La ciudad sin memoria

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Se cumplen 80 años del estallido de la Guerra Civil en una ciudad muda y ciega, sin pasado ni memoria. Los vestigios del sitio de Madrid fueron borrados por la mano de los vencedores y olvidados por unos habitantes esculpidos en el silencio y el miedo, primero; y en la ignorancia, después. Es como si jamás hubiese sucedido nada, como si el tiempo que vivimos fuese eternamente feliz y vertical. Esta ausencia de historia es una forma de derrota, algo que nos limita como sociedad civil.

La antigua cárcel de Torrijos, un edificio neomudéjar, situado en el 53 de Conde de Peñalver, es hoy una residencia de ancianos. En la fachada de ladrillo rojo destaca una lápida de la Sociedad General de Autores: “Al poeta Miguel Hernández que compuso en este lugar las famosas Nanas de la Cebolla en septiembre de 1939”. Se inauguró el 15 de octubre de 1985, con el PSOE en el Gobierno y 202 diputados en el Congreso. Es un homenaje incompleto, cobarde: ¿Acaso compuso Hernández su poema más célebre en una residencia de ancianos? Ni una mención a la cárcel en la que se hallaba preso. En 1985 aún se colocaban inscripciones con la verdad oculta.

Al lado del penal de Torrijos estaba la cárcel de Díaz Porlier, ¿o eran en realidad la misma?, una de las más duras tras el final de la guerra. Hoy es el colegio Calasancio de los escolapios. Tampoco hay carteles que rememoren su pasado, sólo uno en una entrada pequeña en la fachada de la calle que le dio nombre; suena a broma macabra: sede de la cofradía del Divino Cautivo. El nombre no es casual, lo eligieron los alumnos del bando vencedor. En ese penal eran frecuentes los suicidios, presos que se arrojaban al vacío. Los llamaban “los pajaritos”.

La suerte del golpe del 18 de julio de 1936 en Madrid se decidió al día siguiente, en los alrededores del Cuartel de la Montaña, donde se encuentra actualmente el templo de Debod. El fracaso de la sublevación del general Joaquín Fanjul impidió a los levantados en armas cobrarse la pieza más importante: la capital, y con ella, tal vez, una victoria rápida. La zona se puebla los fines de semana de turistas, paseantes y corredores. En la entrada hay una escultura de 1972 colgada de unos sacos terreros. Está dedicada a los muertos de un lado. No hay inscripciones. En el parque adyacente se puede leer en una piedra inaugurada en 1970 por Carlos Arias Navarro: “Sobre el solar del histórico cuartel de la Montaña el Ayuntamiento de Madrid construyó este parque siendo alcalde…”. Ni una sola mención a su suerte, a la batalla.

Esther García es experta en el Madrid de 1936. Lleva un mazo de fotocopias con fotos y un mapa de los primeros bombardeos en agosto y octubre. A partir de noviembre serían regulares. Empezaron por las tardes; el humor negro de la ciudad los bautizó como “el té de las cinco”; después, tras el fracaso de la toma de Madrid, sucedían a todas horas, también de noche. A cada número de muertos civiles se respondía con una saca de presos. No fueron tiempos ejemplares para nadie.

Los junkers alemanes y los Caproni y Savoia Marchetti italianos concentraron sus ataques en los barrios bajos (Lavapiés y Latina, sobre todo), y en la zona del paseo del Prado. Dos de sus objetivos eran hotel Gaylord´s en la calle Alfonso XI, sede la Embajada soviética y sus asesores militares, y el hotel Savoy, en la plaza de Platerías, donde descansaban los aviadores rusos.

Balazos en los edificios

Son numerosos los edificios con muescas de bala o de metralla. Las de la Puerta de Alcalá pertenecen a la guerra de la Independencia contra las tropas napoleónicas. En Correos, en la fachada del actual Ayuntamiento, se puede observar la marca de bala en la reja de la ventana más próxima al Prado. A la diosa Cibeles la cubrieron de sacos terreros, lo mismo que a Neptuno. A la primera la bautizaron La linda tapada; al segundo, El emboscado. También hubo medidas especiales para proteger los fondos del Museo del Prado.

