El filósofo y senador del PSC Manuel Cruz (Barcelona, 1951) ejerce la política con la actitud de un investigador. Es un intelectual comprometido, preocupado por un tiempo de incertidumbre, amante del detalle y de la profundidad en cada una de sus afirmaciones. Algunas más cómodas y otras menos. Autor de una veintena de libros y compilador de más de una docena de volúmenes colectivos, acaba de publicar Transeúnte de la política (Taurus), un relato crítico de su experiencia durante los últimos años en el Congreso y en el Senado, cámara que presidió durante la efímera legislatura que en 2019 desembocó en elecciones anticipadas y en la que hoy preside la Comisión General de las Comunidades Autónomas.
Pregunta: Para alguien que otorga tanto significado al compromiso político, ¿cómo ha sido el choque con la maquinaria orgánica e institucional?
Respuesta: Si ha habido choque en algún momento no ha sido frontal, sino lateral. Y si ha dejado alguna marca ha sido una imperceptible muesca sobre la pintura de la carrocería. Porque lo cierto es que, en contra de lo que se repite mucho, yo no me he topado en mi etapa en el legislativo con rígidas maquinarias o aparatos poderosos que se dediquen a sofocar la menor discrepancia en nombre de la línea oficial del partido. No deja de llamarme la atención que algunas personas que han estado metidas de lleno, de hoz y coz, en los estratos orgánicos más profundos de algunas formaciones políticas ahora se descuelguen criticando que son como ejércitos disciplinados en los que no se admite que nadie se pueda apartar del raíl establecido.
Yo creo que se exagera mucho. Lo que yo he visto en los dos grupos parlamentarios en los que he estado, el grupo socialista en el Congreso y en el Senado, no se corresponde con ese dibujo. Dicho lo cual, obviamente, es posible que alguien diga: ‘Bueno, sí, tú puedes decir o pensar lo que quieras, pero luego no te van a hace el menor caso’. Bueno, no lo sé. Pero en todo caso choque no lo habría habido.
P.: Tiene usted una visión optimista, entonces.
R.: Parece claro que hay partidos que son más abiertos desde el punto de vista de la opinión y de la crítica que otros. No necesariamente eso implica que esas críticas sean siempre aceptadas e incorporadas. Yo no quiero tampoco deslizar una imagen desatadamente optimista. Lo que sí digo es que las ideas y los tópicos con los que se funciona en la sociedad, en eso que antes se llamaba opinión pública, yo he tenido la persistente sensación de que no describían bien la realidad.
P.: ¿Es un tópico también decir que la comunicación política ha tomado el mando en los partidos a costa del debate interno y de las ideas de transformación social y económica?
R.: Desafortunadamente es así en gran medida. Yo creo que ahí se contiene una paradoja: ¿qué puede comunicar una comunicación política que al mismo tiempo está ayuna de ideas de transformación social y económica? ¿Qué demonios se comunica entonces? La respuesta la encontramos a diario: el mensaje de esa comunicación es completamente coyuntural, es decir, la propuesta táctica, el planteamiento cortoplacista, el comentario de las declaraciones del adversario ayer por la tarde, etcétera. Esto constituye, efectivamente, un problema severo.
Como en otras situaciones más o menos parecidas uno se puede preguntar ¿qué ha sido la causa de qué? Con otras palabras: si el hueco dejado por la desaparición de las ideas transformadoras ha sido ocupado por esto que podíamos llamar el inmediatismo comunicativo o al revés, si fue el imperio del inmediatismo comunicativo el que terminó por desalojar a los proyectos globales de cambio del lugar central que antes ocupaban en los partidos políticos.
Para intentar responder a esto, una primera cosa parece obligado constatar. Cuando empezó la democracia, una expresión que se utilizaba muchísimo por parte de las formaciones políticas era que su especificidad pasaba por el hecho de que cada una de ellas representaba un ‘modelo de sociedad’ diferente. La expresión ha desaparecido del vocabulario político, y eso es todo un síntoma. Porque equivale a reconocer, por omisión, que los proyectos globales, como tales, no están presentes.
