El nombramiento de la exministra de Justicia Dolores Delgado como fiscal general del Estado ha desencadenado una riada de críticas feroces desde la oposición y las asociaciones mayoritarias de jueces y fiscales, de signo conservador; ha sembrado inquietud en ciertos ámbitos progresistas, temerosos de que cada decisión relevante que adopte se observe como fruto de una orden directa de Moncloa; y, también, ha colocado sobre la mesa preguntas que habían permanecido en tercer plano pese a que distintos fiscales generales ya se habían visto señalados por su actuación sincronizada al milímetro con el partido en el poder.
Esa cadena de preguntas podría resumirse así: ¿qué grado de obediencia tiene respecto del Gobierno cualquier fiscal general? ¿Se aproxima su realidad a la "absoluta independencia" que el presidente recalca haberle pedido a Delgado? ¿Y deben los 2.553 fiscales repartidos por todo el país tener libertad plena para aplicar sus propios criterios en los casos donde intervengan o, por el contrario, han de seguir en última instancia las órdenes de sus jefes?
Al margen del debate político sobre la muy extendida convicción de que todos los fiscales generales hacen lo que les diga quien les nombró, el Estatuto Orgánico del Ministerio Fiscal establece un marco básico legal. La norma concede al Gobierno la única prerrogativa de "proponer" al fiscal general que promueva actuaciones en los tribunales "en defensa del interés público". Y confiere amplios poderes a quien ocupe la jefatura máxima del ministerio fiscal. Pero le sitúa también ante "verdaderos diques de contención", por utilizar las palabras de uno de los juristas consultados por infoLibre.
Lo que dice ese estatuto podría resumirse así: que ni quien dirige la Fiscalía General del Estado ostenta bajo el mandato gubernamental la comandancia suprema de un ejército de disciplina intocable y autoritaria en tiempos de guerra ni forma parte de una asamblea estudiantil donde todo se resuelve por votación a mano alzada. Llegado el caso, será Delgado –como cualquiera de sus predecesores– quien tenga la última palabra si surge disensión con sus subordinados. Porque, nada más arrancar el articulado del Estatuto, su segundo precepto señala que el ministerio fiscal, "integrado con autonomía funcional en el Poder Judicial, ejerce su misión por medio de órganos propios, conforme a los principios de unidad de actuación y dependencia jerárquica y con sujeción, en todo caso, a los de legalidad e imparcialidad".
Es decir, el criterio de quien ejerce la jefatura es el prioritario. En eso consiste la "dependencia jerárquica". Y por si cupiera duda, el artículo 25 dice lo siguiente: "El Fiscal General del Estado podrá impartir a sus subordinados las órdenes e instrucciones convenientes al servicio y al ejercicio de las funciones, tanto de carácter general como referidas a asuntos específicos".
Un ejemplo: en 2013, Eduardo Torres Dulce, uno de los fiscales generales de la etapa de Mariano Rajoy que acabó dimitiendo para sustraerse a las presiones, impuso a sus subordinados en la Audiencia Nacional que, para los dos policías acusados por el chivatazo del caso Faisán y condecorados por su lucha contra ETA, pidieran penas por el delito de colaboración con banda armada en lugar de una condena menor por revelación de secretos. Tanto el fiscal del caso como su entonces jefe directo en la Audiencia, Javier Zaragoza, discrepaban de Torres Dulce. Pero obedecieron sin plantear el menor reparo.
El artículo 27 y el poder de la discrepancia
Ahora bien, ¿podían los fiscales de la Audiencia haber defendido su propio criterio? Sí. Y ahí es donde emergen los "diques de contención" ya enunciados. Porque el artículo 27 del estatuto del ministerio público abre la puerta al triunfo de una posición discrepante al preceptuar lo siguiente: "El Fiscal que recibiere una orden o instrucción que considere contraria a las leyes o que, por cualquier otro motivo estime improcedente, se lo hará saber así, mediante informe razonado, a su Fiscal Jefe. De proceder la orden o instrucción de éste, si no considera satisfactorias las razones alegadas, planteará la cuestión a la Junta de Fiscalía y, una vez que ésta se manifieste, resolverá definitivamente reconsiderándola o ratificándola. De proceder de un superior, elevará informe a éste, el cual, de no admitir las razones alegadas, resolverá de igual manera oyendo previamente a la Junta de Fiscalía. Si la orden fuere dada por el Fiscal General del Estado, éste resolverá oyendo a la Junta de Fiscales de Sala".
El dictamen de la junta de fiscales no es vinculante para el jefe. Pero lo que sucedió tres años más tarde de lo relatado sobre el caso Faisán remite de nuevo a la idea de los diques. En 2017, los dos fiscales Anticorrupción que inicialmente asumieron la investigación de la Operación Lezo pidieron que los registros se extendieran a los documentos relativos a la gran filial del Canal de Isabel II, que había sido el feudo de Ignacio González, delfín y sucesor de Esperanza Aguirre en la Comunidad de Madrid. El entonces fiscal jefe de Anticorrupción, Manuel Moix, dio un tajante no. Pero los dos fiscales reclamaron que la cuestión se sometiera a la junta de fiscales, de la que forman parte todos los miembros de cada estamento del ministerio público. Allí, Moix cosechó una derrota tan estrepitosa que cedió y amplió los registros. Fue justamente ese caso, Lezo, el que sacó a la luz cómo Eduardo Zaplana e Ignacio González se habían propuesto maniobrar ante el entonces fiscal general, José Manuel Maza, para que Moix fuese aupado a la jefatura de Anticorrupción. Maza, fallecido hace dos años, reconoció ante el Congreso que sabía que Zaplana y González querían que ocupase la plaza Moix, quien ascendió a ella pero terminó por dimitir en junio de 2017 cuando infoLibre desveló que poseía parte de una empresa oculta en el paraíso fiscal de Panamá.
