Rozando las diez de la noche del martes, un grupo de cinco personas charla en círculo a pocos metros de una de las dos barreras de plástico que cierran la calle del pueblo de Galapagar donde vive Pablo Iglesias. Envueltos en banderas -rojigualdas-, los cinco ven pasar a quien acaba de llegar y observan a sus espaldas cómo los dos guardias civiles le explican tras la barrera que no, que a partir de ese punto solo se permite adentrarse a los que allí viven. A tiro de piedra asoma la curva de ese tramo de la urbanización. Largos muros de piedra rematados por fibra vegetal protegen jardines y casas silenciosas. Un entorno de quietud. O lo era. Desde hace dos meses, el escrache diario a Pablo Iglesias y su pareja, Irene Montero, lo ha alterado todo. Sobre todo, sus vidas.
Los agentes apostados tras la barrera dicen no saber nada. No confirman si el despliegue de protección implica a la docena de efectivos desplegados en la barrera del otro extremo de la calle o a más. Ni cuánta gente ha participado en el escrache de ese día en las inmediaciones del domicilio que comparten el vicepresidente y líder de Podemos, la ministra de Igualdad y sus tres niños, los dos mayores mellizos de dos años recién cumplidos. Tampoco saben los agentes si es cierto que algunas tardes de nueve a nueva y media el aforo de la protesta crece por encima del centenar y hay gritos, como denuncian varias fuentes. Ni si el escrache se ha reproducido exactamente no una tarde ni dos como tantos en los últimos años sino todos los días desde hace dos meses. Pero decir dos meses es un error. Porque en realidad, y quien lo reconoce es uno de los miembros del grupo de cinco que charla a pocos metros de allí, todo empezó a mitad de mayo y ha seguido sin solución de continuidad. Por tanto, van ya más de 70 jornadas en números redondos. Son las transcurridas desde que en ese punto de la sierra madrileña el 15 de mayo aporrearon por primera vez el aire las cacerolas, las tapaderas metálicas, el menaje acumulado por “decenas de vecinos”, según la narración que hizo Abc.
Aunque ABC señaló que el objetivo era extender a Galapagar la protesta emprendida en el madrileño barrio de Salamanca por la gestión del Gobierno sobre el coronavirus, la meta real era y es distinta. Y se resume en lo que muestra otro vídeo, este grabado y subido a Twitter el 8 de junio por una de las principales impulsoras de las concentraciones, la concejal de Vox en Galapagar Cristina Gómez Carvajal: "Nos vais a tener aquí todos los días, no os preocupéis, que somos muy bien mandados, hasta que os aburramos y os vayáis a Venezuela con Maduro".
En resumen: el objetivo perseguido no consistía ni consiste en protestar una tarde por el coronavirus, ni por la política económica del Gobierno, ni por la social ni por los impuestos. Lo que persiguen quienes se concentran en Galapagar es echar de su casa -del país se perfila más difícil- al vicepresidente de un Gobierno que salió de las urnas, a su pareja y a sus hijos.
Ese vídeo del 8 de junio cobra ahora renovada importancia, aunque antes de explicar por qué hay que regresar a la barrera que cierra el paso a la calle de Pablo Iglesias. Hablan los cinco que envueltos en banderas charlan en grupo. Forman parte de “los fijos” que cada día, después de una concentración donde ha llegado a haber “200 personas o más” permanecen allí en una especie de guardia hasta que regresan a sus domicilios: “A veces, nos hemos ido a medianoche”. La cifra de 200 se refiere a quienes todos los días –“todos, sí”- “se pasean” desde el 15 de mayo a pocos metros del chalé cuya compra en 2018 ha utilizado desde entonces la oposición como un cañón cargado de balas de reproches contra Pablo Iglesias e Irene Montero. Otras fuentes recalcan que la asistencia ha disminuido. Y otras, estas policiales, que la tensión se ha rebajado. Con frecuencia hay ahora solo ocho o diez, sostiene una tercera fuente ajena a la anterior y a los concentrados.
Pero sean cuantos sean, los que se “pasean” están “ejerciendo un derecho democrático”, subraya el autor de los entrecomillados del párrafo anterior. Se llama Francisco Zugasti.
Presidente de la asociación Projusticia, especializada en furibundos ataques a la Ley de Violencia de Género y cuyos miembros consideran a las feministas “feminazis”, Zugasti saca a relucir la inevitable Venezuela. Y enarbola una completa relación de páginas de hemeroteca que restriega al vicepresidente y su pareja. Se conoce de memoria la fraseología de Iglesias a favor de los escraches. Saca del zurrón la más conocida y le lanza con ella una pedrada: “Si Iglesias cree que los escraches son ‘el jarabe democrático de los de abajo’, pues aquí tiene jarabe”. La pronunció Iglesias en 2013, cuando la crisis desmoronaba el país, tenía 35 años y ni estaba claro aún que hubiese decidido optar a un cargo público.
De una lista de escraches que va enumerando, Zugasti desgrana varios nombres. Entre ellos, el de Soraya Sáenz de Santamaría.