Yo no me quiero deslizar hacia el justo término medio, pero hay algo de las dos cosas. Es cierto, por un lado, que en el siglo XX asistimos a eso, a la pujanza de lo meramente comunicativo. Los filósofos de la escuela de Fráncfort (Horkheimer y Marcuse, por ejemplo) ya escribieron sobre esto, y mucho antes de mayo del 68 por cierto. Pero también lo hizo McLuhan, entre otros.
Todo eso es verdad, pero tampoco podemos olvidar, por el otro lado, el hecho de que se han producido derrotas de las ideas transformadoras, de los grandes proyectos de emancipación. La derrota que se consuma a finales del siglo pasado, la derrota que marca el final del siglo XX, la llamada caída del muro… Si tiene razón Hobsbawm cuando habla del “corto siglo XX”, el sentido de este vendría determinado por los avatares de ese gran proyecto de emancipación que surge en 1917 y que se da por finiquitado en 1989. Eso es un hecho objetivo. Y tal derrota histórica no es una cuestión comunicativa, es un hecho real que ha dañado severamente la posibilidad de pensar la sociedad en términos de una totalidad susceptible de ser transformada.
P.: ¿La política como espacio para construir y transformar está herida en España? Cada vez es más evidente el dominio de la apariencia y la representación. Algo que unido a la polarización, cada vez más extrema, desemboca en el bloqueo.
R.: Yo creo que está herida de gravedad, ciertamente. La política en general y los políticos en particular llevan sufriendo desde hace ya un tiempo un desprestigio severo. Yo creo que en muchos casos es injustificado pero, de cualquier forma, me parece que por el bien de todos convendría corregir ese desprestigio de la política y de los políticos. ¿Por qué? Porque yo creo que no es una buena noticia que los ciudadanos no confíen en la política y en los políticos (en algunos casos ni siquiera en aquellos a los que han votado). Y tampoco creo que sea algo digno de celebrar ese convencimiento, que asimismo comparten muchas personas, de que nada cambia porque ganen los unos o los otros porque, a fin de cuentas, la vida de los ciudadanos no cambia gran cosa porque estén unos o porque estén otros. Ambas cosas no son buenas.
“Hay una tendencia muy potente a la teatralización de la política”
Pero añado un matiz fundamental. Estas ideas han estado muy extendidas y en algún momento han sido hegemónicas, pero en los últimos tiempos pueden haberse modificado en la medida en que el Gobierno actual ha adoptado una serie de políticas frente a los efectos sociales y económicos de la pandemia que es evidente que no son las mismas que se aplicaron por los gobiernos conservadores en la crisis anterior. Eso también la gente lo está viendo.
No obstante, yo creo que hay una tendencia muy potente a la teatralización de la política que a menudo provoca que el ruido que se genera con la crispación, que se ha convertido en el auténtico guion del espectáculo de la política, haga que resulte muy difícil distinguir lo importante de lo irrelevante, lo primordial de lo secundario, los muertos de la pandemia de la tarjeta más o menos achicharrada de un móvil.
El problema es que en medio de tanto ruido se confunde todo, y se puede reintroducir de nuevo ese convencimiento —tóxico a mi juicio— de que no se juega nada importante en la política. Regresaría así la idea de que la política es una especie de confrontación simbólica sin mayor trascendencia práctica.
A mí me parece que esta forma de devaluación de la política no deja de ser una variante posmoderna o 2.0 de ese viejo apoliticismo que desde tiempo inmemorial ha cultivado la derecha. El famoso ‘no meterse en política’ que durante el franquismo nos recomendaban nuestros padres. Es lógico semejante interés en el apoliticismo porque es precisamente la política la única herramienta para transformar la realidad o, si no para transformarla, para que cause los menores daños. En situaciones como la que estamos viviendo últimamente es la única herramienta de la que disponen aquellos que no tienen ninguna otra. El apoliticismo, obviamente, es todo menos neutral. Leía estos días, no recuerdo donde, lo que Trotsky le contestó a alguien que le dijo que no le interesaba la política: “…pero a la política le interesa usted”.
P.: ¿Cómo se combaten las burbujas ideológicas que separan cada vez más a las personas que piensan de manera diferente?
