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Qué han aprendido (y qué no) las residencias cuatro años después de la tragedia

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Durante la crisis del covid, hubo una frase que se repetía una y otra vez, incluso desde la política: "De esta saldremos mejores". Tras esas cuatro palabras se encontraba, entre otras cosas, la voluntad de corregir todo aquello que había facilitado que el impacto de la crisis sanitaria fuese tan dramático. Sobre todo en las residencias. Con esa idea el Gobierno y las comunidades autónomas aprobaron el Acuerdo sobre Criterios comunes de acreditación y calidad de los centros y servicios del Sistema para la Autonomía y Atención a la Dependencia (SAAD), el documento que iba a ser, anunciaron entonces, el germen de un nuevo modelo de cuidados en el que el ministro de Derechos Sociales, Consumo y Agenda 2030, Pablo Bustinduy, ya ha dicho estar trabajando.

El mes que viene se cumplirán dos años desde que se firmó. Y este mayo se han cumplido cuatro desde que comenzara la desescalada y la vuelta a lo que entonces se denominó nueva normalidad. Pero el sentimiento de los familiares sigue siendo el mismo: nada ha cambiado. "Las residencias están en estos momentos en una encrucijada. O se camina en la dirección del Acuerdo de acreditación (aunque las ratios sean insuficientes), o nos enquistamos en el actual modelo en el que es imposible tratar bien a las personas y ofrecerles un trato digno", señala Miguel Vázquez, portavoz de Pladigmare y de la Plataforma Estatal de Organizaciones de Familiares y Usuarias de Residencias.

Sin embargo, detrás del escenario general hay multitud de casos. Y no todos son iguales. En algunos centros parece que no se aprendió nada de la tragedia. En otros, parece que bastante. infoLibre ha charlado con cuatro geriátricos para conocer su realidad. Dos de ellos están ubicados en Madrid y otros dos en Cataluña, las dos comunidades con mayores cifras de mortalidad en sus geriátricos durante los peores momentos, en marzo y abril. En la primera fallecieron 9.468 (7.291 sin derivación hospitalaria); en la segunda, 3.986 (2.797 en el propio centro).

"Volvería a pasar"

En la calle General Ricardos del barrio de Carabanchel se encuentra la Gran Residencia de Madrid, totalmente pública y dependiente de la Agencia Madrileña de Atención Social (AMAS). Con más de 400 plazas, su modelo dista —y por mucho— del que Gobierno y comunidades autónomas pretenden implantar en España. En concreto, el objetivo era que ningún geriátrico superase las 120 plazas, un máximo que el documento acordado rebaja a 90 en zonas de "densidad intermedia" y a 75 en zonas rurales. El Gobierno madrileño de Isabel Díaz Ayuso, sin embargo, ya manifestó que no estaba de acuerdo con las cifras. Por eso, ya adelantaron, no lo obedecerían.

Pero no sólo eso. Según denuncian las familias, el Gobierno de la conservadora "boicotea claramente" el acuerdo. E incluso llegaron a presentar el suyo propio, en el que ese máximo de 120 plazas pasaba a ser de 150.

Sin embargo, el tamaño de los centros fue un de los factor clave y determinante de la mortalidad en los geriátricos durante la primera ola de la pandemia. Así lo certificó un estudio realizado sobre las residencias catalanas y publicado en la revista Epidemiología: entre marzo y abril de 2020, la mortalidad por covid fue del 6% en los centros de entre 30 y 70 plazas, pero escaló hasta el 12% en los de más de 200. Es decir, en centros como la Gran Residencia.

Elvira García Borrego, trabajadora en el centro, es tajante cuando se le pregunta. "Lo que pasó con el covid volvería a ocurrir a día de hoy. No hemos aprendido nada", lamenta. "Este modelo es inviable. Debemos ir hacia residencias que se centren en la persona, no que parezcan fábricas de tornillos", denuncia.

