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Anna Freixas: "Nosotras nos pasamos la vida cuidando a inútiles, pero cuando necesitamos ser cuidadas nadie lo hace"

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La cubierta del libro es toda una revelación de intenciones: subida a un andador, una mujer mayor –en zapatillas de andar por casa, chaqueta de punto y guantes de goma rosa– sujeta un bote de spray con el que grafitea un eslogan sobre un fondo amarillo. Las palabras que plasma en el mural dan título a la nueva obra de Anna Freixas (Barcelona, 1946): Yo, vieja (Capitán Swing). Sí, vieja: sin medias tintas, matices, ni eufemismos. La escritora feminista disecciona en las páginas del libro, con prólogo de Manuela Carmena, los derechos que parecen haberse esfumado tras el paso del calendario, los deseos de una generación a la que nadie escucha y las necesidades de quienes llegan a la vejez sin manual de instrucciones.

Anna Freixas construye una suerte de "apuntes de supervivencia para seres libres", una mirada de complicidad hacia los más mayores, especialmente las mujeres, pero también un relato que no deja fuera a las nuevas generaciones: "Vivirás una buena vejez si tú desde el principio tratas de estar alerta de cómo es la vida de los mayores. Porque como te despistes, te meterán en una residencia. Así que tú verás".

PREGUNTA: En el libro dedica un capítulo a "ser vieja en tiempos de coronavirus" y recupera la situación en las residencias. ¿Cómo describiría lo que se vivió en los geriátricos y asuntos como el protocolo de la vergüenza?PREGUNTA: protocolo de la vergüenza

RESPUESTA: En concreto esto de no derivarlos a los hospitales me parece una forma de… no quiero usar palabras fuertes, pero creo que es algo muy grave y sobre todo supuso privar de derechos fundamentales a las personas. Es una forma de genocidio, exterminio, desconsideración, permitir que la gente se muriera de esta manera. Murieron en las residencias solos. No sabemos si en los hospitales hubieran tenido grandes oportunidades, porque al principio la incidencia de mortalidad fue muy alta, pero desde luego todas las prohibiciones son malas, también en este caso.

P: Usted misma afirma que "acostumbradas a mirar hacia cualquier lado menos en dirección a los asilos de mayores, nos hemos quedado de una pieza ante la inmensidad del problema". ¿Por qué no estamos acostumbrados a mirar en esa dirección?

R: Dentro de las noticias cotidianas no se habla de las residencias. De repente cuando sucedió lo del coronavirus nos encontramos con una realidad que nadie tenía en cuenta. La cantidad de gente en las residencias y en qué condiciones viven no forma parte del discurso cotidiano. La vejez forma parte de una sección de la vida en la que no hay nada interesante que tener en cuenta y por lo tanto no teníamos idea de lo que pasaba en las residencias.

P: A raíz de la crisis del coronavirus se ha puesto sobre la mesa la necesidad de construir un nuevo modelo residencial, más basado en hacer de esos espacios un hogar. ¿Vamos en buena dirección?

R: La mejor dirección es que la residencia sea un espacio para las personas que realmente no pueden mantenerse en la casa o vivir autónomamente. Pero en todo caso son necesarias. El modelo residencial… mientras sean un negocio nunca irán bien, no atenderán las necesidades de las personas con la diligencia y la justicia que se puede esperar de un sitio público. Si son un negocio, yo pago por unos servicios pero además para que alguien se enriquezca. Esto siempre es un problema.

P: ¿Cree entonces que el modelo debería ser esencialmente público?

R: Yo creo que sí. Público o comunitario, pero las residencias no pueden ser un negocio.

P: En el libro habla también del problema de la soledad no deseada. ¿Debería estar en la agenda política?

R: Hay personas que viven solas y no se sienten solas porque tienen red, comunidad, unos vínculos que les permiten vivir solas pero no en soledad. Pero hay personas que realmente están solas y carecen de una red que atienda sus necesidades. Todas las comunidades vecinales, municipales, deberían elaborar programas que permitieran detectar a estas personas y atenderlas como es debido. Se debe vigilar su vida cotidiana y proporcionar suficiente apoyo, no solamente logístico, sino emocional para hacer que en su día a día sientan que forman parte de algo.

P: El Plan de recuperación europeo plantea el aumento de la esperanza de vida como una oportunidad para alargar la edad de jubilación y potenciar la productividad de las personas mayores. ¿Qué hay del derecho al descanso?