R.: La dirección a la que habría que apuntar para salir de estas burbujas está clara. Hay que intentar construir espacios de comunicación y de debate efectivamente plurales. Que acojan, sin generar conflicto ni excluir a nadie, las diferentes perspectivas. Eso, en el plano institucional, es lo que se supone que hacen los parlamentos: acoger la pluralidad de la sociedad misma. Pero está claro que con los parlamentos no basta. De nada sirve que en los parlamentos se pueda producir ese tipo de debates si los términos en los que se plantean no llegan a los ciudadanos. Es decir, si resultara que estos reciben una imagen sesgada o deformada de los que se ha debatido en las instituciones.
“Los medios de comunicación deberían abandonar la lógica de trinchera”
Lo cual me lleva al otro elemento: los medios de comunicación deberían abandonar la lógica de trinchera que en muchos casos va en su propia contra. Porque debilita la calidad del producto informativo que ofrecen.
En ocasiones tengo la sensación de que esta especie de lógica incomunicativa que ha terminado por imponerse en Internet ha acabado contagiándolo todo. Cuando digo lo de la lógica incomunicativa pienso en aquello que decía Cass R. Sunstein en un libro que publicó hace ya 20 años, República.com. Él hablaba de la ciberbalcanización que se produce en Internet. Como se recordará, en los orígenes del invento, eran muchos los que pensaban que Internet estaba llamada a ser la nueva plaza pública en la que todos podríamos encontrarnos y dialogar. Lo que finalmente ha terminado ocurriendo es lo que vemos: hay plazas públicas a la carta. Uno se va encontrando con los suyos y sólo con los suyos en espacios (foros, chats…) previamente delimitados. Y como alguien que no pertenezca a un grupo asome la nariz, es fulminado. Se ve expulsado. Recibe un sinfín de ataques hasta que, hastiado, abandona dicho espacio. Esa es una experiencia que todos hemos podido comprobar.
Eso que pasa en Internet a veces tengo la sensación —y me preocupa— de que ha llegado a contaminar a los diarios serios, incluyendo aquí a los digitales serios. Me preocupa, por poner un ejemplo, esa posibilidad que algunos de ellos ofrecen de que cualesquiera lectores a continuación de un artículo puedan poner sus comentarios. Porque el espectáculo de odio e insultos que con frecuencia se termina formando a continuación de ese texto representa toda una amenaza para cualquier discrepante. Combatir la burbuja también pasa por que modifiquemos o intentemos corregir los elementos que contribuyen, como diría Emilio Lledó —al que le gustan mucho estos juegos creativos con las palabras—, a burbujear a la opinión pública.
P.: ¿Qué responsabilidad tienen los medios de comunicación? ¿La cultura del infoentretenimiento está matando el debate político o es al revés, únicamente su consecuencia?infoentretenimiento
R.: Su responsabilidad es enorme. Y creo que hemos de ser conscientes de la importancia y trascendencia que tienen los medios, importancia y trascendencia que no se encuentran en pie de igualdad con las de otras instancias. Digámoslo de esta manera: los medios de comunicación son en la práctica la única manera de que disponen los ciudadanos para tener noticia de lo existente. Lo que hay en el mundo, lo que en él sucede, sólo lo podemos saber a través de los medios de comunicación. La realidad nos la hacen saber los medios de comunicación. Se trata de una cuestión absolutamente fundamental.
A esto se debe añadir otra dimensión, asimismo importantísima: la palabra es material sensible. Y si no somos serios y rigurosos en el cumplimiento de una serie de instrucciones o de normas —estoy pensando en las que se suelen fijar en los libros de estilo de los diferentes diarios—, las posibilidades de manipulación sin necesidad de explicitar opiniones o juicios de valor son enormes. Yo a veces pongo un ejemplo que puede parecer insignificante, pero prefiero ese ejemplo a otros más llamativos que puedan tener más carga ideológica. Todos hemos visto muchas veces esos titulares aparentemente neutros en los que se dice: “X ahora declara que…”. Estoy subrayando el ‘ahora’. Se está deslizando, sin dar ninguna explicación, que X ha cambiado de opinión. Por no decir que se puede estar insinuando que ha cambiado de opinión de manera contradictoria.
P.: Lo cual puede ser cierto…
R.: Puede ser cierto, por descontado. El problema es que a veces no lo es y se desliza un engaño (de baja intensidad, si se quiere, pero engaño al fin). Pongo este ejemplo trivial para mostrar lo fácil que resulta manipular tras la apariencia de que simplemente estamos describiendo.
