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Desconfiamos de una Justicia colapsada, pero ni aun así nos preocupa

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La situación judicial no importa. O, al menos, no tanto como la crisis de valores o la guerra en suelo ucraniano. La Justicia es un problema olvidado. Da igual el contexto o la exposición mediática de los tribunales. Prácticamente nadie pone el acento en su funcionamiento cuando enumera las mayores preocupaciones que le rondan la cabeza a nivel económico, político y social. De hecho, no está ni entre los veinte principales problemas para la ciudadanía. Y eso que la imagen que los españoles tienen de su sistema judicial es mala. Impera la desconfianza, fruto de una percepción de politización que se deriva, principalmente, de las luchas partidistas por controlar el mayor número de puestos en la cúpula judicial. Y tampoco ayuda la lentitud en la resolución de conflictos.

El último año ha sido eléctrico a nivel jurídico-político. El bloqueo en la renovación de los órganos constitucionales ha situado de forma permanente bajo el foco mediático tanto al Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) como al Tribunal Constitucional. Sobre todo en las últimas semanas de 2022, cuando la corte de garantías frenó en seco por primera vez en su historia la tramitación de una iniciativa legislativa en las Cortes que buscaba, precisamente, forzar la sustitución de cuatro de sus magistrados, algo que terminaría produciéndose gracias al movimiento del sector progresista en el seno del órgano de gobierno de los jueces. Una prohibición a la hora de debatir normas en las Cámaras que, según el Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS), no gusta a la mayoría de ciudadanos.

Pero la intensidad informativa alrededor de estas cuestiones no ha disparado, ni mucho menos, la preocupación de los ciudadanos por la situación judicial en el país. El último barómetro del organismo público dedicado al estudio de la sociedad sitúa a la Administración de Justicia como el problema vigesimoséptimo de los españoles. Sólo preocupa al 2,2% de los encuestados. Es cierto que la cifra ha ido repuntado a lo largo de los últimos meses –a comienzos de 2022 era la mitad, el 1,1%–, pero está a años luz, como es lógico, de los problemas de índole económico, el paro o la sanidad. Preocupa, incluso, menos que lo que se define en la encuesta como "crisis de valores", la guerra en Ucrania, la inmigración o la inseguridad ciudadana.

No es algo nuevo. De hecho, en toda la serie histórica del Centro de Investigaciones Sociológicas la colocación de la justicia como uno de los principales problemas del país siempre ha estado por debajo del 10%. La cifra más elevada registrada hasta el momento data de mayo de 2018, cuando preocupaba a un 6,8% de los encuestados. Aquel fue un repunte muy puntual experimentado en un momento muy concreto. El otoño independentista catalán estaba caliente en los tribunales, la Audiencia Provincial de Navarra acababa de librar del delito de violación a La Manada y los jueces y fiscales de todo el país protestaban para exigir mejoras de las condiciones laborales y medidas para mejorar una imagen de la justicia dañada, reforzando, entre otras cuestiones, su independencia.

Pocos jueces y muchos asuntos

Lo que pedían entonces los profesionales era que la justicia se convirtiera en una prioridad. Consideraban fundamental poder dar respuesta de una forma ágil, eficaz y de calidad a los ciudadanos que acudían a ellos. Pero casi un lustro después el colapso de la justicia sigue sin resolverse. En 2021, últimos datos disponibles, había 3,14 millones de asuntos en trámite en los tribunales, una cifra ligeramente por debajo del 2020 negro pero casi once puntos por encima de la del último año prepandemia, datos que no se habían visto en toda la última década. Y la llamada tasa de congestión, que es el resultado de dividir la suma de asuntos pendientes de resolver e ingresados en un año entre los resueltos en ese mismo periodo, era del 1,49, frente al 1,34 del 2011 o el 1,37 de 2016.

