Observando los fastos por el 25º aniversario de la Expo 92, que han desarrollado sin que apenas se alcen voces de balance crítico, es difícil imaginar que hace un cuarto de siglo la Policía Nacional acabó disparando para disolver una manifestación contra la muestra universal. Pero ocurrió. También ocurrió, antes de la Expo, que una delegación de representantes de colectivos indígenas visitó Sevilla para protestar por lo que consideraban que era una ofensiva celebración de la conquista de América, llegando a realizar un contradesembarco simbólico en la Torre del Oro y una manifestación en la mismísima catedral. Medios internacionales hacían bingo llevando a portada la fotografía del fabuloso Puente del Alamillo, culminado coincidiendo con la Expo, tomada desde el barrio chabolista del Vacie, adonde habían sido oportunamente conducidos por los críticos con la muestra para ofrecerles una imagen de contraste entre la fastuosidad y la miseria, enfoque tan querido por el periodismo gráfico. Intelectuales como José Luis Sampedro se significaban abiertamente contra la Expo, a la que veían ejemplo perfecto de grandilocuencia desarrollista y germen de futuras deudas impagables.
La Expo 92 –quién lo diría hoy– fue desde su concepción en los 80 hasta varios años después de su finalización objeto de fuertes críticas desde la izquierda por el modelo de repentino desarrollo urbanístico y de inversión en costosas infraestructuras que aparejaba. La Expo se metía en el mismo paquete a combatir que las Olimpiadas de Barcelona y el Tratado de Maastricht. Desde IU Julio Anguita y Luis Carlos Rejón siempre cargaron duramente contra la forma que adoptó el proyecto de la Expo. La hegemonía simbólica de lo español sobre lo andaluz en la puesta en escena del evento eran también objeto de graves cuestionamientos. ¿Qué queda de aquello 25 años después? Hoy, llegado el momento de la evaluación retrospectiva, las críticas son tibias. El cuestionamiento radical del proyecto ocupa un espacio, más que minoritario, marginal. La manifestación contra la Expo del 19 de abril de 1992, que cumpliendo las advertencias de la Delegación del Gobierno fue abortada drásticamente por la Policía y dejó diversos heridos de bala y decenas de detenidos, está casi perdida en la memoria.
La muestra universal, vinculada a la llegada del AVE a Sevilla, se ha consolidado como símbolo de modernización del sur de España, especialmente de la capital andaluza, que
superó el desafío organizativo y desarrolló bruscamente sus infraestructuras. Ésa ha sido la línea optimista del discurso oficial en los actos conmemorativos de la Expo y del AVE, que han contado con la presencia de Juan Carlos I, Mariano Rajoy, Susana Díaz y Felipe González. Podemos e IU no han participado en los actos de la Expo, pero tampoco han convertido –ni mucho menos– la efeméride en motivo de disputa encarnizada. "Como casi todo tiene luces y sombras. Evidentemente, situó a Sevilla y a España en el mapa internacional", ha señalado en una entrevista en Canal Sur Alberto Garzón, coordinador federal de IU, que sí recordó que el aparente "boom económico" iba alimentado por una "burbuja inmobiliaria". Más crítico ha sido Antonio Maíllo, coordinador andaluz de la coalición, que afirma que la experiencia del 92 obedeció a "un modelo de nuevo rico del que hay que aprender". Poco se ha oído hasta el momento en Podemos sobre la Expo.
El legado de las infraestructuras
¿Cuál es el legado de la Expo en la ciudad? El AVE, la Autovía del Mediterráneo –inaugurada en 1993–, la ampliación del aeropuerto, la modernización del puerto, todo ello fundamental en una capital con una notable dependencia del turismo. Sevilla, que se arrancó el estigma de un aislamiento que era físico pero tenía un componente psicológico en Despeñaperros, se enfrentó además al desafío de levantar una ciudadela futurista repleta de pabellones en lo que era un gigantesco erial rústico entre los dos brazos del río Guadalquivir. Hoy es la Isla de la Cartuja, uno de los principales polos empresariales de la ciudad.
No obstante, la Cartuja es en buena medida un epílogo agridulce de la Expo. Joaquín Urías, que en 1992 era un investigador recién licenciado metido en los movimientos estudiantiles y hoy es profesor de Derecho Constitucional, cree que aquellos "meses de esplendor" en la Cartuja "no merecieron la pena". "En 1992 muchos nos indignamos porque no se había planeado ningún futuro para la Cartuja. Y a día de hoy se ha visto que teníamos razón. La mayoría de pabellones se destruyó o quedaron abandonados. La zona nunca terminó de conectarse con la ciudad, con amplias zonas abandonadas", afirma. A su juicio, "se desperdició la oportunidad de planear el crecimiento de la ciudad hacia esa zona del río, igual que en otras zonas se aplicó una política urbanística desarrollista que ya por aquel entonces estaba desfasada". "La Expo", concluye, "fue una oportunidad perdida".
