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La derecha se sube a una ola revisionista global de blanqueo de dictaduras y crímenes históricos

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Los tics, estrategias, guerras culturales y hasta revueltas populares que promueve la nueva extrema derecha tienden a replicarse aquí y allá. Lo subraya con ejemplos el historiador Pablo Batalla, atento observador de la "nueva insurgencia ultraderechista": los conspiracionistas han difundido bulos casi idénticos sobre la transexualidad de las esposas de Obama, Macron y –con menos repercusión– Pedro Sánchez; los asaltos a los palacios democráticos de Washington y Brasilia por parte de hordas trumpistas y bolsonaristas parecen escritos por el mismo guionista. Es una tendencia ultra: copiarse a sí misma en diferentes países. Así que, razona Batalla, sería una ingenuidad pensar que el auge del revisionismo histórico derechista en España, que desborda a Vox y se instala plenamente en el PP, está desconectado de corrientes globales y obedece sólo a causas nacionales, a una especie de gen "guerracivilista" que ha vuelto a despertar.

Los hechos demuestran que la ola revisionista de la derecha española sobre el siglo XX, expresada ahora con las "leyes de la concordia" de PP y Vox y que se complementa con una relectura nostálgica del pasado imperial, se inserta en un fenómeno que ni es sólo nacional ni es sólo contemporáneo. Batalla rescata una frase de Benedetto Croce, "toda historia es historia contemporánea", para ilustrar su idea central: que la manipulación del pasado es una práctica tan vieja como su razón de ser, es decir, como la lucha por el poder. "La historia –añade el autor de Los nuevos odres del nacionalismo españoles un campo de batalla".

Evoca el historiador un caso de revisionismo al servicio de fines políticos que sirve como punto de partida: el conflicto lingüístico en la Grecia independizada del Imperio otomano en el siglo XIX, donde entraron en tensión el griego demótico, impregnado de préstamos turcos, y la variante katharévousa, purificada y arcaizante, expresión de una voluntad de "eliminar del pasado" aquello que estorbaba a los fines políticos del momento. Esta voluntad es fácil de encontrar en todas las sociedades, más cuando ganan fuerza los convencidos de una misión histórica y renovadora. Y ese es el caso, explica Batalla, de la ultraderecha global, que necesita en cada país una nueva historia precisamente porque está empeñada en "crear algo nuevo" y "derribar el orden establecido", como el propio gurú Steve Bannon ha declarado, llegando por ello a definirse como "leninista".

infoLibre se detiene en diversos escenarios internacionales de la guerra política y cultural sobre la historia. Aunque la relectura a propia conveniencia del ayer se concreta de forma distinta en cada país, suele dejar rastros parecidos. ¿Cuáles? La negación o rebaja de episodios criminales, la dulcificación de dictaduras, la oposición a aceptar culpas por represiones internas o explotaciones coloniales, la demonización del antifascismo, el victimismo, la glorificación de supuestas hazañas...

Silbatos para perros en Francia

En Francia, donde la identidad está siempre abierta a debate, el recorrido de la cuestión histórica viene marcado por la fundación, en 1972, del Frente Nacional, que es en parte expresión de duelo nacionalista por la pérdida de Argelia y que tiene en los pies negros –los franceses de Argelia que salieron de la antigua colonia– una de sus fuerzas motrices. Nutrido de expartidarios del régimen colaboracionista de Vichy, de neofascistas, anticomunistas, tradicionalistas católicos y exmilicianos ultraderechistas, el FN nace marcado por la nostalgia colonial. No puede extrañar que en su fundador y líder histórico, Jean-Marie Le Pen, fuera indisimulable no sólo el racismo, sino el negacionismo del holacausto nazi.

¿Sigue hoy el partido heredero, Agrupación Nacional, en esas posiciones? ¿Sigue ahí la hija del fundador, Marine Le Pen? No, sería suicida para el partido. ¿Pero siguen manoseando la historia? Por supuesto. Eso sí, de manera diferente, recalca el historiador Steven Forti, especializado en extrema derecha, que pone a la Francia ultra como ejemplo de la utilización de un recurso que será usual en diversos países, el dog-whistle, o silbato para perros, es decir, los gestos o declaraciones medidos para no incurrir en abierto racismo ni en justificación de regímenes criminales, pero emitiendo en una frecuencia audible para votantes con inclinaciones racistas y filofascistas, que de inmediato reconocen estos mensajes como propios de los suyos.