Del 'tamayazo' a lo que "afinaría" la Fiscalía sobre Cataluña
El estatuto no constituye una esfera transparente dentro de la cual se localiza el universo íntegro de la Fiscalía pero el pasaje narrado sobre Lezo prueba que contiene una serie de normas claras, precisas y de defensa del orden democrático. Ahora bien, la pregunta clave –la hipotética dependencia de quien dirige el ministerio público respecto del Gobierno que le nombra– ofrece un enorme margen de respuesta extralegal: porque algunos episodios sucedidos a lo largo de años indican que, diga lo que diga la norma, la dependencia política del fiscal general del momento era real. Y ello pese a que el estatuto de los fiscales señala sin ambages que no ha lugar a esa atadura dado que el Ejecutivo está facultado solo para "interesar" del fiscal general "que promueva ante los Tribunales las actuaciones pertinentessolo en orden a la defensa del interés público".
Así lo estipula el artículo 8 de la norma. Y, como prosigue ese mismo punto, quien desempeña la jefatura máxima de la Fiscalía puede actuar o no en la dirección propuesta por el Gobierno: "El Fiscal General del Estado, oída la Junta de Fiscales de Sala del Tribunal Supremo, resolverá sobre la viabilidad o procedencia de las actuaciones interesadas y expondrá su resolución al Gobierno de forma razonada. En todo caso, el acuerdo adoptado se notificará a quien haya formulado la solicitud".
Ahora bien, si el sistema funcionase realmente como una larga avenida recta y alejase el peligro de "politización" no se explicaría que, en aquella conversación que terminó publicada y convertida en piedra de escándalo, el entonces ministro del Interior del PP Jorge Fernández animase al jefe de la Oficina Antifraude de Cataluña a darle información contra los soberanistas y le anunció que ya se la "afinaría" la Fiscalía. Ni se entendería que el hoy destinado en el Supremo Mariano Fernández Bermejo, también exministro socialista de Justicia, terminara por desvelar que quien en su etapa como jefe de la Fiscalía de Madrid le impidió investigar el tamayazo fue el entonces fiscal general del Estado, Jesús Cardenal.
Entre los puntos débiles de Delgado remarcados sotto voce por algunas fuentes figura la aparición de su nombre en el caso Villarejo por uno de esos audios que a granel grababa el antaño poderoso policía, aquel que recoge la conversación durante un almuerzo en el que ambos, en aquellos momentos comisario y fiscal, estaban presentes junto con otros comensales.
¿Pero afecta para algo el nombramiento de la nueva fiscal general a la instrucción de esa causa? Las fuentes consultadas lo niegan de manera tajante. Y algunos juristas recuerdan que, incluso en la hipótesis más remota y estrafalaria respecto a lo que concierne a ese caso, el estatuto de la Fiscalía ya prevé que sus miembros se abstengan de intervenir en cualquier asunto donde concurran las mismas razones que explican la recusación o inhibición de un juez. El artículo 62.8 de la norma califica además como falta muy grave "la inobservancia del deber de abstención a sabiendas de que concurre alguna de las causas legalmente previstas".
El (antiguo) caso de los "fiscales indomables"
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Delgado lleva desde el lunes recibiendo dardos y acusaciones de quienes dan por hecho que su papel consistirá en el "sometimiento" de la Fiscalía. ¿Pero operan los vetos o imposiciones siempre de arriba abajo o puede producirse el fenómeno contrario y que sean fiscales subordinados quienes se determinen a romper el marco legal establecido? La pregunta no admite una respuesta neutra y exenta de interpretaciones.
Pero un caso fechado en la primerísima etapa del Gobierno de Zapatero demuestra que es factible que el sometimiento –al margen del circuito legal– circule de abajo arriba. Ocurrió en 2004, cuando el entonces fiscal jefe de la Audiencia Nacional, Eduardo Fungairiño, desoyó literalmente la orden de quien capitaneaba la Fiscalía General, Cándido Conde-Pumpido, para que acusara a los exmilitares detenidos en España por su relación con los delitos cometidos durante las dictaduras militares de Argentina, Chile y Guatemala.
Fallecido en julio de 2019, Fungairiño formaba parte de un grupo de fiscales conservadores de la Audiencia conocidos como "los indomables". Acuñado en la segunda mitad de los noventa, el apelativo se refería a un grupo encabezado por Ignacio Gordillo, quien años después dejó la Fiscalía y se convirtió en abogado del PP balear, y por María Dolores Márquez de Prado, esposa del exjuez Javier Gómez de Liaño. Ahora, aquella denominación ha regresado para denominar a los cuatro fiscales del Supremo encargados del juicio por el procés.
El nombramiento de la exministra de Justicia Dolores Delgado como fiscal general del Estado ha desencadenado una riada de críticas feroces desde la oposición y las asociaciones mayoritarias de jueces y fiscales, de signo conservador; ha sembrado inquietud en ciertos ámbitos progresistas, temerosos de que cada decisión relevante que adopte se observe como fruto de una orden directa de Moncloa; y, también, ha colocado sobre la mesa preguntas que habían permanecido en tercer plano pese a que distintos fiscales generales ya se habían visto señalados por su actuación sincronizada al milímetro con el partido en el poder.