Fanzines caseros para recuperar la memoria de nuestros deportados
Miércoles, 20 de agosto de 1941. Han pasado ya dos años desde el famoso parte con el que el general golpista Francisco Franco anunciaba el fin de la Guerra Civil. Y no hay mejor termómetro para medir la represión contra los perdedores de la contienda que el Boletín Oficial del Estado (BOE). Aquella mañana veraniega, el diario amanecía con una extensa lista de rojos en búsqueda por los jueces de Responsabilidades Políticas. "Se cita, llama y emplaza a los individuos que se relacionan, huidos todos al extranjero, para que comparezcan en el plazo de cinco días (...) a responder de los cargos que resultan de las denuncias que contra ellos hay presentadas en la inteligencia de que la no comparecencia no detendrá la tramitación de sus respectivos expedientes", recoge el anuncio.
Las autoridades ponen sobre la mesa el nombre y apellidos, además de los motes, de más de un centenar de conquenses. Figura Trafula, Correo, El Moreno o El Mueso. Y también El Vaca. Ese era el alias con el que se conocía en la zona a Amadeo Algarra del Saz, un joven jornalero de Buendía (Cuenca) que por aquel entonces apenas superaba la veintena. No era el único natural de esta pequeña localidad de menos de medio millar de habitantes ubicada al noroeste de la provincia, que linda con Guadalajara. En la lista también figura Blas Arias, El de las gaseosas, un labrador afiliado a las Juventudes Socialistas Unificadas (JSU). O Francisco Razola y Gabriel Toro, conocidos con el sobrenombre de Gilote y Aleluyas. Ambos eran, también, jornalero y labrador, respectivamente. Y de la quinta de El Vaca.
Pero para cuando el anuncio se publicó en el Boletín Oficial del Estado, Algarra del Saz estaba a más de 2.200 kilómetros de distancia, los que separan el campo de concentración nazi de Mauthausen de su Buendía natal. Su madre Francisca llevaba meses sin tener noticias suyas. Las últimas, llegaron en forma de carta. Veinte líneas escritas en una hoja de cuadernillo a rayas desde "las Alemanias" en las que el muchacho intentaba tranquilizar a su familia diciendo que se encontraba bien y que estaba deseando poder abrazarles de nuevo. Era 1940. El año en el que el caudillo se reunía con Adolf Hitler en Hendaya "con la esperanza de obtener una recompensa adecuada a sus reiteradas ofertas" de unirse a las potencias del Eje, según ha reseñado en alguna ocasión el historiador Paul Preston.
Era la cuarta misiva que El Vaca enviaba hacia España. Entonces, lo hacía desde el Stalag VII-C, un campo de prisioneros de guerra ubicado en Zagan (Polonia) por el que pasaron cientos de republicanos españoles capturados por el Ejército alemán. Pero también fue la última. El 25 de enero de 1941 fue deportado a Mauthausen, donde entró con el número 4.106. Probablemente, llegase hasta allí en uno de esos vagones atestados de gente al borde de la asfixia con la inscripción "40 hombres, 8 caballos". No lo hizo solo. Ese mismo día consta que ingresaron también otros tres vecinos suyos. En concreto, Gilote y Aleluyas, los dos muchachos de su quinta que hasta la guerra se habían ganado como podían la vida en el campo, y Manuel Camarero, un campesino un año más pequeño que había estado enrolado como miliciano voluntario en el 5º Regimiento.
Algarra del Saz nunca pudo volver a abrazar a su madre Francisca. Como tampoco pudieron hacerlo con sus respectivas familias los otros tres vecinos. Todos murieron en el campo de Gusen en 1942. Un trágico final que también marcó la vida de Joaquín y Justiniano Triguero, padre e hijo. El primero llegó a ser sargento de la Guardia Civil. El segundo, teniente durante la guerra. Juntos llegaron a Mauthausen aquel 25 de enero. Como juntos pasaron por Argelés, Vernet o Zagan, donde sus matrículas –esos números identificativos que se daba a los prisioneros– eran correlativas. Como sus paisanos, ambos perdieron la vida en Gusen con menos de un año de diferencia. Juliana, esposa y madre, se enteró por una carta que le mandó otro deportado: "Justiniano y Joaquín están con mi padre".
La Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica de Cuenca (ARMHC) lleva un año recopilando todas estas historias. Un trabajo que ahora queda plasmado en De Cuenca a Mauthausen, un fanzine en tres partes con el que el colectivo pretende recuperar la memoria de casi un centenar de conquenses deportados entre 1940 y 1944 a campos de concentración nazis. "Cómo pasaron de ser combatientes a ser indeseables y, posteriormente, rojos españoles, de cómo fueron recibidos en Francia por hombres armados a la voz de '¡Allez, allez!' o en Alemania bajo gritos de '¡Raus, raus!' de los SS de Himmler", señala el colectivo. Paisanos que, en su mayor parte, terminaron en Mauthausen, donde perdieron la vida más de 4.400 compatriotas. Ese campo que recibió con una pancarta en español a los aliados en mayo de 1945: "Los españoles antifascistas saludan a las fuerzas libertadoras".