Ahí puede inscribirse el rechazo de Le Pen a considerar crimen contra la humanidad la colonización de Argelia, como hizo Macron, o su exacerbado tributo a los franceses caídos en aquella guerra. Más incómodos se han vuelto los comentarios comprensivos con el Gobierno de Vichy, títere de Hitler. Pero ahí Le Pen hace sonar de nuevo su dog-whistle: a diferencia de su padre, MLP condena con firmeza a Vichy, al tiempo que ha negado la responsabilidad de Francia en las redadas contra judíos. El argumento: Vichy "no era Francia" y asumir sus actos como propios sólo lleva a la flagelación inútil. Más polémico ha sido al respecto Eric Zemmour, competidor ultraderechista de Le Pen, que ha dulcificado el régimen de Vichy hasta el punto de presentarlo como un salvador de judíos.

Un busto de Mussolini y unos "músicos semijubilados"

Forti también identifica como dog-whistle el empeño de la extrema derecha italiana, desde la Liga a Hermanos de Italia, por derogar la Ley Mancino, que impide la apología del fascismo. Lo hacen evitando la reivindicación directa de Mussolini, sustituida por una defensa de la "libertad de expresión". Lo importante es que se oiga el silbato. Y se oye bien alto. No es ningún secreto el entronque posfascista de Hermanos de Italia, heredero del Movimiento Social Italiano (MSI), un partido creado tras la Segunda Guerra Mundial por seguidores de Mussolini. El partido de Meloni, hoy primera ministra, mantiene en su logo la llama tricolor del MSI, que evoca al fuego del espíritu del Duce saliendo de su tumba. La propia Meloni militó en el ala juvenil del MSI y en sus inicios declaraba que Mussolini "fue un buen político" que lo hizo "todo por Italia". Más descaro exhibe Ignazio La Russa, antiguo militante del MSI, uno de los referentes de Hermanos de Italia, que admite sin empacho que tiene en casa una colección de figuras de Mussolini.

A pesar de toda esta acumulación de vínculos mussolinianos, ni Meloni ni La Russa, hoy presidente del Senado, se dedican a la abierta apología fascista. En su lugar, exhiben un orgullo italiano que incluye a toda la historia, sin excluir a Mussolini, y en cualquier caso sitúan su énfasis en la crítica al comunismo. Hermanos de Italia promueve además campañas de relectura histórica, como la que afecta a Via Rasella, el ataque de la resistencia romana a un grupo de soldados nazis en 1944, que a ojos de los fratelli fue una emboscada a "un grupo de músicos semijubilados” (La Russa) desprovista de cualquier épica partisana. En cuanto a los 335 muertos que dejó la represalia nazi, la conocida como matanza de las Fosas Ardeatinas, no cayeron por ser comunistas o judíos, sino por ser "italianos", dice Meloni, que lamina así la dimensión política de los hechos.

Otro frente abierto por el revisionismo en Italia: las fechas. El 25 de abril, efeméride de la liberación del nazifascismo en 1945, despierta recelos en sectores nacionalistas, que se debaten entre adherirse a la exaltación de lo que hoy es un popular día de orgullo nacional y los recelos ante una fecha pródiga en puños en alto y cánticos antifascistas. Meloni vuelve a hacer sonar el silbato. Durante la pandemia, protestaba por la permisividad con las manifestaciones del 25A en contraste con las restricciones para cenar con amigos. E insiste en la apropiación ilícita del aniversario por parte de la izquierda. Por el camino enfatiza otras fechas a celebrar, como el 4 de noviembre, por la derrota austrohúngara contra Italia en la Primera Guerra Mundial en 1918, una efeméride que celebra con mayor ahínco que la del 25A mientras acusa a la izquierda de taparla.

Fechas y colonias portuguesas

En Portugal se repiten los patrones. Otra vez las fechas. El partido ultra Chega tiene una relación más que tirante con el 25 de abril, festividad nacional por las Revolución de los Claveles que puso fin en 1974 a la dictadura António Salazar, otorgando a la forja del Estado naciente un ADN antifascista. André Ventura y los suyos prefieren –y así lo declaran– el 25 de noviembre, día el golpe militar fallido de militares de izquierdas en 1975, mitificado por Chega como la jornada en que Portugal se libró del "totalitarismo de izquierdas".

¿Y qué hay de Salazar? ¿Cómo lidia la extrema derecha lusa con la memoria del Estado Novo? Al igual que en Italia con Mussolini, los comentarios de respaldo expreso a Salazar no son mayoritarios ni asumidos como línea oficial de la dirección. Lo que hace Chega es dar un rodeo, utilizando un lema identificado con Salazar, "Dios, patria, familia y trabajo". "Los valores son valores" y es la "dominación cultural de la izquierda" la que lleva a rechazarlos "sólo porque estaban asociados al Estado Novo", dice Ventura. Es como si alguien dijera que España es "una, grande y libre"... pretendiendo que no se le recuerde la divisa franquista.