El escrache a Soraya Sáenz de Santamaría ocurrió en aquel 2013 en que los desahucios dejaban a la gente en la calle como a chinches. Para amargura de la familia de la vicepresidenta y mientras una parte de la izquierda obviaba el dolor que a cualquiera causa toda muestra de asedio, por corto que sea, el 5 de abril un grupo de la plataforma Stop Desahucios se congregó frente a su domicilio. Su marido interpuso de inmediato una denuncia. Y el juez absolvió a los denunciados. Ese escrache, escribió en su sentencia el juez Marcelino Sexmero, fue un acto de libertad de expresión. “Los límites de la crítica admisible son más amplios respecto a un político en ejercicio”, agregó. Fue el único escrache que sufrió la entonces número dos en el Gobierno de Mariano Rajoy.
Aquello abre ahora interrogantes. Especialmente uno: ¿si el escrache a Sáenz de Santamaría fue un acto de libertad de expresión lo es también el escrache diario a Iglesias y Montero? Y es aquí donde cobra renovada importancia el vídeo de Cristina Gómez, una de las tres concejalas de Vox en Galapagar e impulsora de las concentraciones.
De momento, Gómez acaba de librarse de la querella que, con su vídeo grabado el 8 de junio como uno de los grandes detonantes, interpuso Irene Montero a finales de ese mes por los delitos de acoso y coacciones. La jueza número 4 de Collado Villalba, capital de la sierra y cabeza de partido judicial para Galapagar, ha archivado la querella porque -sostiene en el auto- todo lo que al lado de la casa de la pareja está ocurriendo es fruto de la libertad de expresión. “Ninguna alteración grave de la vida cotidiana de la querellante se ha constatado, ni tampoco se ha concretado por la reseñada en qué medida se ha producido esa alteración”, escribe la magistrada.
La "diferencia esencial" entre el escrache a Sáenz de Santamaría y el de Galapagar
La magistrada, Marta García Sipols, llega más lejos: “Ciertamente cabe apreciar expresiones que pueden resultar incómodas y emisión de ruidos obviamente molestos por su transmisión a través de las caceroladas, situaciones que, si bien es cierto que pueden ser objeto de crítica, también lo es que su cauce adecuado de tratamiento no es precisamente la vía penal, máxime cuando no se llega a escuchar ninguna frase de carácter intimidatorio hacia la persona de la querellante, y considerando el principio de intervención mínima del derecho penal”. García Sipols ya archivó una primera denuncia de Iglesias y Montero cuando OKdiario difundió la compra del chalé de Galapagar.
¿Pero es lo mismo un escrache de un día como el de Sáenz de Santamaría y otro de dos meses seguidos? ¿Es igual esta presión sostenida que simpatizantes o militantes de la derecha ejercen cada día sobre Iglesias y Montero que el que una mañana o una tarde sufrieron también distintos dirigentes del PP como Cristina Cifuentes o Esperanza Aguirre o Esteban González Pons? ¿Cabe hablar de “interpelar a los diputados”, como definió Irene Montero el significado de aquellas protestas, cuando el escrache se perpetúa? ¿No “intimida” ser consciente de que tal vez los amigos desistan de aparecer por la casa de Galapagar?
La respuesta la ofrece uno de los jueces que hubieron de resolver denuncias sobre aquella oleada de escraches durante la crisis iniciada en 2008. La fuente pidió expresamente que se omita su identidad: “Hay una diferencia esencial -dice el magistrado- entre un escrache que dura 20 minutos en un solo día y otro que se produce todos los días. Porque entonces hablamos de reiteración y de constancia, lo que significa coacciones. Es como si todas las madrugadas llamas por teléfono a alguien a la misma hora. Aunque no digas nada, estás alterando su vida, le estás coaccionando”.
Montero cree que, en efecto, las concentraciones diarias la están coaccionando. Y acosando. La jueza de Collado Villalba que ha archivado su querella contra la concejal de Vox sostiene en cambio lo contrario, como queda claro en párrafos anteriores. De hecho, el auto con que el pasado día 13 dio carpetazo no hace mención alguna a las reiteradas consignas encaminadas a mantener esta especie de cerco de Numancia hasta expulsar de Galapagar a la familia. Sobre el sobreseimiento provisional de la querella deberá pronunciarse la Audiencia de Madrid tras el recurso de Montero.
El germen de lo que ahora ocurre se remonta a 2018. Adquirir lo que en Madrid se denomina un “casoplón” -600.000 euros a pagar entre los dos y con hipoteca- se convirtió en un peligroso bumerán y una terrible herramienta de presión desde mayo de aquel año. El dirigente político que viviendo en un piso del distrito madrileño de Vallecas había alentado a luchar contra “la casta” topó de repente con algo inimaginable un mes antes: cómo la compra de casa en Galapagar se convertía en un calvario inacabable como el del mito de Sísifo. Cada vez que parecía haber llegado a la cumbre, algo le empujaba de nuevo montaña abajo. Y todo volvía a empezar. Desde hace dos meses, todo empieza de nuevo cada día con este escrache, palabra de origen incierto una de cuyas etimologías posibles es un vocablo italiano que significa “aplastar, presionar, oprimir”.