R: Es cierto que la vida se ha prolongado mucho y a los 65 años nos queda tiempo de vida activa. La política de pensiones y jubilación tendrá que estar armonizada con determinados elementos que permitan que esta prolongación sea deseada por la gente, no obligada. Hay empresas en las que se implementan acciones que permiten que la gente pueda trabajar y vivir bien. Esto está bien si va a acompañado de una reflexión o de un acuerdo entre los trabajadores y la empresa: en qué medida me puedo mantener en esa empresa si no me pone obstáculos. Mucha gente jubilada tiene vidas muy productivas, sin salario, mantiene un capital intelectual y laboral muy importante. Esa flexibilidad es algo que puede ser interesante. Muchos pueden ser mentores de gente joven, quienes orienten en el aprendizaje a los más jóvenes. Es una reflexión que está por hacer.

P: Sin embargo, una vez que una persona deja de producir y ser útil para el mercado laboral, ¿se convierte en un cero a la izquierda? ¿Está ligada la valía personal a la productividad?

R: Cuando una persona se jubila entra en la casilla de la no productividad, aunque eso habría que analizarlo, porque la productividad de la gente jubilada es muy alta. En un momento determinado la sociedad prescinde de personas que pueden aportar a la sociedad. El tema es cómo una sociedad puede articular el capital social, cultural, experencial, profesional, humano, que aportan las personas cuando salen del mercado laboral. La gente jubilada le está haciendo un enorme favor al Estado. Está cubriendo todas las carencias: atención a los nietos o nietas, apoyo a las parejas jóvenes en su etapa laboral, también cuando se quedan sin trabajo, en los problemas de vivienda, cuidados… En la universidad, por ejemplo, muchos no estamos en activo y sin embargo formamos parte de una especie de asesoría paralela: cantidad de chicos y chicas que hacen trabajos nos escriben. Todo esto de alguna manera la universidad podría canalizarlo. Se da y sin embargo es invisible la cantidad de trabajo que realmente le estás haciendo a la universidad.

P: Insiste en las diferencias de género durante el envejecimiento, pero también en las diferencias de clase: ¿qué supone envejecer para una mujer que, por ejemplo, ha dedicado su vida al trabajo doméstico sin apenas cotizar?

R: O sin cotizar directamente. Supone que va a ser una vieja pobre. Si tiene pareja, cosa que no siempre es frecuente, dependerá de la pensión del otro y cuando se muera tendrá una pensión de viudedad chiquitita. Va a ser una vieja pobre, tendrá que depender de la amabilidad de sus hijos e hijas, siempre que los hijos no hayan decidido capitalizarse a costa de esta madre, dejándola sin casa o mandándola a una residencia. Yo cuando daba clases y tenía que hablar de dinero, les decía: miradme bien, yo no voy a ser una vieja pobre, ¿pero vosotras? Miraba a las chicas. Dependerá de las opciones que tengan. Una vieja pobre es una mujer que en la adolescencia primó su imaginario del amor romántico sobre la profesión o que ha ido tomando decisiones en función de un bien colectivo, necesario y fundamental. Ha sostenido el mundo, pero el mundo no lo ve, no le devuelve nada. Para que los otros salieran a trabajar por la mañana o fueran a la universidad, ella ha puesto los medios: ha preparado la comida, ha ido a la compra… llega un momento en que todo el mundo tiene dinero menos ella y nadie siente que lo que tiene se lo debe a ella. Ella se queda para que los otros salgan.

P: Pero hay diferencias entre las generaciones más jóvenes y la generación de nuestros abuelos. ¿Quizá gracias al feminismo?

R: Claro. Yo soy absolutamente optimista. El mundo ha avanzado mucho, a veces menos de lo que puede parecer, porque disponer de una serie de leyes no significa que todos vivamos en igualdad. Las cosas han mejorado muchísimo, pero queda un camino muy largo. Y sobre todo, no podemos dejar de hablar de esto. Cuando yo dejo de hablar de la necesidad de compartir los cuidados, doy por hecho que los cuidados se comparten. Y no es verdad: los cuidados se comparten más que antes, pero no se comparte la preocupación, el desvelo.

P: Llegada la vejez, tras una vida de cuidados, ¿cómo confluyen la inercia de cuidar con la necesidad de ser cuidadas?