Además de las fechas, en Portugal aflora la cuestión de las antiguas colonias, otro campo ideal para la siembra de discordia histórica. "Los seguidores de Chega buscan atraer a los nostálgicos del imperio portugués y rechazan la pretendida culpabilización relacionada con el pasado colonial”, ha explicado a Mediapart el historiador Victor Pereira. Si el trauma francés es especialmente agudo por Argelia, el portugués se centra en Mozambique, país independendizado en 1975 tras una guerra de liberación. Ventura encabeza una cruzada para evitar que su país asuma culpas y pida perdón por los crímenes del periodo colonial, también por la "masacre de Wiriyamu", en 1972, cuando los militares mataron a cientos de habitantes de este pueblo del norte del país como represalia por sus bajas. Para Ventura, pedir perdón no sólo de una deshonra, sino una "traición" a la nación y a su ejército.

La culpa en España, Bélgica y Polonia

La negativa a aceptar culpas por los crímenes coloniales es traza común de diversas derechas occidentales, y no sólo extremas. En España Vox y el PP, con singular intensidad Isabel Díaz Ayuso, rechazaron la petición de perdón por parte del papa Francisco a los pueblos de América Latina por la conquista española. Ayuso no entendía que un papa hispanohablante dijera tales cosas cuando el legado de España es "el catolicismo y por lo tanto la civilización y la libertad". La base de las posiciones contra la aceptación de que hubo una colonización explotadora es la idea de que España fue un "imperio creador", no "extractivo", como el caso de Bélgica en el Congo, Ruanda o Burundi. Pero lo cierto es que también en Bélgica hay resistencias –menos que en España– a aceptar culpas y pedir disculpas.

La ultraderecha flamenca de Vlaams Belang se opuso a la comisión para buscar "verdad y reconciliación" tras la experiencia colonial de Bélgica en el Congo, que fue propiedad personal del rey Leopoldo II (1838-1909) y es hoy emblema de depredación y crueldad. Para Vlaams Belang, las disculpas ahora son "gratuitas". Esta es la posición el partido: "Hay pasajes buenos y malos en nuestra historia, pero sigue siendo nuestra historia, e incluso Leopoldo II está incluido". Vlaams Belang no niega los crímenes ni su gravedad, pero sí rechaza la aceptación nacional de cualquier responsabilidad, como si los actos del rey hubieran sido meramente privados. Así cambia el marco de discusión: de responsabilidad sí o no, a vergüenza sí o no.

La negación de responsabilidades históricas, repliegue al servicio de una visión idealizada del pasado, se materializó en Polonia con la aprobación en 2018, cuando gobernaban los nacionalistas de Ley y Justicia, de una ley que castigaba a quien implicara a los polacos en el holocausto. "Pocos recuerdan que allí había más de tres millones de judíos y que su exterminio se produjo delante de 20 millones de polacos. Que ser espectador indiferente no era posible", escribe en El País el historiador Jan Grabowski, que subraya que medidas así refuerzan la visión distorsionada sobre la Shoah de una sociedad, la polaca, en la que el antisemitismo es un viejo demonio familiar.

"Global Britain", "Gran Hungría"

Negacionismo, orgullo, victimismo y nostalgia se combinan dentro del empeño revisionista. A lo que nunca se renuncia, señala Steven Forti, autor de Extrema Derecha 2.0, es a reivindicar la "grandeza de la nación", sea real o más bien inventada, como ocurre con esa letanía ya desmentida que repite Javier Milei según la cual Argentina empezó el siglo XX siendo "el país más rico del mundo".

Pero hay otros ejemplos grandeza nacional exaltada con la vista en la historia:

– El "Global Britain", impulsado por el Partido Conservador para contrarrestar el temor al aislamiento a causa del Brexit, derivó en manos de tories como Boris Johnson en un carrusel de "melancolía postcolonial", en palabras a BBC News Mundo de Mehdi Boussebaa, investigador de la Universidad de Glasgow. Se trata de un concepto emparentado con la Iberosfera de Vox, que aúna a Latinoamérica y Estados Unidos, con España en el centro, con lo que la "madre patria" recuperaría así al fin una misión a la altura de su grandeza. Sin llamarlo "Iberoesfera", es común a amplios sectores de la derecha española –incluido el PP– una rebelión contra una supuesta "leyenda negra" que estaría hurtando a España el reconocimiento histórico que merece.