Todo esto se traduce en una justicia lenta. Un concurso mercantil puede tardar en resolverse, de media y según datos del órgano de gobierno de los jueces, casi cuatro años. Y un accidente laboral que no se quiere reconocer por parte de la empresa, año y medio. Los profesionales de la Justicia llevan tiempo quejándose de la sobrecarga de trabajo que tienen que soportar, lo que castiga su salud mental y les empuja a pedir la baja, buscar jubilaciones anticipadas o moverse a destinos algo más tranquilos. Por eso, piden más recursos materiales y humanos en un país que cuenta con 11,2 jueces por cada 100.000 habitantes, frente a los 17,6 de la media europea. Y que se lleven a cabo las reformas normativas necesarias para desatascar la situación y evitar que los procedimientos puedan eternizarse.

El problema de la politización

La última vez que el Centro de Investigaciones Sociológicas preguntó en profundidad a los españoles sobre el funcionamiento de la justicia fue en un barómetro de julio de 2019. Entonces, el 48% decía que "mal" o "muy mal", frente a solo el 22,6% que creía que iba "bien" o "muy bien". Aquel sondeo ahondaba en los motivos de ese pensamiento crítico. Los encuestados situaban, en respuesta espontánea, la laxitud de las penas o la burocracia como los dos grandes problemas. Y, en tercer lugar, la politización. De hecho, en el último Eurobarómetro realizado sobre este sector a mediados del pasado año, el 53% de los españoles consideraban que la independencia de los jueces y tribunales era mala o muy mala, frente al 38% que pensaban todo lo contrario. Son dieciocho puntos más que la media europea. Solo Italia, Bulgaria, Eslovaquia, Polonia y Hungría registraron peores datos en este sentido.

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No ayuda a mejorar esa imagen el colocar a personas con un intenso marchamo político en las cúspides del poder judicial. Una tradición de lo más transversal. Ahí están los casos de Fernando de la Rosa o José Merino Jiménez, quienes pasaron de consejero y director general en los Gobiernos conservadores de la Comunitat Valenciana y la Comunidad de Madrid. O el de Álvaro Cuesta, que llegó al CGPJ tras haber sido durante años diputado del PSOE. Sin olvidarse, por supuesto, del reciente nombramiento del exministro de Justicia Juan Carlos Campo como magistrado del Tribunal Constitucional.

Con todos estos mimbres, el grado de confianza que tienen los españoles en la Justicia no es demasiado esperanzador. La última Encuesta sobre tendencias sociales del CIS da buena cuenta de ello. En una escala donde el 1 era confianza mínima y el 10 máxima, la institución sacaba una nota media de 4,78. Un profundo descontento que, sin embargo, pasa a un segundo plano en el momento en el que los ciudadanos tienen que poner sobre la mesa sus tres principales preocupaciones.

Los partidos son plenamente conscientes de que los electores tienen otras prioridades en la cabeza. Y quizá por ello se pueden permitir el lujo, como el PP, de mantener congelada durante casi cinco años la renovación del CGPJ. Un bloqueo que, junto con la reforma del Poder Judicial impulsada por el Gobierno, ha puesto a parte del Supremo al borde del colapso. En los próximos meses, tendrá un 30% de plazas vacantes de magistrados. Un agujero que provocará que a lo largo del presente año, según estiman en la Sala de Gobierno del Alto Tribunal y si no se pone remedio, se dicten 1.230 sentencias menos por parte de las salas de lo Social y de lo Contencioso-Administrativo, las más castigadas por el bloqueo.

La situación judicial no importa. O, al menos, no tanto como la crisis de valores o la guerra en suelo ucraniano. La Justicia es un problema olvidado. Da igual el contexto o la exposición mediática de los tribunales. Prácticamente nadie pone el acento en su funcionamiento cuando enumera las mayores preocupaciones que le rondan la cabeza a nivel económico, político y social. De hecho, no está ni entre los veinte principales problemas para la ciudadanía. Y eso que la imagen que los españoles tienen de su sistema judicial es mala. Impera la desconfianza, fruto de una percepción de politización que se deriva, principalmente, de las luchas partidistas por controlar el mayor número de puestos en la cúpula judicial. Y tampoco ayuda la lentitud en la resolución de conflictos.

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