No es la primera publicación del colectivo que ve la luz. Todo empezó antes de la pandemia. "A uno de los más jóvenes se le ocurrió que podríamos editar y vender algunos fanzines. Yo, la verdad, no confiaba mucho, pero hay que dejar paso a nuevas iniciativas. Y, la verdad, funcionó muy bien", cuenta a este diario el presidente de la ARMHC, Máximo Molina. El primer tema que abordaron tocaba de cerca al impulsor del proyecto. Al fin y al cabo, combinaba una de sus aficiones, el boxeo, con el trabajo memorialista. Fue así como nació en 2020, el año negro de la crisis sanitaria, Boxear en el infierno, medio centenar de páginas en las que se recogen una veintena de historias sobre deportistas de esta disciplina en los campos de concentración del III Reich. Entre ellos, dos españoles.
Llorenç Vitriá, quien formó parte del equipo español en las Olimpiadas de París de 1924, fue deportado en 1940. Formaba parte del conocido como Convoy de los 927, que partió desde la localidad francesa de Angulema hacia Mauthausen. Un campo en el que fue internado, unos meses más tarde y con el número de identificación 5.897, el aragonés Segundo Espallargas, otro boxeador. "Yo iba y luchaba... Los SS apostaban por mí. Yo ganaba, y eso me permitió vivir", contaba hace una década en una entrevista con el diario El País. El muchacho pudo ver la liberación del campo. No así Vitriá, quien se acabó arrojando contra la valla eléctrica en Gusen. Entonces tenía 33 años.
El objetivo que se ha marcado el colectivo pasa por sacar tres publicaciones al año. "Es una cifra con la que consideramos que podemos cumplir", señala Molina. Al fin y al cabo, cuenta, son ellos los que se encargan, en los ratos libres que les dejan sus respectivos trabajos, de investigar, escribir o maquetar. "Es algo muy amateur", recalca al otro lado del teléfono. Por el momento, a Boxear en el infierno le ha seguido Tarancón en la memoria de las Brigadas Internacionales, un fanzine algo más local que recoge más de una veintena de testimonios de voluntarios que estuvieron en la localidad conquense para echar una mano en la lucha contra el fascismo, o El Polvorín de Tarancón. Historia de una explosión, que recoge uno de los episodios más negros del pasado reciente de la localidad.
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Cuenta el presidente del colectivo que estos trabajos se han convertido en fuente de ingresos del colectivo. Cada ejemplar lo venden a cinco euros. Se pueden encargar a través de las redes sociales o adquirir en Traficantes de Sueños. En algún caso, también han echado una mano empresas pequeñas. "Recuerdo una de material de conciertos que nos distribuyeron los fanzines sin ganar nada", cuenta su presidente. De hecho, dice Molina, es la única vía de entrada de fondos en la asociación. Los socios no pagan cuota. Y la ARMHC pretende vivir sin tener que depender de la ayuda de administraciones públicas. "Nosotros preferimos la independencia. No queremos que nadie nos haga un favor que luego se pretenda cobrar a su manera. Mejor así que andar por ahí besando anillos", reflexiona.
Por el momento, les da para ir tirando con sus modestos proyectos. Han vendido ya un millar de ejemplares. Y con ese dinero han podido renovar y ampliar el memorial del cementerio de Tarancón, que había sido vandalizado, así como reparar "el panteón" de las fosas de Uclés. Fondos de los que han tirado, además, en su proyecto de colocación de placas para recordar a los paisanos deportados a los campos de exterminio nazis. Comenzaron en Tarancón en 2017, con la instalación de una pequeña chapa en el suelo para honrar la memoria de Dositeo Moreno, militante de las JSU, cerca de la que fue su última casa conocida antes de abandonara el pueblo en plena Guerra Civil. Y continuaron el año pasado en Olmeda del Rey, donde instalaron otras dos para recordar a Alfredo Ruescas y Félix Murcia, dos vecinos que pasaron por Mauthausen.
La intención del colectivo es continuar con esta campaña inspirada en los stolperstein –término con el que se conoce en Europa a los adoquines instalados frente a las casas o lugares de trabajo de aquellas personas que fueron deportadas o asesinadas por los nazis–. El problema es que, para seguir colocando placas, necesitan el permiso de las autoridades locales, un visto bueno que la alcaldesa conservadora de Olmeda del Rey dio sin ningún problema pero al que otros muchos consistorios de la zona se resisten. "Algunos son del PP, otros del PSOE. Hemos pedido permiso en siete. Desde Huete o Buendía hasta Cuenca capital. Y lo que hemos obtenido es el silencio por respuesta, cuando no contestaciones fuera de tono", lamentan desde el colectivo.