A este hecho de la importancia de los medios para saber lo que pasa, se une otro que me parece que merece un debate. Y es que en una sociedad que tanto necesita de mecanismos para que los diversos poderes no operen sin ninguna restricción, el poder que representan los medios no está claro desde qué instancia recibe la indispensable crítica. Sobre todo teniendo en cuenta que la propuesta que muchas veces se ha defendido por parte de los profesionales de que lo deseable es la autorregulación, nunca ha conseguido materializarse. Esto es algo que los propios profesionales reconocen. Es un desiderátum que nunca se ha alcanzado. Lo digo porque la profesión periodística tiene pendiente esa reflexión en profundidad. Y añado: como también creo que para evitar reacciones corporativas dicha tarea la deberían emprender los propios profesionales y no personas ajenas. Siempre que hablo con cualquiera de ellos, todos coinciden en que hace falta dicha reflexión crítica.
Con lo cual, aterrizamos en el núcleo de la pregunta: creo que a la política no se le puede acusar de haber dado pie a la cultura del infoentretenimiento. De lo que se le puede acusar es de no haberse resistido a los cantos de sirena de esa especie de notoriedad efímera, de esa visibilidad narcisista que la cultura del infoentretenimiento ofrece. Para mí sería este el principal reproche: no tanto haberla generado como haberla aceptado. No haberse resistido lo suficiente.
P.: El ganador de las grietas del sistema político es, en opinión de muchos, Vox. ¿Cuánto hay de abandono social y desatención, en las bolsas de votantes de la ultraderecha?
R.: Yo creo que hay mucho, de eso no tengo duda. A mi juicio es un error interpretar el surgimiento de Vox en términos de un revival del franquismo. No sólo porque disponemos del dato objetivo de que cuando, en los primeros compases de la democracia, se presentaban a las elecciones fuerzas que asumían explícitamente el franquismo, los resultados que obtenían eran realmente pobres. Hace muchos años el ejemplo era Blas Piñar, un personaje inequívocamente franquista que obtenía un respaldo mínimo en las urnas. Pero disponemos de otro dato todavía más contundente: en determinadas zonas de España había localidades en las que hasta hace poco se votaba mayoritariamente a la izquierda y resulta que ahora ese voto ha pasado de forma masiva a Vox. No puede ser que todos esos ciudadanos hayan tenido una revelación franquista.
Si no atendemos a las causas que realmente han incidido en el ascenso electoral de Vox obviamente no podremos plantear la batalla política de manera adecuada. Me parece claro que el éxito de esa formación pasa por haber puesto encima de la mesa cuestiones que muchos ciudadanos tenían la sensación de que, o bien no eran abordadas, o bien no eran abordadas adecuadamente por el resto de partidos políticos. Por ejemplo, la unidad territorial, la inmigración, determinadas interpretaciones de la política de igualdad de género… En demasiadas ocasiones la propia izquierda, en vez de entrar en los debates planteados por Vox y rebatirlos con cifras y datos, cosa que hubiera podido hacer muy fácilmente, ha optado por la simple y rotunda descalificación: llamarlos fachas, machistas, franquistas o lo que sea. Y yo creo que lo otro hubiera sido más efectivo.
A mi entender, la izquierda debería haber sido más sensible a un hecho que todos hemos podido constatar en muchísimas ocasiones. ¿Cuántas veces no hemos escuchado a una persona empezar a hablar diciendo: ‘Yo no soy de Vox pero…’? Por favor, subrayemos el ‘pero’. Reparemos en ese ‘pero’, porque lo que nos está anunciando es que dicha persona tiene la sensación de que algunas de las cosas que plantea Vox son muy razonables o incluso obvias. Eso nos debería preocupar. Y ahí creo que la izquierda no ha tenido la actitud adecuada en demasiadas ocasiones.
P.: ¿Resuelve la nueva ley de memoria democrática las cuentas pendientes de la transición? Hay quienes creen que aún falta derogar la ley de Amnistía que, más allá de la utilidad práctica que pudo tener en su momento, hasta Naciones Unidas considera una anomalía.