R: Normalmente las mujeres, como colectivo al margen de las excepciones individuales, hemos sido tan entregadas al cuidado, sabemos tan bien lo que exige, que nos cuesta mucho pedirlo, nos cuesta mucho ser cuidadas. Nosotras cuidamos a todos los inútiles que no necesitan ser cuidados, toda la vida cuidando a montones de inútiles, pero cuando nosotras necesitamos ser cuidadas nunca encontramos el momento ni tampoco encontramos a quien voluntaria y libremente se ofrezca a cuidarnos. No hablo sólo de los hijos e hijas, también de las relaciones de amistad, de las genealogías profesionales… toda esa red que puede ponerse en marcha para cuidarte.

P: En el libro aborda también la sexualidad de los mayores y habla de la censura de la afectividad. ¿Hay también diferencias de género en este aspecto?

R: Desde luego. El patriarcado se cuidó de definirlo todo: los hombres tienen unas necesidades terribles y perentorias, con esto han justificado las violaciones y muchos de los problemas que siguen existiendo. Y las mujeres una vez no tenemos la regla nuestro interés sexual ha desaparecido, según ellos, aunque el deseo femenino se mantiene hasta el último día de nuestra vida. El masculino se mantiene también, supongo, pero con muchas dificultades de llevarlo a cabo, en parte porque no han hecho una reflexión sobre cómo transformar una sexualidad falocéntrica en una sexualidad sensual.

P: Precisamente sobre la mentruación: nos enseñan y nos preparan para ella, pero apenas sabemos nada sobre la menopausia. ¿Por qué no se nos enseña a envejecer?

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R: Respecto a la menopausia, no ha habido información por interés. La menopausia se ha pintado siempre como el principio del fin: el final del atractivo sexual, de la sexualidad, de tus posibilidades en el mercado afectivo. Esto ha sido un interés patriarcal para que los hombres tengan vía libre para buscarse chicas de veinte años. Si resulta que a los 50 no eres atractiva sexualmente y ellos tienen esas pasiones desatadas, tienen que buscarse a una chica de veinte años. Eso ha sido un interés total y absoluto. Luego la sociedad se dio cuenta de que las chicas habían empezado a dejar de parir en España, pero todas tenían la menopausia, así que hubo un interés muy grande en comercializar la menopausia y ponernos tratamientos hormonales, a pesar de las consecuencias. ¿Por qué no hay una reflexión y educación sobre la necesidad de cuidar nuestro cuerpo a lo largo de toda la vida, desde el principio, para llegar a la vejez en condiciones? Yo también me lo pregunto. Me gustaría hacer hincapié en que ser viejo es la prolongación de ser joven: tal como tú seas joven y trates tu cuerpo y tu mente, así será tu vejez.

P: El libro está especialmente dirigido a las viejas, pero también llegará a las manos de jóvenes. ¿Cuál es el mensaje para ellas?

R: Querría que las chicas jóvenes asumieran muchos de los temas que planteo en el libro, no como algo que les pasa a las viejas, sino como algo que les pasará a ellas y a sus compañeras. Y por tanto como algo importante, porque es el futuro. Eso es lo más importante. Para mí lo ideal sería que las chicas leyeran esto, y los chicos también, y se convirtieran en vigías, en centinelas. Que no tengamos que ser las mayores las que expliquemos por qué nos pasan las cosas. Tú vivirás una buena vejez si tú desde el principio tratas de estar alerta de cómo es la vida de los mayores. Porque como te despistes, te meterán en una residencia. Así que tú verás.

La cubierta del libro es toda una revelación de intenciones: subida a un andador, una mujer mayor –en zapatillas de andar por casa, chaqueta de punto y guantes de goma rosa– sujeta un bote de spray con el que grafitea un eslogan sobre un fondo amarillo. Las palabras que plasma en el mural dan título a la nueva obra de Anna Freixas (Barcelona, 1946): Yo, vieja (Capitán Swing). Sí, vieja: sin medias tintas, matices, ni eufemismos. La escritora feminista disecciona en las páginas del libro, con prólogo de Manuela Carmena, los derechos que parecen haberse esfumado tras el paso del calendario, los deseos de una generación a la que nadie escucha y las necesidades de quienes llegan a la vejez sin manual de instrucciones.

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