Pero incluso en los diagnósticos críticos aparece el reconocimiento del legado de las infraestructuras. "Es justo reconocer que la Sevilla actual es deudora en gran medida de las obras de entonces. Se trazaron las grandes rondas urbanas y la conexión perimetral a todos los barrios; se quitó el muro de la calle Torneo y el tapón de Chapina. Todo eso supuso un paso de Sevilla hacia la modernidad. Sin embargo, no se habla ya de cómo se hizo ni del coste que tuvo", afirma Urías, poniendo como ejemplo "los asentamientos chabolistas arrasados sin ningún tipo de medida social para sus habitantes". "No se habla ya", es la expresión utilizada por Urías. En efecto, la agesiva operación de maquillaje de una ciudad que se preparaba para recibir a un aluvión de turistas y delegaciones de más de 150 países es un asunto con poca presencia en el imaginario público, aunque fue fuente de inspiración de la película Grupo 7 de Alberto Rodríguez, basada en el Grupo 10 de policía antidroga que operó en el centro durante los años previos a la exposición.
"Hay una especie de optimismo retrospectivo", afirma con ironía Luis Pizarro, quien fuera candidato de IU a la alcaldía de Sevilla y referente local crítico con la Expo, que comparte la impresión de que, dada la crisis actual, la ciudad tiende a mirar con nostalgia aquel año de protagonismo precedido por ilusionantes inversiones. Aunque las cifras sobre la inversión total en Andalucía bailan según criterios y no es justo vincular todo el dinero a la Expo 92 –¿acaso no había que vertebrar por autovía la comunidad de este a oeste de todas formas?,– el total estimado de inversión ligada al avento asciende a 9.000 millones, contando la transformación urbana de la capital. En el caso concreto de Sevilla, la Expo produjo un revulsivo económico y cultural que se extendió durante años. Era frecuente que la prensa aludiera a una nueva era en Sevilla, ciudad de la que antes solía decirse que desde que a principios del siglo XVIII había perdido su papel de referencia en el comercio con las Indias no había vuelto a vivir esplendor. Una exageración, claro, pero elocuente del chute de optimismo que supuso el 92, y que no ha sobrevivido al tiempo.
Claroscuros ferroviarios
Políticamente el gran referente de la Expo fue Felipe González, que fue el que más arriesgó con el evento –lo cual explica el desprecio con el que trató la derecha a la Expo e incluso al AVE, por más que el grueso del gran empresariado contemplara el pack con ojos golosos–. La apuesta de González por el AVE le salió bien, hasta tal punto de que Manuel Chaves, entonces presidente de la Junta, recogió el testigo y llevó la fiebre de la alta velocidad todavía más lejos.
Estos días los 25 años del AVE Madrid-Sevilla se celebran como un acontecimiento transformador sin aludir a los diversos fiascos que la planificación de la alta velocidad ha dejado en Andalucía. Aunque en teoría el AVE era un asunto estatal, el Gobierno autonómico, con la bandera política de la "segunda modernización", se acabó por lanzar a la idea de construir líneas por sí solo. Con Magdalena Álvarez como ministra de Fomento (2004-2009), acordó con la Junta el llamado eje ferroviario transversal. Es decir, la conexión por alta velocidad, de oeste a este, de Huelva, Sevilla, Málaga, Granada y Almería. Un eje estructurante de más de 500 kilómetros, que a su vez conectaría con líneas de alta velocidad a Jaén, Cádiz y Córdoba. La idea de Chaves era que en 2013 el 90% de la población andaluza estuviera a menos de una hora de una estación de AVE. El Gobierno andaluz iba a invertir a pulmón 1.100 millones de euros. El resultado fue un desastre olímpico: la Junta gastó al menos 280 millones de euros en 77 kilómetros que no sirven para nada, porque el proyecto se quedó a medias, con el tramo Marchena-Antequera tendido inútilmente en medio del campo.
El sacrificio de las redes convencionales en el altar de la planificación del AVE, finalmente frustrada por la crisis, ha acabado convirtiendo a amplias zonas de Andalucía oriental en un desierto ferroviario. Esta realidad también es –en parte– un efecto colateral del subidón del 92 en Andalucía, que a pesar de las fabulosas expectativas que parecía tener aquellos días, continúa cargando con el lastre de una excesiva dependencia del turismo, una escasa industrialización y unos indicadores socioeconómicos entre los peores de España. Sevilla, desde luego, no sería la misma sin la Expo. Pero también es cierto que Sevilla, y toda Andalucía, siguen lejos de lo que se propusieron ser hace 25 años.
Observando los fastos por el 25º aniversario de la Expo 92, que han desarrollado sin que apenas se alcen voces de balance crítico, es difícil imaginar que hace un cuarto de siglo la Policía Nacional acabó disparando para disolver una manifestación contra la muestra universal. Pero ocurrió. También ocurrió, antes de la Expo, que una delegación de representantes de colectivos indígenas visitó Sevilla para protestar por lo que consideraban que era una ofensiva celebración de la conquista de América, llegando a realizar un contradesembarco simbólico en la Torre del Oro y una manifestación en la mismísima catedral. Medios internacionales hacían bingo llevando a portada la fotografía del fabuloso Puente del Alamillo, culminado coincidiendo con la Expo, tomada desde el barrio chabolista del Vacie, adonde habían sido oportunamente conducidos por los críticos con la muestra para ofrecerles una imagen de contraste entre la fastuosidad y la miseria, enfoque tan querido por el periodismo gráfico. Intelectuales como José Luis Sampedro se significaban abiertamente contra la Expo, a la que veían ejemplo perfecto de grandilocuencia desarrollista y germen de futuras deudas impagables.