R.: La expresión ‘cuentas pendientes de la transición’ me genera una cierta desazón, he de admitirlo. Supongo que porque no termino de entender bien a qué se hace referencia con ella. Yo no entro en el detalle de si debe ser derogada o no la Ley de Amnistía, porque no me considero competente para valorar este tipo de asuntos. Pero he de reconocer que, por razones biográficas, cuando se suscitan yo no puedo evitar la evocación de aquella política de reconciliación nacional que planteaba Santiago Carrillo ya en la década de los cincuenta del siglo pasado. Ya sé que hay quien ha planteado la hipótesis de que aquella propuesta era meramente táctica, instrumental, para concentrar todas las energías políticas en el objetivo de acabar con la dictadura, pero que de ninguna manera se trataba de conciliarse con la dictadura. La interpretación me resulta sorprendente porque yo no recuerdo a ningún demócrata que en la transición propusiera reconciliarse con la dictadura, que era más bien el espanto del que todo el mundo quería alejarse cuanto antes y con el menor trauma posible. Lo que sí recuerdo, y con toda claridad, son algunas intervenciones en el Congreso de los Diputados particularmente emotivas por parte de ilustres exiliados y represaliados de izquierda cuando se debatió esa ley. Y también recuerdo que en las siguientes elecciones todos ellos convocaban a la generosidad y el perdón.
“Vayamos con cuidado en no convertir el resentimiento en el eje de la política de este país”
Por concretar: las cuentas que puede haber efectivamente pendientes, como el derecho que asiste a los familiares de dar sepultura digna a sus seres queridos que todavía puedan estar ahí en las cunetas y otros asuntos similares, por supuesto se han de saldar. Sobre esto no tengo la menor reserva y quiero que quede claro. Pero vayamos con cuidado en no convertir el resentimiento en el eje de la política de este país. A lo mejor es deformación profesional de filósofo, pero cuando se habla de estas cosas yo a menudo recuerdo la vieja máxima según la cual sólo se perdona lo imperdonable.
P.: En el libro compara la década que va de la crisis de 2008 a la pandemia con un período de entreguerras. ¿Se atreve a imaginar la posguerra de este mundo?
R.: Si de verdad tuviera imaginación me dedicaría a la literatura. Pero si me lo tengo que imaginar, tiendo a pensar en esa posguerra como un escenario muy parecido al actual, sólo que con sus rasgos más sombríos intensificados. Y con eso no aludo solamente a un incremento de la pobreza, la desigualdad u otras contingencias igualmente dañinas. Estoy pensando, si echamos la vista atrás y vemos lo que ha ocurrido en las últimas décadas en el planeta, en que la aparición recurrente de pandemias va a resultar poco menos que inevitable. Pero no aludo solamente a estos rasgos sombríos sino también a lo que podemos llamar una desesperanza generalizada. A un miedo creciente al futuro, a un futuro que parece haberse convertido cada vez más en una caja de sorpresas temibles. Por decirlo mal: del futuro ya sólo esperamos lo peor.
P.: ‘Transeúnte…’ se refiere a Podemos y al independentismo como las dos grandes impugnaciones del sistema político español de la década. ¿No hay algo también de seísmo en la corrupción de la monarquía?‘Transeúnte…’
R.: A mí no me cuesta aceptar en absoluto que sucesos como los episodios, sin duda poco edificantes, protagonizados por el hoy rey emérito son inquietantes y tienen algo de seísmo. Yo eso no lo discuto. De la misma manera que tampoco discuto que en toda esta segunda década del siglo también han ocurrido cosas muy importantes políticamente como la irrupción de Ciudadanos, que llegó a convertirse por unos meses en alternativa por la derecha del PP y que terminó sufriendo posteriormente un aparatoso hundimiento. También fueron muy importante episodios como los de la profunda renovación de los dos grandes partidos tradicionales, particularmente traumática en su momento en el caso del PSOE. ¿Por qué no los he subrayado en el libro? Porque creo que todos esos hechos, que se añaden a los que planteas, podían afectar muy severamente al orden establecido pero no se presentaban como una impugnación en toda regla del mismo, cosa que sí sucedía en los dos casos en los que me centro en el libro, los de Podemos y el independentismo.
