ETA se disuelve derrotada en todos los frentes

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"Perder la batalla militar no debe significar perder la batalla política", alertaba el histórico etarra Eugenio Etxebeste, Antxon, en junio de 1992. Lo hizo apenas unos meses después de que la Guardia Civil y la policía francesa detuvieran a Pakito, Txelis y Fitipaldi, el triunvirato que por entonces dirigía los aparatos militar, político y logístico –respectivamente– de ETA. La caída de esa cúpula fue el primer golpe mortal a la banda terrorista, que este jueves, 26 años después, cumplió los miedos de Antxon y anunció su disolución después de haber sido derrotada militarmente y sin haber cumplido sus objetivos políticos.

"ETA da por concluida toda su actividad política" y "no será más un agente que manifieste posiciones políticas", aseguraban los terroristas este jueves en un comunicado que cierra un ciclo iniciado en 2011, cuando la banda anunció el cese definitivo de sus acciones armadas. No obstante, el capítulo de la derrota de ETA comenzó a escribirse hace muchos más años. Años en los que, sin embargo, la banda no dejó de asesinar, liderada por su facción más radical.

Durante los años más duros de su trayectoria, ETA ponía como condición para el cese de la violencia que el Estado se comprometiera a asumir su programa político, conocido como Alternativa KAS. La banda exigía la "amnistía total" de los presos de la organización, la expulsión de Euskadi de las fuerzas de seguridad y el ejército o el reconocimiento del derecho de autodeterminación y del derecho a crear un estado propio del País Vasco. Con su derrota militar años después se produciría también su derrota política, ya que ETA no ha conseguido ninguno de los objetivos de aquel documento.

Fuentes del entorno abertzale sitúan ese año 1992 como el inicio del fracaso en el plano "militar" de una organización terrorista que acababa de quedarse sin grupo dirigente y que, seis años antes, había sufrido un duro golpe con la incautación de buena parte de sus armas y archivos en la que se conoció como operación Sokoa. Fue entonces cuando un sector de ETA comenzó a dudar de la conveniencia de seguir matando para evitar "perder la batalla política" de la que hablaba Antxon. Sus voces fueron rápidamente acalladas por los sectores más proclives a la violencia terrorista, que hasta 2011 consiguieron imponerse en todas las discusiones internas sobre el fin de la violencia. Pero quedó abierta una fractura que poco a poco se fue ensanchando a base de golpes policiales, fracasos políticos y la pérdida de cada vez más apoyos en el ámbito social.

Una disolución 36 años después

Las disensiones en el seno de la izquierda abertzale sobre la posibilidad de dejar la violencia comenzaron en el año 1982, cuando ETA político-militar –el grupo más ideologizado y que abogaba por utilizar la violencia de manera más selectiva que la promovida por ETA militar– anunció su disolución después de haber mantenido negociaciones con el Ministerio del Interior, entonces dirigido por la UCD. En ese momento, los poli-milis ya asumían que las armas eran un método "incapaz" de "generar movimientos ascendentes de solidaridad entre la población y de influir decisivamente en la vida política". "Por el contrario", según manifestaron en la rueda de prensa en la que anunciaron su disolución, "la práctica violenta constituye ahora un ingrediente negativo en la lucha de Euskadi por su autogobierno".

Pero este razonamiento, el mismo que, diez años después, haría el propio etarra Antxon, fue rechazado por el sector mayoritario de ETA en varias ocasiones a lo largo de los años. Buen ejemplo de ello fueron las conversaciones de Argel que llevaron a cabo la banda terrorista y el Gobierno dirigido entonces por Felipe González, una negociación que comenzó a prepararse en el año 1987 y que pilotó el propio Antxon por parte de ETA. Esas conversaciones fracasaron en 1989 tras años en los que la banda terrorista no cesó de atentar salvo en cortos periodos de tregua. De hecho, fue en 1987 cuando se produjo el atentado de Hipercor, el más sangriento de la banda terrorista.

