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El 53,5% del paro y el 74,3% de los contratos a media jornada: las mujeres tienen poco que celebrar

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Ana Mesones descuelga el teléfono en una pausa de su jornada de trabajo, entre reparto y reparto. Muy lejos del asfalto de Barcelona está Rita Míguez, con más de quince años a sus espaldas mariscando en la costa gallega. Al sur, Ana Pinto lleva toda una vida trabajando en el campo andaluz, al que tuvo que renunciar después de haber vivido en sus propias carnes las represalias por levantar la voz contra la explotación laboral. En Madrid, Cristina Pérez es una de las casi dos millones de mujeres que engrosan las cifras del paro. Es la primera vez que cuenta públicamente el acoso que sufrió en el trabajo por ser lesbiana. Amalia Caballero hace más de dos décadas que dejó su Ecuador natal para trabajar en el servicio doméstico, ahora cuidando de una familia madrileña, en el preciso momento en que la pandemia ha puesto en valor el trabajo de cuidados. Algunas se consideran privilegiadas, otras han tenido que lidiar con la precariedad y algunas ni siquiera han visto en años un contrato de trabajo. infoLibre habla con ellas este Primero de Mayo, Día Internacional del Trabajo.

Mesones tiene 29 años y hace apenas dos días que firmó su primer contrato. Con sus condiciones laborales, su derecho a baja y sus vacaciones. A ella le suena a ficción. "Cuando llevas diez años sin contrato, te hablan de vacaciones pagadas y no lo entiendes", reconoce al otro lado del teléfono. Su contrato de obra y servicio consolida su relación laboral con una empresa que presta servicio a Just Eat. Así que la joven no ha dejado de recorrer con su moto las calles de Barcelona. Ahora, sin embargo, lo hace como asalariada y sin la angustia de saberse desprotegida si algún día le falla la fuerza y tiene un accidente laboral.

La catalana empezó a trabajar hace una década como repartidora para restaurantes. No tardó en entrar en el mundo de los riders de la mano de empresas como Glovo y Deliveroo. Al principio, recuerda la repartidora, el pago era por horas, pero enseguida la patronal decidió imponer un cambio de modelo mucho más rentable para las empresas: pasar a pagar por pedido. "Yo no lo acepté, participé en una manifestación fuera de mi horario laboral, pero me llamaron de la oficina y me enseñaron una foto mía en la que se me veía participando en la protesta". La conversación fue breve: la empresa prescindió desde ese momento de la trabajadora. "Me fui indignada. Indignada y deprimida", reconoce Mesones. A día de hoy, el trabajo por cuenta ajena da un empuje a las expectativas de futuro, pero han sido demasiados años en la estacada. Este Primero de Mayo, tiene poco que celebrar: "Nunca me he considerado trabajadora, siempre me he considerado una esclava. Es un día festivo en el que tengo que trabajar igual".

También Ana Pinto sabe bien lo que son las represalias por "protestar ante la injusticia y la explotación". Con 16 años empezó a trabajar en el campo de Huelva y con 31 lo dejó para siempre. "Al principio la cosa no estaba tan mal, trabajabas seis o siete meses en la campaña del arándano, luego ibas a la uva, las naranjas y lo que fuera viniendo". No era un empleo que concediera un gran sueldo, pero sí permitía cierta estabilidad. "Había precariedad, pero no una situación de abuso", expone la andaluza, de padres también jornaleros. Cada año los trabajadores estaban "más con el agua al cuello", hasta que el control y las exigencias en torno a la productividad lo acapararon todo, dando pie a una competición constante entre los campesinos. Pinto decidió no tolerar la deriva que había tomado su profesión, asumiendo como consecuencia "amenazas de despido constantes".

En 2018 aquel aguante hizo mella en su salud mental. La ansiedad se había hecho con el dominio de su vida cuando la mandaron a trabajar con una cuadrilla de mujeres marroquíes. "Lo hicieron para callarme la boca, pero fue todo lo contrario: encontré un apoyo por parte de las compañeras que no había sentido antes, se generaron lazos muy fuertes, me di cuenta de cómo estaban" y de ahí emergió la organización de las trabajadoras. A su perseverancia en la protesta le siguió otro toque de atención en forma de desplazamiento. Y mientras, el deterioro mental. "No aguantaba más aquello y mis condiciones mentales eran graves, así que decidí irme de allí". A la joven se le "cerraron todas las puertas" cuando empezó a "denunciar lo que ocurría". Desde entonces no ha vuelto al campo, pero trabaja como mediadora sindical para tratar de recuperar la dignidad de quienes trabajan la tierra.