Quedo con Esther García en la puerta del Banco de España. Nos acompaña José Antonio Zarza, experto en los frentes de guerra. Pertenece a Gefrema (Grupo de Estudios del Frente de Madrid), una de las pocas organizaciones que realizan recorridos por el Madrid republicano y el Madrid en guerra: la Gran Vía, los frentes de la Ciudad Universitaria, Casa de Campo, el cementerio de la Almudena. El día de nuestra cita está convocada una concentración motera organizada por las Fuerzas Armadas. Algunos podrían parecer ángeles del infierno por sus vestimentas de cuero y los pelos crespos. La inmensa mayoría porta banderas de España.

“Esto era el Ministerio de la Guerra, donde al principio se instaló la Junta de Defensa, después se mudaron al Ministerio de Hacienda, en la calle Alcalá, y a El Capricho, en la Alameda de Osuna”, explica García. En el interior de este cuartel protegido por un hermoso jardín, los generales José Miaja y Sebastián Pozas abrieron en la madrugada del 7 de noviembre las cartas con las órdenes del Gobierno que acababa de trasladarse, con nocturnidad y cierta alevosía, a Valencia. No se sabe si por error, las cartas estaban cambiadas: la de Pozas la leyó Miaja y la de Miaja, Pozas. Ambos desobedecieron adelantándose a la hora en la que debían abrirlas, algo que pudo ser determinante para la suerte de la ciudad. Madrid estuvo expuesto hasta la llegada el día 8 de las primeras unidades de las Brigadas Internacionales, que arribaron en tren y ascendieron por la calle de Atocha en medio de vítores, que fueron amainando por falta de público según se acercaban a las posiciones más adelantas.

Desde la puerta del Cuartel del Ejército se puede admirar la fachada del Banco de España, uno de los edificios más hermosos de la ciudad. En el centro, debajo de la bandera, hay un escudo. Es uno de los pocos escudos republicanos que quedan en Madrid; se diferencia del monárquico en la torre almenada. En la nueva esquina del banco, junto a la calle Marqués de Cubas, estaba la sede del Heraldo de Madrid, el principal diario en aquellos tiempos. Tampoco hay nada que rememore los lugares donde se hallaban los grandes cafés bohemios de Madrid. En lo alto del edificio del BBVA, en la esquina de la calle Alcalá con Sevilla, hay dos cuadrigas cuyo color nada tiene que ver con el resto de la ornamentación de la fachada. Se pintaron de negro para evitar los bombardeos y así siguen casi 80 años después.

Los hoteles de las guerras siempre tienen una mística especial, en las barras de sus bares se cocinaron conspiraciones, aventuras amorosas y crónicas memorables. El Continental de Saigón nos conduce a Thomas Fowler, el personaje de El americano impasible, de Graham Greene. Beirut tenía dos, el Commodere y el Cavalier. Sarajevo está vinculado a su Holiday Inn amarillo que en su cara Sur daba a la avenida de los francotiradores. En Madrid, además de los hoteles de los rusos, estaba el Florida, el de los corresponsales de guerra, el de Ernest Hemingway; aunque muchos de ellos se mudaron al hotel Gran Vía, delante de Telefónica, desde donde enviaban sus cables. Era más seguro, sobre todo las habitaciones que dan a la calle Tres Cruces y estaba más cerca de Chicote, su segunda oficina, el lugar de las grandes juergas. Los proyectiles de artillería disparados desde la Casa de Campo entraban por la calle Jacometrezo. Madrid renombró su Gran Vía como “la avenida del 15 y medio”, por el calibre de los proyectiles. Era una zona peligrosa, como la plaza de Ópera, llena de sacos terreros. La Gran Vía se llenó también de muretes de resistencia para frenar la entrada de las tropas rebeldes.