Pero en los 90 ETA seguía teniendo una importante capacidad de atentar y realizar acciones armadas. En el año 1994, la banda terrorista aprueba su estrategia de "socializar el sufrimiento", lo que implicó redoblar su apuesta por la violencia. Buena muestra de ello fue el secuestro del funcionario de prisiones José Antonio Ortega Lara, una de las acciones más crueles de la banda, que lo mantuvo secuestrado un total de 532 días hasta que fue liberado por la Guardia Civil. En venganza por esta liberación, ETA secuestró y asesinó días después al concejal del PP Miguel Ángel Blanco. Algunos, también en el mundo nacionalista, se convencieron de que ETA actuaba "más por impulsos mafiosos que por una estrategia definida".

Sin embargo, estas acciones, lejos de acercar a ETA a la consecución de sus proclamados objetivos políticos, provocaron que se acrecentara su aislamiento social. Las manifestaciones en repulsa de ambos secuestros fueron masivas, y fue en esos años cuando se crearon asociaciones cívicas como el Foro de Ermua o Basta Ya. La presión llevó a que en 1998 todos los partidos nacionalistas vascos –incluida Herri Batasuna, el brazo político de ETA– firmaran el Pacto de Lizarra para pedir un proceso de diálogo que acabara con la violencia. En respuesta, ETA inició en septiembre de ese año una tregua que rompió en noviembre de 1999 para, dos meses después, volver a atentar asesinando al teniente coronel Pedro Antonio Blanco.

Por aquel entonces se iniciaron de nuevo conversaciones de paz entre el Gobierno y ETA, aunque entonces ya no era el PSOE quien estaba al frente del Ejecutivo, sino un José María Aznar en su primera legislatura. En 1998, Aznar informaba de que había abierto negociaciones con el "Movimiento de Liberación Nacional Vasco", y en junio de 1999 el Gobierno confesaba que había mantenido ya reuniones con la banda para negociar "paz por presos". Las conversaciones fracasaron, entre otras cosas porque ETA no renunció a sus pretensiones territoriales, a pesar de que –como se conoció años después– el Gobierno acercó a 135 presos a cárceles vascas.

Una anécdota de esos días ilustra bien las diferentes posiciones que mantenían entonces los sectores de la izquierda abertzale. A finales de 1999, Euskal Herritarrok negociaba con el PNV los presupuestos para el año siguiente, y el entonces lehendakari, Juan José Ibarretxe, pidió a los abertzales que lanzaran un mensaje para rebajar la intensidad de la kale borroka, en aquel momento un problema de primera magnitud. Arnaldo Otegi lo hizo, pero apenas un par de días después  ETA anunció el fin de la tregua. Y el brazo político, de nuevo, asumió la posición del brazo militar.

El último intento de negociar con ETA fue iniciativa del Ejecutivo de José Luis Rodríguez Zapatero. Las conversaciones comenzaron en junio de 2005, apenas un año después de que Zapatero llegara a la Moncloa. En ellas, la banda terrorista estuvo representada por el etarra Josu Ternera —el mismo que este 3 de mayo ha leído el comunicado anunciando la disolución de la banda–, y de inicio pareció posible un acuerdo de paz a cambio de medidas para los presos de la banda. En marzo de 2006, ETA anunciaba un "alto el fuego permanente". Pero el 30 de diciembre de ese año la organización terrorista rompió su compromiso matando a dos personas con una bomba en la Terminal 4 del aeropuerto de Barajas.

No habría más negociaciones con ETA. A partir de entonces, la vía policial fue la única que sirvió para combatir a la banda, que dio sus últimos coletazos de violencia matando a diez personas más entre 2007 y 2010. En septiembre de 2010, ETA anunciaba un nuevo cese de sus "acciones armadas ofensivas". Y, en 2011 y muy debilitada, la organización se veía obligada a plantear el cese definitivo de su actividad terrorista. 

