“Pero, ¿qué es esto? ¿El fin del mundo?”. Para ella lo fue. El coronavirus puso término a una vida de 86 años en apenas unas horas. Parecía un infarto, pero fue una neumonía lo que en realidad le paró el corazón en el Hospital de La Paz el sábado 14 de marzo. Una semana más tarde, era yo, su hija, quien ingresaba con ambos pulmones infectados en otro hospital de Madrid. Sin apenas síntomas, mi madre me había contagiado el Covid-19 en sólo tres días de escasa convivencia: poco hace falta para que el virus se sienta a sus anchas y destruya tu pequeño mundo. El patógeno mutado aún no ha aniquilado el planeta, pese a los temores de una mujer que sobrevivió a una guerra civil y maduró en plena Guerra Fría, pero está resultando más letal de lo que nunca fue la amenaza nuclear.
En el Hospital Infanta Leonor permanecí internada dos días. Aunque no llegué a ocupar una habitación. Con una docena de personas más dormí dos noches en la antigua sala de observación pediátrica del hospital, ubicado en Vallecas, uno de los barrios pobres del sur de Madrid. Ahora sólo atiende a pacientes de coronavirus, así que ha reconvertido el espacio para niños enfermos en zona de tratamiento para adultos con neumonía. No hay camas, sólo sillones abatibles, algunos separados por cortinas, otros ni eso, plantados en medio de la sala. Casi todos estamos conectados a bombonas de oxígeno. Llevamos mascarillas y guantes. Hombres y mujeres, veinteañeros y ancianas, españoles y migrantes. Todos, perfectamente atendidos por un pelotón de médicos, enfermeros y auxiliares enfundados en sus trajes de seguridad, que controlan al minuto la temperatura, saturación, tensión arterial y frecuencia cardiaca de los pacientes. Que reparten las pastillas y administran los antibióticos en vena sin un fallo ni un retraso. Todos –más bien todas, la mayoría son mujeres– muy jóvenes y exquisitos en el trato. Saturados, sí, es evidente. Colapsados, milagrosamente no. La noche del sábado preguntan si hay algún musulmán, para que no se le sirva cerdo en la cena. A la mañana siguiente, cuando Mohamed pregunta dónde queda el Este –quiere rezar– las enfermeras dudan: “¿El Este no es por donde sale el sol?”. Y le señalan el ventanal que deja entrar un prometedor chorro de luz a esas horas.
El domingo por la tarde comienzan los primeros traslados de los ingresados sin habitación al hospital de campaña recién abierto en Ifema, el recinto ferial de Madrid. El lunes me toca a mí, cuando la antigua sala pediátrica, con las paredes decoradas con mariquitas, mariposas y globos multicolores, ya se ha quedado semivacía. Al abandonarla, veo que la zona contigua, donde esperan a ser ingresados los pacientes mientras los someten a análisis de sangre, radiografías y PCR (Reacción en Cadena de la Polimerasa por sus siglas en inglés, la prueba del virus), está a rebosar de nuevo, tras el evidente bajón del domingo. Nos vamos para que otros puedan ocupar nuestros sillones. Dicen que somos los casos más leves y nos sentimos afortunados. Casi no tengo fiebre, pero me falta el resuello si voy al cuarto de baño sin la bombona de oxígeno. Todos tosemos. Los más graves suben a planta cuando queda libre una cama.
La sala de espera del Hospital de Infanta Leonor el pasado 21 de marzo.
El Infanta Leonor, inaugurado en febrero de 2008, atiende a una población de 300.000 personas con sólo 269 camas. Debería contar con al menos una cincuentena más, que nunca llegaron a abrirse. Buscando un cuarto de baño, me encuentro con tres camas, y sus respectivos pacientes, pegadas a la pared de un pasillo en la Unidad de Cuidados Especiales (UCE). De vuelta a mi sillón de la sala de observación pediátrica, una enfermera me cuenta que están preparando la biblioteca y el gimnasio de rehabilitación para meter más camas: “Lo que no puede ser es que estéis durmiendo aquí”. Desde febrero de 2019, el centro es propiedad al 100% de un fondo de inversión holandés llamado DIF. Está al cargo de todo lo que no son servicios sanitarios, desde la limpieza y la comida hasta la lavandería, el mantenimiento y la seguridad o los residuos. La Comunidad de Madrid es la responsable de la gestión sanitaria, en un modelo público-privado que no ha escapado de la polémica desde su nacimiento y ahora, puesto en máxima tensión, se encuentra en el centro de las críticas.
