Madrid, 20 de diciembre de 1973. Son cerca de las nueve y media de la mañana. Y un Dodge Dart 3700 GT avanza por la madrileña calle de Claudio Coello. Al volante del oscuro vehículo, José Luis Pérez Mogena. Y en el resto de asientos, el inspector de Policía José Antonio Bueno y el almirante Luis Carrero Blanco. A la altura del número 104 de la vía se produce una potente detonación que abre un cráter de varios metros de diámetro en el asfalto y eleva por los aires las casi dos toneladas de coche, que acaba convertido en una chatarra humeante en la terraza interior del Colegio de los Jesuitas. El brutal atentado de la banda terrorista ETA, el primero de esa envergadura en la capital, pone punto y final a la vida del presidente del Gobierno franquista y sus dos acompañantes.
Ha pasado ya medio siglo de aquella explosión. Pero el magnicidio sigue despertando un enorme interés. Y prueba de ello es Matar al presidente, la docuserie que acaba de ser estrenada en Movistar+. A lo largo de tres episodios, esta producción trata de desentrañar las incógnitas alrededor de un caso que "ha sido fuente de todo tipo de interpretaciones". Un atentado marcado desde hace décadas por las numerosas teorías de la conspiración que han acabado por convertir a Carrero Blanco, salvando todas las distancias, en el John F. Kennedy patrio, instaurando un relato de sombras, manos negras y servicios secretos extranjeros que, sin embargo, rechazan aquellos historiadores que más han estudiado en los últimos tiempos la figura del almirante.
"No hay ninguna prueba tajante ni medio evidente que nos conduzca de manera sólida a pensar que el atentado fue cometido por personas diferentes a ETA", apunta a infoLibre José Antonio Castellanos, profesor de Historia Contemporánea en la Universidad de Castilla-La Mancha y autor del libro Carrero Blanco. Historia y memoria (Catarata, 2023). Coincide Gaizka Fernández, historiador e investigador del Memorial de Víctimas del Terrorismo: "No hay ninguna prueba sólida que avale todas estas teorías". O Antonio Rivera, catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad del País Vasco y autor de 20 de diciembre de 1973 (Taurus, 2021): "No hay documentos o testimonios fehacientes que apunten a una mano oculta que condujese a ETA a llevar a cabo la acción".
A comienzos de los setenta, la banda terrorista llevaba poco más de una década activa. Y apenas había actuado fuera de Euskadi. Pero a mediados de septiembre, ETA recibe un chivatazo. O eso es, al menos, lo que se cuenta en el primer capítulo de la serie documental. El 14 de aquel mes, a mediodía, José Miguel Beñarán, alias Argala, e Iñaki Pérez Beotegui, alias Wilson, acuden al hotel Mindanao de la capital. Mientras el segundo se queda vigilando en la entrada, el primero se adentra en el establecimiento. Y allí se topa con un tipo con un elegante traje gris, que sin mediar palabra le entrega un sobre y desaparece. En su interior, una nota describe la rutina matutina de Carrero Blanco, entonces vicepresidente. Es el punto de partida de la operación Ogro.
Una información en las "páginas amarillas"
Nadie sabe quién es el supuesto hombre de gris al que en su día hizo referencia Wilson, que ni siquiera tuvo contacto con él –toda esa historia se la contó Argala al salir del hotel–. Ni siquiera se tienen certezas sobre si realmente existió o tan solo fue una invención de la banda terrorista. Pero lo cierto es que ese cabo suelto ha dado pie a numerosas teorías que deslizan la participación de terceras partes en el magnicidio. Los historiadores, sin embargo, recuerdan que esa información sobre la asistencia diaria de Carrero Blanco a la misa de las nueve en la iglesia de San Francisco de Borja no era, ni mucho menos, "confidencial" o "secreta". "Era vox populi", apunta Rivera al otro lado del hilo telefónico.
Tampoco era complicado, del mismo modo, saber dónde vivía el presidente del Gobierno. No hacía falta ningún espía ni agente externo. "Estaba en las páginas amarillas", recuerda Fernández, uno de los investigadores que ha tenido acceso al sumario de más de tres millares de páginas sobre el magnicidio. Con esos mimbres, el comando terrorista sólo tenía que poner en marcha, como así hizo, trabajos de vigilancia para confirmar la rutina diaria y el itinerario del almirante. Para ello, contó con la colaboración de una red de apoyo que se había tejido en la capital alrededor de Eva Forest, una médica procedente del PCE a la que Argala había conocido en 1971. De hecho, Fernández no descarta que la del hombre del traje gris no fuera más que una historia inventada para encubrir a Forest.
En un primer momento el plan era secuestrar a Carrero Blanco y exigir por él la liberación de los presos de la banda terrorista. Se marcó el 18 de julio como fecha límite para llevar a cabo la operación. Pero en junio de ese año, el dictador Francisco Franco designó a Carrero Blanco como presidente del Gobierno, lo que llevó aparejado un incremento de su escolta que incrementaba los riesgos alrededor de la idea inicial. Al final, ETA decidió asesinarle. Y para ello trasladó grandes cantidades de explosivo a la capital y alquiló un sótano en la calle Claudio Coello, desde donde excavó un túnel por debajo de la calzada. Con la galería llevada hasta el punto previsto, colocó tres cargas de 25 kilogramos de explosivo. El resto es historia.