– Víktor Orbán no oculta el anhelo de la "Gran Hungría", que incluye territorios perdidos tras el colapso del Imperio Austrohúngaro. Ahí entran áreas de Rumania, Eslovaquia, Serbia, Ucrania, Austria, Croacia, Eslovenia y Polonia. Todo irrecuperable, como sabe Orbán, que sin embargo usa símbolos que remiten a los años previos al Tratado de Trianon, que en 1920 dibujó el nuevo mapa. Sus coqueteos han ocasionado líos diplomáticos, como cuando en 2022 publicó un vídeo en el que exhibía una bufanda con el mapa de la Gran Hungría con motivo de un partido de fútbol. Rumanía y Ucrania –invadida por Rusia– pusieron el grito en el cielo.

Líderes (e ideas) en rehabilitación

Si exaltar a Franco, Mussolini o Salazar es problemático, Orbán no tiene el menor problema en hacerlo con Miklos Horthy, un militar antisemita que instauró en la Hungría de entreguerras un régimen proto-fascista y autoritario y acabó siendo aliado de Adolf Hitler. Para el actual primer ministro, fue un "estadista excepcional". En coherencia, en el actual régimen húngaro la figura de Horthy es reivindicada sin complejos tanto por el Fidesz –el partido de Orbán– como por Jobbik, aún más a su derecha.

La exaltación de héroes a la medida de intereses actuales es una constante. En España Santiago Abascal viaja siglos en el tiempo para encontrar en los Reyes Católicos el inicio de la auténtica españolidad. Al otro lado del mundo, el primer ministro indio, Narendra Modi, reivindica y rehabilita la figura de Vinaiak Dámodar Savarkar, etnonacionalista hinduista de ultraderecha, eterno sospechoso de participar en el complot que acabó con Gandhi. El ideario de Savarkar es fuente de inspiración de Modi para una reinterpretación de la antigüedad india al servicio de una identidad excluyente e islamófoba.

Con Modi al frente el país más poblado del mundo, hay en marcha un auténtico proyecto de imposición de una nueva historia india, que necesariamente pasa por las aulas. La educación es también la obsesión de Orbán. Más allá de los gestos nada inocentes sobre la "Gran Hungría", el nacionalismo húngaro emplea medios públicos y educación pública para machacar con una narración de la historia presentada como un conflicto ancestral entre el cristianismo y lo extranjero, ahora oportunamente encarnado por el Islam. La dinámica acción-reacción que provocan los episodios revisionistas suele ser parecida: gran polémica, discusiones elevadas y polarización identitaria, todo rematado con el líder populista de turno erigiéndose en auténtico defensor de una nación asediada.

Hay países donde saben mejor que en los demás hasta dónde puede llevar esa dinámica. Ahí está Alemania, donde el nazismo germinó sobre el movimiento völkish, nostálgico de un pasado mítico medieval germano. No en vano, Himmler era un obseso de la reivindicación de la "grandeza de nuestros ancestros". El resultado de todo aquello es que Alemania es quizás la sociedad donde más hegemónica es la aceptación de culpas y la petición de perdón por los horrores pasados. Eso sí, esa armadura presenta grietas. En el partido Alternativa para Alemania ha habido voces que han sacado el negacionismo del Holocausto de la marginalidad. Como la de Alexander Gauland, que en 2018 dijo que "Hitler y los nazis suponen tan solo una caca de pájaro en comparación con 1.000 años de exitosa historia alemana". También considera Gauland que el 8 de mayo, capitulación de los nazis en 1945, es un día de tristeza y derrota que no debe ser celebrado. No obstante, las posiciones explícitas que puedan ligar al partido de Alice Weidel con el nazismo son cada vez menos. La formación está en auge en las encuestas y, como sabe Le Pen, para crecer hay que evitar lo explícito.

Europa implícita, América explícita

El historiador Forti resume: para la extrema derecha la historia ocupación una posición de "centralidad" porque le que permite desplegar un abanico de armas de seducción política y hacer un "uso y abuso" del pasado "con fines propagandísticos", seleccionando a conveniencia mitos, héroes y villanos. Ahora bien, una vez detectado este patrón, ve muy distinta la realidad a uno y otro lado del Atlántico. En Europa observa una "banalización" y una "rebaja de la crítica" al pasado fascista, acompañadas de una "criminalización de los otros", sean estos "partisanos" (Italia) o "rojos" (España). Las referencias al pasado se hacen complejas, a veces paradójicas. Por ejemplo, Le Pen es hoy una enfática defensora de la tradición republicana francesa, si bien tanta adhesión es instrumental: la acaba usando para colocar un discurso nostálgico de la grandeur y los valores perdidos en la Francia multicultural. ¿Qué demuestra? Que lo prioritario no es ya tanto lo ideológico como "conquistar sentido común" mediante todo lo que la historia ponga al alcance, dice Forti.