P.: Usted es muy crítico con Podemos y con su líder, Pablo Iglesias. ¿Cómo lo ve ahora, en el Gobierno? ¿Las tensiones del presente le parecen postureo o cree que predicen una inevitable ruptura en el futuro? ¿Se están adaptando a sus nuevas responsabilidades?
R.: Que se está adaptado a una nueva situación ya se vio en las dos campañas electorales del año pasado, en las que Podemos no solamente abandonó el lenguaje de los candados de la Transición sino que asumió el texto constitucional como eje programático. Si alguien ha pegado un volantazo político programático ha sido, desde luego, Podemos. Yo, por supuesto, celebro que haya ocurrido así. Da la impresión de que está haciendo esfuerzos por adaptarse a una nueva situación, esfuerzos que le llevan incluso a reconsideraciones de elementos que antes eran fundamentales en su propuesta política.
¿Cómo valorar las tensiones del presente en el seno del gobierno? Una cosa parece obvia. La ruptura es inevitable tarde o temprano en cualquier gobierno de coalición. Las fuerzas políticas coaligadas necesitan en algún momento volver a diferenciarse para poder recuperar su propio perfil ante su electorado de cara a las siguientes elecciones. Otra cosa muy distinta sería que esa ruptura no se produjera por esta lógica electoralista sino por otros motivos y antes de tiempo. Eso sí que implicaría una crisis política de calado.
Pero no creo que esto sea el caso ahora. Tiendo a pensar que lo que denominas postureo tiene que ver con una voluntad de poner en primer plano diferencias con el socio mayoritario del gobierno. A veces esas diferencias son perfectamente inocuas, no tienen demasiado recorrido, pero a Podemos le interesa ponerlas en primer plano, probablemente porque así pasan a segundo plano, quedan en la sombra, las rectificaciones, las renuncias a las que se está viendo obligado para permanecer en el gabinete. No soy un experto en cuestiones económicas, pero probablemente tenga mucho más calado político y económico aceptar sin demasiadas críticas la fusión de Bankia con Caixabank que discutir acerca de las medallas de Billy el Niño. Pero poner el acento en una cosa sirve para apartar el foco de la otra.
P.: En el libro afirma que estamos a tiempo de no repetir la crispación entre el PSOE de Zapatero y el PP de Rajoy a cuenta de la memoria histórica y ETA. ¿Lo sigue creyendo?
R.: Sí, lo sigo creyendo. Aquel tipo de enfrentamientos en gran parte tenía que ver con una lógica bipartidista y un concepto de partidos, como se suele decir en los Estados Unidos, atrapalotodo. Y que, precisamente por eso, lo que necesitan fundamentalmente es una idea-fuerza. Una vez que creen tenerla, golpean con ella al adversario de manera permanente. Durante los gobiernos de Zapatero, la idea-fuerza que utilizaba la izquierda frente a la derecha era una muy simple pero contundente: ‘Ustedes no son realmente demócratas’. E intentaba poner el dedo en el ojo con este asunto. Presentando mociones para que se produjeran declaraciones en el Congreso condenando explícitamente el franquismo, por ejemplo, cosa que la izquierda sabía que generaba incomodidad al PP, que tiene un sector de votantes profundamente conservador.
¿Y qué hacía el PP por su parte? También golpear con fuerza con una idea sensible: ‘Ustedes no son realmente españoles, ustedes no aman realmente a España’. El debate sobre el Estatut en Cataluña, el Plan Ibarretxe, les servía para esto. Es decir, esa confrontación respondía a la situación política del momento y a ese modelo de partidos.
Sigo creyendo que es posible no repetir aquello entre otras cosas porque la estrategia de la crispación era una estrategia pensada, que se consideraba la adecuada y útil en aquel momento. Tampoco constituía una especie de fatalidad histórica, por más que el cainismo a veces parece formar parte del ADN de este país. Por tanto, en la medida en que era y es el resultado de decisiones políticas, no hay por qué repetirla.
Otra cosa es que se constate que cuando determinadas fuerzas políticas asumen y perseveran en determinadas inercias, en este caso de confrontación, de alguna manera ellas mismas se están poniendo cuesta arriba la rectificación. Cuanto más insistas en un mensaje, más convenzas a los tuyos de A, luego convencerles de ‘no A’ se pone más complicado.