En esto último se centra también Fernández cuando se cuestiona la capacidad de la banda terrorista para llevar a cabo un atentado de tal envergadura o cuando escucha todas aquellas teorías que sugieren que el material utilizado en el magnicidio fue C-4, empleado por las Fuerzas Armadas estadounidenses. "Tras el atentado se analizaron los materiales explosivos y se concluyó que procedían de la Unión de Explosivos Río Tinto y que habían sido robados en Hernani y otros polvorines del País Vasco. Por lo tanto, sabemos que se robaron, que se trasladaron y que se utilizaron", apunta el historiador del Memorial de Víctimas del Terrorismo y autor, entre otras, de La voluntad del gudari. Génesis y metástasis de la violencia de ETA (Tecnos, 2016).
Algunas teorías de la conspiración siempre han situado el foco al otro lado del Atlántico, avivando el fuego con cuestiones como la cercanía de la Embajada de Estados Unidos al lugar de la explosión o la visita del entonces secretario de Estado, Henry Kissinger, a Carrero Blanco pocas horas antes del atentado. Sin embargo, los historiadores sostienen que no hay "fundamento alguno" para agarrarse a esa teoría. Ni un solo papel que apunte en esa dirección entre los millones de documentos desclasificados en las últimas décadas por la CIA o en los Cables de Kissinger que se encargó de sacar a la luz WikiLeaks. "Ni tampoco encontramos nada en las grabaciones que existen de Richard Nixon hablando sobre España", dice Castellanos.
Aquellos audios, que quedaron registrados en el sistema de grabación que el presidente estadounidense hizo instalar en el Despacho Oval, demuestran, de hecho, que los americanos veían con buenos ojos la estabilidad que entonces, en plena Guerra Fría, proporcionaba el almirante en suelo español. "En el momento del atentado, Carrero Blanco era más fiable para los intereses norteamericanos que cualquier otra opción alternativa", resume el catedrático de Historia Contemporánea. "Fue el principal impulsor de la buena relación entre EEUU y España. De hecho, no se pueden entender los acuerdos de 1953 –los que permitieron la instalación de bases militares– sin comprender la importancia que para su firma y mantenimiento tuvo Carrero Blanco", expone Castellanos.
Las consecuencias
Los historiadores, por tanto, sostienen que tampoco desde la lógica se puede defender la implicación americana en el magnicidio. Del mismo modo, tampoco encuentran razones –ni documentos– que permitan defender la implicación del KGB, los masones o las diferentes familias franquistas. El éxito del atentado fue, simplemente, una mezcla de suerte por parte de un comando que podía haber fracasado y negligencia por parte de unas Fuerzas de Seguridad que no fueron capaces de neutralizar la amenaza. Y eso que algunos informes enviados desde Bilbao por el comisario José Sáinz avisaban del riesgo de atentado en la capital. "Entonces, no se veía a ETA como un problema nacional, sino solo vasco", desliza Castellanos. Al fin y al cabo, la banda terrorista apenas había actuado entonces fuera de Euskadi.
En "La lucha policial contra ETA: los atentados que no se cometieron", los periodistas Javier Madorrán y Roncesvalles Labiano señalan que "no parece" que hubiesen en la banda terrorista "grandes disquisiciones sobre el sentido histórico del atentado o sobre las 'pautas estratégicas' para 'socavar' la dictadura". Preguntado por esto, Fernández rechaza que ETA buscase con el magnicidio, que usó como baza propagandística, "acabar con la dictadura". "Eso le importaba poco. Solo hay que ver cómo tras la muerte de Franco, la banda terrorista no deja de matar. [...] Simplemente es una aplicación de su estrategia acción-reacción-acción: provocar con atentados la represión brutal del franquismo para que esta se sumase a la llamada 'guerra revolucionaria", explica el historiador.
Tampoco Castellanos cree que aquella explosión facilitase la transición hacia la democracia. "Si hubiera seguido con vida y Juan Carlos hubiera decidido emprender el proceso democratizador, aunque no hubiera estado de acuerdo con el mismo Carrero Blanco se habría echado a un lado y no se hubiera convertido en un obstáculo. Él siempre tuvo un enorme respeto a la superioridad jerárquica", desliza el historiador. Pero eso nunca lo sabremos. Su historia acabó aquella mañana de diciembre de hace medio siglo frente al número 104 de la calle Claudio Coello.
Madrid, 20 de diciembre de 1973. Son cerca de las nueve y media de la mañana. Y un Dodge Dart 3700 GT avanza por la madrileña calle de Claudio Coello. Al volante del oscuro vehículo, José Luis Pérez Mogena. Y en el resto de asientos, el inspector de Policía José Antonio Bueno y el almirante Luis Carrero Blanco. A la altura del número 104 de la vía se produce una potente detonación que abre un cráter de varios metros de diámetro en el asfalto y eleva por los aires las casi dos toneladas de coche, que acaba convertido en una chatarra humeante en la terraza interior del Colegio de los Jesuitas. El brutal atentado de la banda terrorista ETA, el primero de esa envergadura en la capital, pone punto y final a la vida del presidente del Gobierno franquista y sus dos acompañantes.