuelve a ser un organismo de estructura muy sencilla, compuesto de proteínas y ácidos nucleicos, y capaz de reproducirse sólo en el seno de células vivas específicas, utilizando su metabolismo. Son definiciones exactas, pero llamadas a desbordarse en una lengua. El virus se ha cargado de matices y ahora recoge en sus pliegues la sorpresa, el miedo, la desorientación y una ponzoña que no es sólo informática o médica, sino que afecta a la historia íntima y colectiva a través de los laberintos de cada experiencia.
En esos laberintos fermenta la fuerza del lenguaje. El virus hoy se roza con otras palabras como confinamiento, disciplina, imprudencia, demagogia, alarma, gestión, intemperie, fragilidad. Si los acontecimientos novedosos tendían a relacionarse con el progreso, un virus nos ha devuelto la memoria medieval de las epidemias. Si las falsas noticias funcionaban como supersticiones, el virus le ha dado nueva fuerza a la impudicia milagrera de los que opinan sin saber de lo que hablan. Dice Felipe Benítez Reyes que los mensajes de algunos cantantes sobre la pandemia sólo son comparables a la locura de que los científicos abandonasen los laboratorios para ponerse a actuar en las verbenas de los pueblos.
La felicidad programada se ve sustituida por la intemperie.
Ver másFelipe Benítez Reyes, sin cabeza y sin sombrero
La palabra verano es algo más que la estación del año que, astronómicamente, comienza en el solsticio del mismo nombre y acaba en el equinoccio de otoño. En algunos países latinoamericanos pasar un verano supone una turbación del ánimo por una acción deshonrosa. Esta sugerencia se me va imponiendo a la idea del verano como ámbito de las vacaciones y, sobre todo, como época de purificación personal y social que nos permite volver al trabajo con nuevas energías. Desde la infancia, tendemos a pensar en el verano como el espacio de unas hermosas vacaciones que nos abren las puertas de un nuevo curso. Es, por ejemplo, el tiempo propicio para la desescalada y el retorno a la normalidad.
Esa ilusión veraniega se está desvaneciendo. Y no se trata ya de los nuevos brotes del virus, sino del deterioro que supone la actuación de algunos gestores y de una parte de la ciudadanía que nos están haciendo pasar un verano deshonroso. Cuando se nos vino la pandemia encima, resultaba muy injusto exigir respuestas exactas y urgentes, porque la sorpresa y la incertidumbre de lo desconocido justificaban algunos desajustes. Pero la experiencia de los últimos meses debería haber servido para aprender ciertas cosas. Duelen las imprudencias y duelen los comportamientos políticos que intentan una y otra vez convertir una desgracia mundial en un recurso electoralista dañando así el compromiso colectivo. Duelen los secretos y las mentiras.
Duele también que algunas Comunidades Autónomas no hayan aprendido el daño causado por la degradación de la sanidad pública y la privatización de los sectores que tienen que ver con los cuidados. La herida social puede ser muy grave, más incluso que la sanitaria, porque ya no sirve de excusa la sorpresa. Estamos muy avisados y muchas palabras pueden salirse de tono.
Las palabras están pegadas a la piel de la vida, nadie sabe lo que puede caber dentro de ellas. Pienso, por ejemplo, en la palabra virus. En los últimos años la hemos utilizado mucho en relación con las costumbres tecnológicas de nuestra vida cotidiana. El Diccionario de la lengua española lo definió como un programa introducido subrepticiamente en la memoria de una computadora que, al activarse, afecta a su funcionamiento destruyendo total o parcialmente la información almacenada. También nos habituamos a usar el adjetivo viral para referirnos a los mensajes que se difunden de forma muy rápida por las redes. La tecnología le había comido el terreno a la biología.