La derrota militar

La derrota política de ETA vino acompañada de sucesivos golpes policiales a su estructura militar que debilitaron su capacidad de atentar a lo largo de los años. El primer gran golpe contra la banda fue la llamada operación Sokoa operación Sokoa, llevada a cabo en 1986, en la que las policías española y francesa consiguieron localizar y confiscar un importante arsenal de armas y, especialmente, una gran cantidad de documentación que ponía de manifiesto la estructura y la forma de financiarse de ETA.

Seis años después, en 1992, las fuerzas de seguridad daban otro importante golpe a ETA con la detención de toda su cúpula. El 29 de marzo de ese año, la policía francesa arrestó en Bidart, a 20 kilómetros de la frontera con España, a PakitoTxelis Fitipaldi, que llevaban más de una década dirigiendo la banda terrorista. Además del importante triunfo policial, esas detenciones supusieron también una inyección de moral para un Gobierno temeroso de que los etarras trataran de atentar en los juegos olímpicos de Barcelona y la Expo de Sevilla de ese año, dos eventos que congregaron la atención mundial.

Con el paso del tiempo, las fuerzas de seguridad fueron perfeccionando sus métodos de investigación y la presión sobre ETA creció. La detención de comandos y cúpulas etarras comenzó a sucederse con una frecuencia cada vez mayor, y eso se dejó notar en el agotamiento de los medios con que contaba la banda. El general jefe de Información de la Guardia Civil en la década pasada, Pablo Martín Alonso, cuenta en el documental El fin de ETA que, en el 2000, Interior calculaba que ETA tenía 1.000 militantes, mientras en 2010 no llegaba a los 50.

La derrota política

ETA fue bien vista o, al menos, ignorada por una parte de la sociedad vasca durante tiempo. Pero lo cierto es que sus apoyos fueron decreciendo según pasaban los años, y ese aislamiento quedó reflejado en los apoyos recibidos por las diferentes marcas con las que se presentó su brazo político, que fueron descendiendo especialmente a partir de la década de los 2000.

Entre 1980 y 1994 Herri Batasuna mantuvo cifras de entre el 16% y el 18% de los votos, y en los comicios autonómicos de 1998, apenas unos meses después de firmarse el Pacto de Lizarra, Euskal Herritarrok –la coalición abertzale controlada por Herri Batasuna– obtenía 14 escaños en el Parlamento Vasco, su mejor resultado histórico. Pero tres años después, con ETA habiendo roto la tregua, la coalición sufrió un importante batacazo y pasó de 14 a siete actas, obteniendo su peor resultado con un 10% de los votos. En 2005, la ilegalización de Euskal Herritarrok, Herri Batasuna y su sucesora, Batasuna, llevaron a la izquierda abertzale a apoyar las listas del Partido Comunista de las Tierras Vascas, que consiguió un 12,44% de los votos, lejos de las mejores cifras de HB. 

En 2009, la ilegalización de el Partido Comunista de las Tierras Vascas y de otras formaciones abertzale como ANV llevó a los partidarios de la violencia a no conseguir representación en el Parlamento Vasco. Pero sí lo hizo Aralar, una escisión de Herri Batasuna que, desde los mismos postulados independentistas de izquierda, abogaba por la condena pública y explícita de la actividad de ETA. Frente a los repetidos fiascos de la izquierda abertzale oficial, Aralar obtuvo el 6% de los votos y cuatro escaños, casi triplicando sus cifras de 2005. Y eso no gustó nada a los partidarios de la línea dura: la misma noche electoral de 2009, una histórica del sector, Itziar Aizpurua, aseguraba que los de Aralar eran "votos robados".

Fuentes del entorno abertzale identifican varios hitos que fueron minando el apoyo a ETA en el seno de la sociedad vasca. El primero, y quizá el origen del resto, fue la estrategia de "socializar el sufrimiento", adoptada oficialmente por la banda en 1994 y basada en generalizar los asesinatos que, hasta ese momento, se habían centrado en sectores con alguna relación con el Estado o las fuerzas de seguridad. No obstante, siete años antes, en 1987, el atentado contra Hipercor que mató a 21 personas ya había marcado un punto de inflexión en la percepción social de ETA. Y los secuestros de Ortega Lara y Miguel Ángel Blanco –este último asesinado– en 1998 sacaron a la calle a cientos de miles de personas para exigir el fin de la violencia.