Del Florida, obra del gran arquitecto y urbanista Antonio Palacios, no queda nada. En su lugar se levantó el Galerías Preciados en Callao, que ahora pertenece a El Corte Inglés. Por supuesto no hay carteles. Palacio es autor de numerosos edificios: Bellas Artes, Correos, el hospital de Maudes, entre otros.

El edificio de Telefónica recibió cerca de 100 impactos durante la guerra, la gran mayoría en la fachada que da a la calle Valverde, la más expuesta al frente de la Casa de Campo. Pese a ser un núcleo de comunicaciones y un punto de observación estratégico, las tropas franquistas lo respetaron. Telefónica era propiedad de la empresa estadounidense ITT, cuyo presidente, Sosthenes Behn, era anticomunista y simpatizante de la causa.

Si regresamos al paseo del Prado, y giramos hacia la plaza de Felipe IV, frente a la iglesia de los Jerónimos, encontramos el monolito al alférez provisional, un cuerpo creado por Franco para paliar las bajas de oficiales durante la Guerra Civil. Su intento de levantamiento por parte del Ayuntamiento de Madrid, presidido por Manuela Carmena, causó un gran escándalo en el PP y sus aliados. Lo mismo que la retirada de una lápida conmemorativa del fusilamiento de ocho carmelitas en el cementerio de Carabanchel, algo más comprensible.

El presidente de la Asociación para la Recuperación de la Memoria (ARMH), Emilio Silva, recuerda que en la etapa de Alberto Ruiz-Gallardón al frente de la Comunidad de Madrid se destruyeron 3.500 nichos en el cementerio de la Almudena que el Gobierno de la República había concedido a perpetuidad a los héroes de la defensa de Madrid. “Se destruyó con total impunidad y sin grandes escándalos para levantar otros nuevos que se han vendido a 4.200 euros la pieza”, asegura. No es la única hazaña de Gallardón. Como alcalde retiró en 2007 las farolas republicanas de la Plaza Mayor. “Ha habido una labor consciente y constante de destrucción de todo vestigio que recuerde a la II República”, añade el presidente de la ARMH.

Monumento a los vencedores

Detrás de la plaza de Tirso de Molina, llamada antes del Progreso, se conserva en buen estado un edificio amarillento regido por unas monjas que da a la calle del Amparo. Fue la sede de la Gota de Leche, una institución benéfica. Cuenta Arturo Barea en La forja de un rebelde que ahí ocurrió una matanza de niños, mujeres embarazadas y putas, porque era el barrio en el que vivían muchas de ellas. Fue el 30 de octubre. Barea logró rescatar algunas de las fotos de los niños muertos en la calle del Amparo para utilizarlas como propaganda, para mostrar al mundo lo que estaba pasando. No hay nada que recuerde aquellos muertos ni la importancia de la institución benéfica. Tampoco hay señales en el número 9 de la calle Fomento, donde estuvo una de las checas más sanguinarias en la que actuaba Felipe Sandoval, alias Doctor Muñiz, un pistolero de la CNT. Tampoco en el Cuartel del Ejército del Aire, en la plaza de Moncloa, levantado sobre el terreno en el que estuvo la cárcel Modelo. Madrid es una ciudad sin pasado reciente.

El Arco de la Victoria de Moncloa fue diseñado para conmemorar la victoria militar de Franco. Cuando se empezó a construir en 1950 ya habían pasado los tiempos de exaltación nazi y fascista, el régimen buscaba congraciarse con las potencias aliadas. Nunca se inauguró ni se utilizó para grandes desfiles ni demostraciones, por lo tanto aún es posible inaugurarlo con otro significado. Delante del Arco, mirando hacia la carretera de A Coruña, estaba prevista la colocación de la escultura ecuestre del dictador que acabó delante del Ministerio del Trabajo y que fue retirada, en una rara excepcionalidad, durante los años de la democracia.