Ahora bien, lo que también es cierto es que vivimos en una época de extraordinaria volatilidad política. Y claro, algún lado bueno ha de tener la misma: cada vez se guarda menos memoria de lo que se anunció o se prometió en el pasado, por más énfasis público que se hubiera puesto en el anuncio o en la promesa. Las rectificaciones hoy resultan menos costosas, pasan menos factura, sobre todo electoral. Por lo tanto, si en un momento determinado un partido político que ha optado por la crispación considera que no conviene ya seguir por ahí, porque el CIS le augura unos resultados pésimos, rectifica sin pestañear.
P.: ¿A quién prefiere como socio de Presupuestos? ¿A Esquerra o a Ciudadanos?
R.: No simpatizo lo más mínimo con eso que últimamente se llama la vetocracia. A mí lo que me gustaría, dadas las circunstancias actuales, es que los Presupuestos salieran con el mayor respaldo posible. En todo caso, el criterio para decidir entre socios presupuestarios debería pasar por examinar las exigencias que cada uno de esos posibles socios pusiera para el apoyo, no por ningún veto previo. O sea, no por decir que ‘en principio estos están más cerca de nuestras posiciones’. No creo que estemos ahora en ese debate. Por tanto, si alguno de los dos, o los dos, pusiera exigencias inasumibles para apoyarlos, exigencias que terminaran generando efectos indeseables muy graves, es obvio que ese apoyo a mi juicio no resultaría aconsejable.
P.:¿Tiene solución Cataluña? ¿Cuánta Cataluña cabe en una solución federal?
“La sociedad catalana está profundamente dañada”
R.: Tiene solución, pero ni es fácil ni se alcanzará a corto plazo. Este transatlántico, si endereza el rumbo, necesitará de mucho espacio, lo que en este caso quiere decir mucho tiempo, por delante para poder hacerlo. La sociedad catalana está profundamente dañada y eso no va a cambiar de un día para otro.
Por lo que respecta a la solución federal, estoy convencido de que podría tener un amplio respaldo. En las ocasiones en las que se han hecho encuestas y se les ha preguntado a los ciudadanos de Cataluña cuál de tres opciones prefería para solucionar el conflicto (continuar con la situación actual, iniciar una reforma federal o la independencia), en el peor de los supuestos, cuando el federalismo obtenía el peor de los resultados, empataba con el independentismo. Y en los mejores lo superaba.
¿Cómo interpreto dicho dato? En el sentido de que no es fantasioso en absoluto suponer que, debidamente explicado, el federalismo puede satisfacer las demandas de cohesión territorial que son las que más preocupan al autonomismo y, al mismo tiempo, las de reconocimiento de las diferencias específicas, que es una de las reclamaciones más sentidas del independentismo. Yo creo que sí, que el federalismo puede ser un punto de encuentro absolutamente aceptable y útil. Hay un dato que no deberíamos olvidar: muy probablemente, si le preguntáramos a la gente cuáles son los países que cree que tienen el sistema político que funciona mejor, resulta que son mayoría los que tienen regímenes de una u otra manera federalistas o federalizantes.
P.: ¿Los indultos tiene que formar parte de la solución?
R.: Esta pregunta requiere una matización previa, a mi juicio particularmente importante. Me refiero a la de distinguir las causas y los efectos de los indultos. Las causas pueden ser diversas. Se pueden solicitar por razones humanitarias, legales, políticas o de cualquier otro tipo, y corresponde a las instancias pertinentes valorar si los motivos argüidos resultan adecuados o no. En este momento, ignoro los planteamientos que han hecho quienes han presentado las solicitudes con el objeto de que obtengan ese beneficio algunos de los políticos independentistas encarcelados. Lo que sí puedo decir es que ciertos planteamientos que se han hecho públicos en estos días para justificar la necesidad del indulto (por ejemplo, el de que así se corregiría una sentencia a todas luces injusta) dudo mucho que puedan ser aceptados por ninguna de las instancias a las que acabo de aludir y en cuyas manos, a fin de cuentas, está la posibilidad de concederlos o no.