Dentro del movimiento abertzale también habían comenzado a aparecer disidentes. Primero lo hicieron discretamente, y buen ejemplo de ello son los históricos de Herri Batasuna Iñaki Esnaola y Txema Montero, que defendieron dentro de la formación posiciones críticas con ETA a principios de los 90 y abandonaron la política tras salir derrotados. Después, la aparición de Aralar reflejó de manera abierta a ese sector que, dentro de la izquierda abertzale, rechazaba la violencia.

Es entonces, en 2009, cuando la facción política de los abertzale –comandada por dirigentes como Otegi o Rafael Díaz Usabiaga– comienza a moverse para tratar de acabar con la facción militar. Y la forma que tuvo ETA de intentar dar un portazo a estas aspiraciones fue, de nuevo, la violencia: el 30 de julio de ese año, la banda mató a dos guardias civiles en Palma de Mallorca apenas 34 horas después de provocar 65 heridos con una furgoneta bomba frente a la casa cuartel del cuerpo en Burgos.

Los movimientos de los demócratas

El primer gran acuerdo de los partidos nacionalistas y no nacionalistas vascos contra ETA y por el fin de la violencia tuvo que esperar hasta 1988, cuando PNV, PSE, Eusko Alkartasuna, Euskadiko Ezkerra, Coalición Popular y CDS suscribieron el Pacto de Ajuria Enea. En ese acuerdo, elaborado y firmado tras la conmoción social que produjo el atentado de Hipercor, todos los partidos manifestaron su rechazo a la violencia, la marginación de quienes la defendieran, el repudio de la negociación política con los asesinos y la legitimación de la lucha policial contra la banda. En cierta medida, el pacto estableció los límites que el Estado ponía en las conversaciones que estaba llevando a cabo con ETA en Argel en aquel momento.

La sociedad civil también se organizó durante los años de violencia etarra. A las asociaciones de víctimas se sumaron a finales de los 90 otros colectivos, como el Foro de Ermua o Basta Ya, precedidos de Gesto por la Paz, la primera asociación potente que reclamó desde 1985 el fin de los atentados. Y la unidad de acción frente a ETA se vio plasmada en el pacto antiterrorista, elaborado y firmado por PP y PSOE en el año 2000 y que abrió la puerta a la aprobación de la reforma de la Ley de Partidos en 2002, que sirvió posteriormente para ilegalizar Herri Batasuna, Euskal Herritarrok, Batasuna y otras cuantas marcas utilizadas por los abertzale.

Las actividades de ETA han durado 60 años: desde su creación, en 1958, hasta su disolución este jueves. Pero incluso en el entorno abertzale muchos se preguntan si tanto sufrimiento –más de 850 asesinados por ETA, decenas de terroristas muertos, cientos de presos, miles de heridos– ha valido la pena. "¿Qué han conseguido desde 1975? Que no se abriera la central nuclear de Lemóniz [ETA mató a los dos ingenieros jefes y el Gobierno decidió paralizar la puesta en marcha] y cambiar dos curvas de la autovía de Leizaran. Todo lo demás ha sido violencia y enfrentamiento social", explica gráficamente un dirigente nacionalista. Ni autodeterminación, ni independencia, ni socialismo, ni amnistía. Pero sí 60 años de dolor que se cerraron, definitivamente, este jueves.

"Perder la batalla militar no debe significar perder la batalla política", alertaba el histórico etarra Eugenio Etxebeste, Antxon, en junio de 1992. Lo hizo apenas unos meses después de que la Guardia Civil y la policía francesa detuvieran a Pakito, Txelis y Fitipaldi, el triunvirato que por entonces dirigía los aparatos militar, político y logístico –respectivamente– de ETA. La caída de esa cúpula fue el primer golpe mortal a la banda terrorista, que este jueves, 26 años después, cumplió los miedos de Antxon y anunció su disolución después de haber sido derrotada militarmente y sin haber cumplido sus objetivos políticos.

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