Según la Encuesta de Población Activa (EPA) del primer trimestre del año, el número de mujeres desempleadas es de 1.953.700, suponen el 53,5% del desempleo en el país. En este año de pandemia, un total de 204.900 mujeres se han sumado a las cifras del paro. Cristina Pérez es una de esas mujeres. Desde hace quince años, ha venido encadenando contratos temporales en un ámbito especialmente feminizado: el de la educación social. La madrileña de 41 años reconoce que el ámbito en el que se mueve, la sensibilización y formación en igualdad, "es muy inestable" porque funciona en base a "proyectos y depende de asociaciones", la mayoría de las veces con contratos temporales o a tiempo parcial. Esta última modalidad, la de la ocupación a tiempo parcial, la protagonizan esencialmente las mujeres: el 74,3% de los empleos a tiempo parcial son para ellas, de acuerdo a los datos de la EPA.

Pérez sí tuvo un contrato indefinido, pero fue despedida de manera improcedente. Aquello ocurrió como consecuencia al acoso que dice haber sufrido. Según el Ministerio de Igualdad, una de cada cinco mujeres han sufrido acoso sexual en su puesto de trabajo. La FELGTB afina más la mirada: una de cada cuatro mujeres lesbianas, bisexuales y trans sufre acoso por su orientación sexual o identidad de género. El 35% dice además, según la encuesta elaborada por la organización, sentirse incómoda hablando sobre la realidad de su familia en el trabajo. Pérez trabajaba como auxiliar de control en un centro de atención a mujeres, el mismo edificio donde prestaba servicio su pareja, guardia de seguridad. Ambas decidieron dar un paso al frente y hablar, sin barreras, de su relación. Ahí empezó un acoso que terminó con el despido de su pareja. "En lugar de apoyarnos, empezaron a hacernos el vacío y después omitieron lo que estaba pasando. A ella la echaron y yo cogí una baja", recuerda la madrileña. Es la primera vez que reúne el coraje para contarlo.

Después de un mes de baja, decidió que no podía volver. Hasta aquel momento sus superiores se habían esforzado por cambiar sus tareas, alterar sus turnos y aumentar la carga de trabajo que debía asumir. "Te hacen sentir culpable, como cualquier otro tipo de maltrato", lamenta. No fue capaz de denunciar. "Ir sola contra tu empresa no es fácil, pero hoy lo habría hecho", confiesa.

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Amalia Caballero no puede coger el teléfono. El trabajo no le deja tiempo. Responde a las preguntas formuladas por este diario a través de audios de WhatsApp, en los momentos que puede arañar a su jornada. La mujer, trabajadora doméstica, acompaña, cuida y asiste actualmente a una familia madrileña con un mayor dependiente. Gran parte de su vida la ha dedicado a trabajar en el servicio doméstico, pero no en exclusiva. "Nunca tienes lo suficiente para ahorrar, así que hay que aceptar lo que salga", afirma. Cuando abandonó su Ecuador natal para llegar a España en mayo de 1999, todavía sin papeles, trabajó en régimen de interna, pero la experiencia duró poco más de un año. En cuanto pudo, escapó de esa modalidad difícilmente soportable. "Siempre intento trabajar con contrato, porque si no cotizo no tendré jubilación", subraya. Actualmente acumula trece años, dos meses y algunos días cotizados, dice orgullosa. Hace tres semanas, la Inspección de Trabajo regularizó la situación laboral de 28.904 empleadas del hogar.

Amalia Caballero no tiene apenas tiempo y Rita Míguez era precisamente lo que ansiaba cuando decidió empezar a mariscar: tiempo para conciliar. Fue hace dieciséis años. La gallega, natural de la parroquia de Arcade (Soutomaior, Pontevedra) trabajaba como administrativa en una empresa, pero su empleo había ocupado una parte demasiado valiosa de su vida. "Hacía jornadas intensivas, a veces de mañana y tarde, era complicado estar con mis hijos", comenta en conversación con este diario. Aquello no le hacía feliz, así que decidió dar un cambio drástico. "Busqué otra alternativa y no me arrepiento para nada". Empezó a formarse y a sacar los permisos necesarios para mariscar. Míguez llegó al mar, primero con la calma que concede el verano y después con la bravura del invierno. "Mi madre se llevó un disgusto tremendo, pero estoy enamorada de mi profesión".

Se considera una privilegiada. Las mujeres que la precedieron, quienes comenzaron a agruparse en torno a las cofradías del mar, batallaron por un "salario digno, tener una cotización y mejoras laborales" de las que ahora disfrutan otras generaciones. Ellas, las primeras mariscadoras, "abrieron las puertas" a unas condiciones que hoy día son buenas. Aunque con brechas de género. Los trabajadores tienen unos coeficientes reductores para adelantar la jubilación: el de las mujeres es menor que el de los hombres. "Cuando se establecieron, nosotras no estábamos en las cofradías y no podíamos discutirlo", detalla la gallega. En esa lucha están ahora, precisamente para que quienes vengan después tengan el camino hecho.

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