Cosa distinta ocurre en América Latina, añade el historiador. Allí la reivindicación de los regímenes criminales pasar a ser "explícita", como la de Jair Bolsonaro de la dictadura militar brasileña (1964-1985) o de la José Antonio Kast de la chilena (1973-1990). "Pinochet votaría por mí, es evidente", ha dicho Kast. El error de los militares fue "torturar y no matar", según Bolsonaro, que ha promovido una teoría según la cual ha habido una conjura de intelectuales e izquierdistas para ocultar los éxitos de la dictadura.

En Argentina Javier Milei ha llegado al Gobierno con un discurso equidistante entre la dictadura (1976-1983) y quienes la combatieron. Hubo "excesos" de todos, dice, emulando la fórmula de Jorge Rafael Videla. La teoría de los excesos compartidos recuerda a las tesis del PP, Vox y la cúpula católica sobre el 36. “La Guerra Civil fue un enfrentamiento entre quienes querían la democracia sin ley y quienes querían la ley sin democracia”, solemnizó en el Congreso Pablo Casado. Milei dice que la cifra de 30.000 desaparecidos es inventada, un comentario que escuece a las organizaciones de víctimas. Una vez en la Casa Rosada, ha colocado como vicepresidenta a Victoria Villarruel, hija, sobrina y nieta de militares, que sólo acepta enmiendas a la dictadura en el marco de una "memoria completa" que mete en el mismo saco a los montoneros.

Rusia e Israel

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Si en las democracias el revisionismo es moneda corriente, en los regímenes autoritarios aún más. Y la guerra agudiza el fenómeno. La justificación de la invasión de Ucrania por parte de Vladimir Putin fue un recital de revisionismo. Este análisis de VerificaRTVE desmonta, de la mano de especialistas, las principales tesis del presidente, obsesionado con acercarse a la fronteras de la "Gran Rusia" previas a la caída de la URSS: ni la Ucrania moderna fue una concesión de Lenin, ni hay acreditado ningún genocidio de población rusa en zonas del este de Ucrania como Lugansk y Donetsk.

Mientras tanto, en Israel –en plena invasión de Gaza– progresa en las fuerzas gobernantes la idea de acercarse a las fronteras del "Gran Israel", una aspiración defendida por el llamado "sionismo revisionista" que se remite a unas supuestas fronteras bíblicas de la tierra de los judíos que van más allá de las actuales. En septiembre del año pasado, en el pleno de Naciones Unidas, Netanyahu –hijo de un destacado referente del "sionismo revisionista"– mostró un mapa en el que Israel se come Gaza, Cisjordania y Jerusalén, imagen que a muchos alarmó por recordar a ese "Gran Israel".

No hay país que se libre. En Estados Unidos, que no llega a los 250 años de historia, existe toda una polémica nacional sobre el papel que asignar a los generales esclavistas que lucharon en la Guerra de Secesión (1861-1865). Poco sorprendentemente, Trump se opone a la retirada de estatuas y al cambio los nombres de las bases navales que los homenajean. Son "herencia" estadounidense, dice. ¿Y qué hay del respeto a quienes los sufrieron? ¿Qué hay de su herencia, su memoria y su historia? Como dejó dicho Walter Benjamin, cuando el enemigo vence "ni los muertos están a salvo".

Los tics, estrategias, guerras culturales y hasta revueltas populares que promueve la nueva extrema derecha tienden a replicarse aquí y allá. Lo subraya con ejemplos el historiador Pablo Batalla, atento observador de la "nueva insurgencia ultraderechista": los conspiracionistas han difundido bulos casi idénticos sobre la transexualidad de las esposas de Obama, Macron y –con menos repercusión– Pedro Sánchez; los asaltos a los palacios democráticos de Washington y Brasilia por parte de hordas trumpistas y bolsonaristas parecen escritos por el mismo guionista. Es una tendencia ultra: copiarse a sí misma en diferentes países. Así que, razona Batalla, sería una ingenuidad pensar que el auge del revisionismo histórico derechista en España, que desborda a Vox y se instala plenamente en el PP, está desconectado de corrientes globales y obedece sólo a causas nacionales, a una especie de gen "guerracivilista" que ha vuelto a despertar.

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