La Ciudad Universitaria fue un frente de guerra activo hasta la caída de Madrid a finales de marzo de 1939. En ella lucharon, además de en otros frentes, las Brigadas Internacionales, cuyo puesto de mando se ubicó en la Facultad de Filosofía. Las tropas de Franco lograron crear una bolsa de resistencia, lo que se llama en el argot militar, una cabeza de puente, cuyo vértice era el hospital Clínico.

He estudiado cinco años en la Facultad de Ciencias de la Información y nunca me fijé en un muro que hay a la izquierda, según se sale hacia las escaleras. Se le llamaba el del Botánico. Está cosido a balazos de los franquistas desde sus posiciones en el viaducto de Cantarranas, bajo la carretera de A Coruña; en este puente, los balazos republicanos han desaparecido, alguien decidió enfoscar la pared.

José Antonio Zarza disfruta al contar la historia de los lugares por los que pasamos. Como el de la célebre pintada “¡Viva la Universidad Libre!” que data del invierno de 1947 y que fue realizada con nitrato de plata, que la hacía imborrable. A cada intento de despintar, brotaba de nuevo. Fue un desafío que duró todo el franquismo. Lo que no superó fue la publicación de esta historia en el diario El País. Poco después apareció destrozada.

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Aquella pintada provocó la detención de 14 dirigentes del sindicato de estudiantes antifranquista FUE, entre ellos Nicolás Sánchez Albornoz y Manuel Lamana que protagonizaron una espectacular fuga del Valle de los Caídos, donde estaban presos. Contaron con la ayuda de algunos de sus compañeros, entre ellos Carmelo Soria, años después asesinado por Pinochet en Chile, y la colaboración de una joven norteamericana, Bárbara Prost Solomon; además de Barbara Mailer, hermana de Norman Mailer, y Paco Benet, hermano de Joan Benet. De aquella aventura, Fernando Colomo filmó Los años bárbaros.

Se cumplen este 18 de julio 80 años del inicio de la Guerra Civil, y se cumplen en una ciudad sin memoria, con calles que aún honran a generales como Yagüe, responsable de la matanza de Badajoz. La aplicación de la Ley de la Memoria Histórica levanta ampollas. Han pasado 80 años y ese mismo tiempo vertical del que hablábamos no ha resuelto los problemas. Mirar a otro lado nunca cura. Una ciudad sin memoria no es una ciudad en paz. Esta se construye con justicia. Después de tanto tiempo, la única justicia que queda al alcance de todos es la de un relato honesto y completo. La comisión de la memoria histórica de Madrid, que preside Paquita Sauquillo, tiene un trabajo ímprobo y difícil. Sauquillo me dijo que, a su entender, más que sobrar placas y monumentos, faltan otros muchos.

Han pasado 80 años y este país sigue, de alguna manera, en una trinchera mental. La diferencia con Alemania e Italia es que en esos países el fascismo fue derrotado. Aquí ganó la guerra y tuvo el premio de 40 años de dictadura, que los casi 40 años de democracia no han sabido desmontar. El ruido por el monolito al alférez provisional contrasta con el silencio ante la destrucción de los nichos de la Almudena. Muertos de primera, muertos de segunda. Han pasado 80 años, pero la guerra entre las dos Españas, las de Antonio Machado, sigue latente. Ya no son los frentes universitarios, ahora son las palabras. Si fuésemos franceses, Madrid estaría repleta de rutas que explicaran su historia en esos años. No sólo es higiénico y urgente para los habitantes de la ciudad, es que, además, podría ser un negocio. El Madrid del No pasarán sigue siendo un motor de emociones. Como el Guernika de Picasso, el cuadro inabarcable.

Se cumplen 80 años del estallido de la Guerra Civil en una ciudad muda y ciega, sin pasado ni memoria. Los vestigios del sitio de Madrid fueron borrados por la mano de los vencedores y olvidados por unos habitantes esculpidos en el silencio y el miedo, primero; y en la ignorancia, después. Es como si jamás hubiese sucedido nada, como si el tiempo que vivimos fuese eternamente feliz y vertical. Esta ausencia de historia es una forma de derrota, algo que nos limita como sociedad civil.

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