Pero la pregunta no es por las causas sino por los efectos de tales indultos. Y al respecto, creo que solo cabe una respuesta: depende. Lo voy a plantear en términos de hipótesis. Si unos eventuales indultos fueran interpretados por los indultados no para aprovechar lo que pudieran tener de oportunidad para buscar una solución sino como una victoria política para, a continuación, perseverar en lo mismo (que es lo que por cierto alguno de ellos ya ha anunciado con la frase ‘Lo volveremos a hacer’), en ese caso los indultos no habrían servido para solucionar absolutamente nada. En el pasado reciente se repitió unas cuantas veces la misma situación. El independentismo le reclamaba al gobierno central determinadas medidas, con argumentos como ‘qué menos que…’, ‘tengan ustedes al menos un gesto…’. Y añadían, indefectiblemente, que ello ayudaría a desbloquear la situación. ¿Qué ocurría luego? Que en el momento en el que el independentismo veía satisfecha su reclamación, pasaba a declarar con una desenvoltura absoluta que la situación no había cambiado en lo más mínimo, que todo estaba exactamente igual y que así no había manera de solucionar el conflicto.
“Ninguna medida garantiza nada si no va acompañada de la voluntad política de una solución”
El que los indultos formen parte de la solución o no tiene que ver con la política. A veces tengo la sensación de que los que repiten como si fuera un mantra que esto ha de tener una solución política, no terminan de ser conscientes del alcance de sus palabras. En efecto, ninguna medida de ningún tipo, indulto incluido, garantiza nada si no va acompañada de la voluntad política de una solución. Es decir, del reconocimiento de que ese indulto es un gesto que exige al otro una respuesta. Si no, no sirve de nada.
Dicho de otro modo: esta pregunta también se le debería dirigir a aquellos que podrían ser objeto de indulto y sería bueno que declararan públicamente si ese indulto garantizaría de alguna manera –y, si es posible, que aclararan de qué manera– que nos aproximáramos a la solución. Porque si es al contrario, si ellos creen que el indulto se les debe y no les obliga a nada, sería de agradecer que se lo hicieran saber al Gobierno.
Y quede claro que no hay en mis afirmaciones el menor juicio de intenciones. No estoy diciendo nada parecido a: ‘Quizá piden el indulto, pero secretamente no albergan propósito alguno de que cambie nada’. No, la posibilidad de que los hipotéticos indultados continuaran con lo mismo de antes, o incluso con redoblados ánimos, presentando el indulto como una victoria política, es algo que algunos de ellos repiten constantemente, e incluso lo han dejado dicho por escrito.
P.: El pimpampum de la política española, ¿adónde nos lleva?
Ver más¿Qué es un indulto?
R.: A una combinación, tan perversa como extremadamente negativa para nuestro futuro como sociedad, de desafección política y malestar social. Me temo que nos lleva a una peligrosísima rabia sin objeto que podría ser aprovechada por sectores sin escrúpulos para capitalizarla en su beneficio. Estoy convencido de que, teniendo en cuenta el complicadísimo momento que estamos viviendo, cualquiera puede entender a qué me refiero.
P.: ¿Es Salvador Illa el futuro del PSC?
R.: Salvador Illa forma parte del futuro del PSC sin la menor duda, En estos meses en el Gobierno ha demostrado una enorme capacidad de gestión, un rigor y una seriedad que por lo que sabemos, me refiero a las encuestas que valoran a los diferentes ministros, la ciudadanía ha valorado de manera muy positiva. Dicho lo cual, yo creo que afortunadamente el PSC gravita sobre un proyecto político y no sobre ningún tipo de hiperliderazgo. Ha sido precisamente eso lo que le ha permitido rehacerse tras momentos ciertamente complicados, tanto del propio partido como de la sociedad catalana, en el pasado reciente.
El filósofo y senador del PSC Manuel Cruz (Barcelona, 1951) ejerce la política con la actitud de un investigador. Es un intelectual comprometido, preocupado por un tiempo de incertidumbre, amante del detalle y de la profundidad en cada una de sus afirmaciones. Algunas más cómodas y otras menos. Autor de una veintena de libros y compilador de más de una docena de volúmenes colectivos, acaba de publicar Transeúnte de la política (Taurus), un relato crítico de su experiencia durante los últimos años en el Congreso y en el Senado, cámara que presidió durante la efímera legislatura que en 2019 desembocó en elecciones anticipadas y en la que hoy preside la Comisión General de las Comunidades Autónomas.