Los problemas, según describe, son varios. Por un lado, los usuarios del geriátrico son cada vez más dependientes; por otro, el número de trabajadoras —casi todas son mujeres— sigue siendo el mismo. Por la mañana y por la tarde, cada una atiende a 10 ó 12 personas, un número que por la noche se incrementa hasta los 52. "Si cada residente necesita entre 20 ó 30 minutos para ser atendido, se les levanta a las 7.30 y a las 9 de la mañana tienen que estar todos desayunando, que cada uno se imagine cómo se les prepara", lamenta. 

"Es imposible cuidar así a una persona", continúa. "Más que una residencia, parece un régimen militar con horarios inflexibles en el que el día a día va saliendo adelante como se va pudiendo", sentencia.

Equipos de protección siempre disponibles

Sobre el distrito barcelonés de Sant Martí se levanta el geriátrico Alchemika, de titularidad pública pero gestionada por Pere Mata Social, una entidad sin ánimo de lucro que, según describe en su página web, "basa sus actuaciones en el servicio a la asistencia a las personas afectadas por trastornos mentales, discapacitados o dependientes para conseguir su integración comunitaria, mejorar su rehabilitación y calidad de vida, así como su bienestar individual".

Según los datos publicados por infoLibre, el grupo gestiona otros ocho centros de la Administración autonómica. Dos no registraron ningún deceso en lo peor de la pandemia, pero no fue el caso de Alchemika, donde fallecieron 12 residentes. No fue, por tanto, de las más afectadas, pero sí tuvo el covid entre sus paredes. "Fue muy duro y nos sentimos abandonados por nuestros superiores. Vivimos algo inhumano", recuerda un miembro de la plantilla, que prefiere no dar su nombre.

Cree, sin embargo, que eso que vivieron venía de problemas enquistados. Y comunes. "Al final, la pandemia sólo dejó al descubierto las necesidades de las personas que viven en las residencias", señala, añadiendo que, a su juicio, la gestión privada no es la más adecuada. "Lo que más importa a la empresa que dirige una residencia es el dinero que pueda ganar", lamenta.

Junto al tamaño del centro, la naturaleza pública o privada de los geriátricos también fue un factor que determinó los niveles de mortalidad. Lo señaló también otro estudio publicado en Epidemiología, en este caso sobre geriátricos madrileños. Según desveló, la mortalidad —por todas las causas— en los centros de colaboración público privada osciló entre un 20,6% (en las concertadas) y un 21,7% (en las de gestión indirecta), hasta tres veces más que en las públicas, donde la cifra se situó en un 7,4%.

Poco ha cambiado en estos cuatro años. Al menos, según la visión de los trabajadores. "Nosotros sí hemos aprendido. Nos dimos cuenta por ejemplo, saliendo adelante como podíamos, que la vocación no es suficiente para soportar las condiciones que tenemos", cuenta el trabajador, que no obstante celebra un paso adelante que, en caso de que llegara una nueva pandemia, podría contribuir a la seguridad de los mayores: ya siempre tienen equipos de protección individual (EPIs). Y homologados. "Al menos hasta el día de hoy, y si los trabajadores seguimos encima, ya no faltan ni guantes, ni mascarillas", cuenta.

"Hemos ampliado nuestro punto de mira"

La residencia Mirasierra, ubicada en la localidad madrileña de Cercedilla, fue un ejemplo de buena gestión durante lo más duro de la crisis sanitaria. Entre marzo y abril de 2020 ninguno de sus 46 usuarios se contagió de covid, algo que su directora, Rocío Pérez, achacó entonces a la prevención por un lado y a la atención individualizada que ofrecían a los mayores por el otro. Ese había sido el estandarte de su centro desde siempre, algo que ahora mantiene. "Es muy diferente llevar una residencia en la que viven 150 personas a una en la que viven 50. Cuanto más grandes son los centros, más complicado es controlar todo. Aquí es todo muy personal, y creo que hacia este camino hay que ir", señala, desde el otro lado del teléfono.