Por fin una cama
En el enorme pabellón de Ifema tengo una cama, por fin. La F5. Debe de haber más de 200, según voy contando a ojo. Dividido longitudinalmente, los hombres están situados a la derecha y las mujeres a la izquierda. Cada cama está separada los dos metros reglamentarios de las demás. Las almohadas y la colcha granate que cubre las sábanas de algodón 100% las ha proporcionado Iberia Business. También los neceseres de aseo que nos repartirán a todos al día siguiente. Son los mismos que proporciona la aerolínea en sus vuelos transoceánicos: cepillo de dientes, antifaz para dormir, cremas de L'Occitane, unos calcetines... Un lujo me parece. Como los servicios, siempre limpios, o las duchas, que han montado los soldados de la Unidad Militar de Emergencias (UME) en el exterior, pegadas a los laterales del pabellón. Toalla, gel, desodorante y esponja completan el kit para cada enfermo. Pienso en un hotel de cinco estrellas.
Hasta la comida, servida por una empresa de catering, consigue nota. Al menos comparada con la que servían en el Infanta Leonor, que pide a gritos una denuncia en el juzgado por lo escasa e incluso repulsiva de aspecto y sabor. Zanahorias hervidas dos noches seguidas. Pollo (supongo) de un color inenarrable. Sin fruta. Los enfermos no se merecen semejante penuria a cambio de sus impuestos. Parece que en el hospital de campaña de Ifema la Comunidad de Madrid ha puesto todo lo que ha escatimado durante años en los centros sanitarios permanentes. Ifema es el escaparate; los hospitales, la trastienda.
Cierto que la intimidad es nula. Y que la enfermedad no es la mejor situación para exhibir ante completos desconocidos. Pero termina siendo lo de menos. Como en el hospital, en Ifema el pelotón de sanitarios que atiende a los pacientes de coronavirus es extraordinario. También jóvenes en su mayoría, solícitos, siempre pendientes de los que están peor, reparten ánimos y buen rollo de cama en cama. Muchos, dicen, vienen de centros de Atención Primaria. El primer día van ataviados con unos mandiles de plástico amarillo hasta los tobillos. Como también llevan viseras o gafas, parecen minions, los hiperactivos ayudantes de Gru, el villano entrañable creado por Sergio Pablos. Llevan cerrados con cinta aislante los puños, los tobillos y los zapatos, así que no se pueden quitar el traje durante toda la jornada. Por eso te preguntan a cada rato qué hora es. “Con estos trajes no podemos ni comer, ni mirar el reloj ni hacer pis...”, se queja una enfermera sin la menor acritud. Algunos tienen turnos de cuatro horas, otros superan las siete diarias sin acercarse al baño.
Más de 200 camas se han instalado en el pabellón para pacientes leves del hospital de campaña de Ifema.
El martes, los trajes amarillos han sido sustituidos por monos blancos que recuerdan a los que llevaban los voluntarios del PrestigePrestige en las playas gallegas allá por 2002. Sólo que éstos llevan una inscripción en caracteres chinos sobre la pechera. “Sí, han sido donado por los chinos, benditos sean”, explica una auxiliar. Tanto en unos trajes como en otros, médicos, celadores y enfermeras llevan escrito con rotulador sobre el omóplato o la solapa su nombre, categoría y hora de entrada. Es la única manera de distinguirlos por debajo de las viseras y mascarillas.
“Que venga el rey; sí, que venga”
Somos los leves, me repito. Pese a que la mayoría seguimos conectados a las bombonas de oxígeno. Hay mujeres de edad casi hundidas entre grandes almohadones porque no pueden respirar, a otras las han tenido que colocar boca abajo, en decúbito prono, cuando su disnea ha empeorado. En cualquier caso, la mayoría de los enfermos dormita casi todo el día. Hay poco que hacer, claro, y menos que te apetece si tienes fiebre. O por culpa de la sensación de malestar general y de fatiga que te acompaña desde que la infección comienza a hacer de las suyas. Mis paseos se reducen a ir al cuarto de baño –el virus te deshidrata y permaneces enganchada a las botellas de agua– o a recargar el móvil en los pocos enchufes con que cuenta el pabellón. Los teléfonos son la única conexión con el exterior y casi la única actividad: abuelas conversando con sus nietos, jóvenes en chat permanente con sus novios, Whatsapp arde en todos los smartphones.smartphones “¿Cómo has dormido?”, “¿tienes fiebre?”, “¿cuánto saturas hoy?”, “¿qué has comido..?”. Los partes médicos familiares son más que diarios, se repiten cada pocas horas. Cuando le cuento a una amiga estadounidense que me han trasladado a un hospital de campaña, me pregunta desde California si tengo quien me traiga “comida y medicamentos”. Intento explicarle que el de Ifema no es ese tipo de “field hospital”.
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Los pacientes no se quejan de nada. Pese a la enfermedad y a la austeridad castrense del recinto. Las mujeres se ayudan en los cuartos de baño, se comparte información a falta de otra cosa, saludos, sonrisas y hasta chistes. “¡Camello oficial!”, se anuncia la enfermera que reparte pastillas a la hora de de la cena. En mi caso, hidroxicloroquina y azitromicina, combinadas con antivirales.
El jueves el rey visita Ifema. Pregunto a los sanitarios y todos se sorprenden. Nadie sabe nada, nadie le ha visto: “Que venga, sí, que venga”, invita una al monarca con sorna. Una mujer cuenta por teléfono a su pariente que acaba de encontrarse a una vecina del pueblo y se ríe cuando recuerda que no se le ocurrió más que preguntarle la terrible obviedad: “Pero, ¿qué haces tú aquí?”. Otra llora la muerte de su marido por coronavirus, aislado, en La Paz. “La enfermera me dijo que no sufriera por eso. 'Aquí nadie se muere solo', me aseguró. 'Cuando sabemos que va a pasar, siempre hay alguien con ellos', eso me dijo”, repite entre lágrimas mientras carga el móvil.
Ese mismo jueves me dicen que me dan el alta. Llevo ya dos días con un 96% de saturación sin ayuda de la bala de oxígeno que ha sido mi inseparable compañera desde el sábado. Ingresé en el Infanta Leonor con un 91%. Aún no conozco el resultado de la prueba que me hicieron en el hospital nada más llegar. Pero cinco días más tarde soy una de las 12.300 personas que se han curado en España de la neumonía causada por el Covid-19 [este jueves 2 de abril, esa cifra era de 26.743]. Y me voy entre aplausos, como los más de 20 pacientes que han salido antes de mí desde el miércoles. Aunque finalmente lo haga a la una de la madrugada, porque no hay ambulancias suficientes para los múltiples traslados de enfermos necesarios por culpa de la pandemia. Mientras recorre las calles vacías y silenciosas de Madrid, el conductor del Samur me cuenta que ni él ni sus compañeros pueden cumplir con los tiempos obligados de descanso entre turnos. Cada cuatro horas les vuelven a llamar para ponerse al volante. Pero es él quien me felicita a mí por mi recuperación. Y yo no sé cómo darle las gracias desde detrás de mi mascarilla para que note que nunca he otorgado un reconocimiento tan sincero a nadie en toda mi vida.
“Pero, ¿qué es esto? ¿El fin del mundo?”. Para ella lo fue. El coronavirus puso término a una vida de 86 años en apenas unas horas. Parecía un infarto, pero fue una neumonía lo que en realidad le paró el corazón en el Hospital de La Paz el sábado 14 de marzo. Una semana más tarde, era yo, su hija, quien ingresaba con ambos pulmones infectados en otro hospital de Madrid. Sin apenas síntomas, mi madre me había contagiado el Covid-19 en sólo tres días de escasa convivencia: poco hace falta para que el virus se sienta a sus anchas y destruya tu pequeño mundo. El patógeno mutado aún no ha aniquilado el planeta, pese a los temores de una mujer que sobrevivió a una guerra civil y maduró en plena Guerra Fría, pero está resultando más letal de lo que nunca fue la amenaza nuclear.