Se sitúa así en el mismo punto que los familiares. Y que las intenciones del Gobierno. Es consciente de que si su centro funcionó durante las peores semanas de la pandemia fue por eso. Así que lo ha mantenido. E incluso reforzado: ya no es sólo la atención permanente y directa a los mayores, sino también a sus familias. "En 2020 hice unas listas de difusión en Whatsapp con los familiares para informarles de todas las novedades, y ese sistema lo hemos mantenido. En cuanto detectamos cualquier cosa, aunque sea un catarro, lo notificamos", dice, orgullosa.

En paralelo, actúan. Del mismo, aprendiendo de la experiencia que funcionó. "La pandemia nos enseñó que teníamos que trabajar poniendo el foco en lo que puede ser crítico en una residencia, que es cualquier enfermedad contagiosa", dice. De este modo, en cuanto detectan "cualquier cosa", activan los protocolos. "Sabemos que una conjuntivitis que un día tiene un mayor a los dos días la pueden tener 20, así que en seguida damos aviso a familiares y trabajadoras, que todavía siguen usando la mascarilla en el trato directo con los residentes", explica. "Hemos hecho mucha pedagogía porque aprendimos que somos una comunidad, y que cualquier cosa que afecte a una persona nos acaba perjudicando a todos", continúa.

Celebra también que se hayan dado pasos desde la administración, y pone de ejemplo la intención de que el modelo residencial vire hacia una asistencia cada vez más personalizada. Pero también cree que hay demasiada "burocracia" y que, antes de tomar medidas, es necesario conocer bien la realidad de los centros. Porque no todos son iguales. "Hace falta una coordinación mayor. Por ejemplo, que si el hospital de referencia de una residencia sabe que hay varios casos de sarna, que nos avise. Sólo así podremos anticiparnos", subraya.

"Nuestra forma de trabajar ha funcionado, así que la hemos mantenido"

A kilómetros de allí, en el distrito del Eixample de Barcelona, se encuentra la residencia Senior Centre. Durante los peores momentos de la crisis sanitaria su experiencia fue la misma. Entre sus 49 residentes tan sólo hubo dos contagios, ningún fallecimiento. Los motivos también fueron los mismos. Y por ello, en su caso, han decidido seguir trabajando como ya lo hacían antes de la irrupción del coronavirus. "A nivel organizativo no hemos cambiado nada porque nuestra experiencia, afortunadamente, fue buena", señala el director del centro, Agustí Ramón.

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Sabe que eso no quiere decir que todo sea perfecto —"siempre hay cosas mejorables", señala—, pero sí que el camino es el correcto. "Desde hace ya muchísimos años tenemos un protocolo de trabajo por posiciones", concreta. ¿En qué consiste? En que "todos los residentes son objeto de atención por parte de todos los profesionales". Al mismo tiempo. "Hay una visión integral de la atención. No hay un cupo de residentes por cada trabajadora", continúa explicando. Esa diferencia organizativa, sostiene, se refleja en el resultado.

Pero funciona por el tamaño del centro. La misma razón por la que, igual que en Mirasierra, la comunicación con los residentes y sus familias es efectiva. "Cuando hay una crisis esto es fundamental, porque además ya has conseguido con esa forma de trabajar crear un vínculo afectivo. Eso, si hay 200 residentes, pues es imposible de mantener", lamenta.

Por eso cree que el camino emprendido por el Gobierno es el correcto. Pero deja un recado: hace falta más financiación. Para ofrecer una atención de calidad y empleos dignos.

Durante la crisis del covid, hubo una frase que se repetía una y otra vez, incluso desde la política: "De esta saldremos mejores". Tras esas cuatro palabras se encontraba, entre otras cosas, la voluntad de corregir todo aquello que había facilitado que el impacto de la crisis sanitaria fuese tan dramático. Sobre todo en las residencias. Con esa idea el Gobierno y las comunidades autónomas aprobaron el Acuerdo sobre Criterios comunes de acreditación y calidad de los centros y servicios del Sistema para la Autonomía y Atención a la Dependencia (SAAD), el documento que iba a ser, anunciaron entonces, el germen de un nuevo modelo de cuidados en el que el ministro de Derechos Sociales, Consumo y Agenda 2030, Pablo Bustinduy, ya ha dicho estar trabajando.

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