Interior elude pronunciarse sobre lo que en efecto constituye un verdadero aplastamiento: sin violencia física pero reiterativo como la gota malaya que horada incluso la piedra. El potencial efecto llamada de cualquier crítica a los manifestantes disuade también de opinar incluso a Podemos y al círculo de Iglesias y Montero: el chalé es “un tabú”, diagnosticó hace tiempo en conversación con este periódico un militante de la formación morada. Y lo será mientras la derecha repita como un mantra que Iglesias dice no a la casta pero sí al chalé.
El controvertido requerimiento del súper
En medio de esas protestas diarias sin más reivindicación o pancarta que librarse de Iglesias, queda otro episodio que también araña y marca, segunda etimología posible del verbo escrachar. A finales de abril, todavía en plena escalada de la pandemia, la Guardia Civil intentó que -sin orden judicial y ahí reside la clave- un supermercado de la zona entregase un vídeo de seguridad que mostraba a Iglesias comprando sin mascarilla, cuyo uso no era todavía obligatorio en recintos cerrados. El establecimiento se negó a facilitarlo. Entonces, y pese a la que la Ley de Protección de Datos señala un plazo de 30 días para borrar las imágenes, los agentes pidieron al supermercado que no las destruyera. Por si acaso las reclamaban.
Aquello se supo tras el cese del entonces jefe de la comandancia de Galapagar, Diego Pérez de los Cobos. Pero a día de hoy, nadie ha explicado el porqué ni el para qué de una decisión que afectaba, sin orden judicial, a la privacidad de un vicepresidente del Gobierno.
El episodio de la Guardia Civil se inserta así en una historia donde las imágenes y el ruido y la furia que las acompañan se erigen en testimonio clave. Y así, aquel vídeo difundido a mitad de mayo por la cabecera principal del grupo Vocento permite anticipar cuál sería la pauta de las protestas en Galapagar. Y la pauta pasaba al comienzo por un crispado y ensordecedor concierto de cacharros alternado con una muestra ambulante de enseñas nacionales.
En el catálogo de enseñas nacionales, símbolo de un “patriotismo” que aquí promueve expulsar del país al vicepresidente de un Gobierno legítimo, aparecen incluso lo que parecen ser las banderillas de una corrida de toros. Una joven las hace chocar entre sí como en una ceremonia de paloteo de Segovia, tierra a la que en la Edad Media pertenecía Galapagar. Con 33.742 empadronados en 2019, las elecciones de mayo ese año auparon con el apoyo de Ciudadanos, de Podemos y de Más Madrid al PSOE a la alcaldía del que había sido un feudo del PP, de nuevo el partido más votado. Vox obtuvo tres ediles con el 13,59% de los sufragios emitidos, casi el doble que en la capital. Un año más tarde, la derecha y la ultraderecha iniciaron los escraches al líder de Unidas Podemos.
El ruido de las cacerolas, cuenta el “fijo” Zugasti con fechas aproximadas, se acabó ya en mayo. “¡Se acabó en cuanto se impuso la primera multa de 600 euros!”, exclama sorprendido de que se aplicaran multas.
Los abucheos a Enrique Santiago
¿Pero y los niños de Iglesias y Montero, y los insultos como los que muestra el último vídeo conocido de la serie? Esa grabación tiene como protagonista al diputado y máximo dirigente del PCE, Enrique Santiago, abucheado con gritos que retrotraen a lo que los archivos sonoros y las memorias personales almacenan de la siniestra dictadura franquista: “¡Comunista, comunista!, ¡macarra!, ¡fuera, fuera, fuera de este país!, ¡viva España!, ¡comunista!, ¡viva el rey!, ¡fuera!”.
La carga contra Santiago sucedió cuando, tras abandonar la casa de la pareja, el diputado detiene el coche, baja con visible enfado contra quienes inundan la calle y se enfrenta a ellos de viva voz. Uno de los concentrados porta un megáfono, lo cual apunta a que los asistentes no hablan en voz baja como hacía el grupo de los cinco la noche del martes. Zugasti no conoce el episodio. “Fue el domingo de las elecciones”. O sea, el pasado 12 de julio, jornada electoral en País Vasco y Galicia. “No vine porque estaba en las Vascongadas”, responde. ¿Eh? “Necesitaban gente y me ofrecí como apoderado”, responde. Apoderado de Vox. “Pero no soy de Vox”, es lo que dice.
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Con voz punzante, son dos de sus compañeras de charla quienes responden a las preguntas de qué pasa con los niños de Iglesias y Montero, qué con la desazón que puede causarles oír un griterío o ver gente apiñada cerca de casa o quién sabe si se preguntan, tan chicos, por qué su padre no saca a los perros a pasear cuando está cayendo el sol. “¿Los niños? Los niños deben preocuparle a su madre”, responde de sopetón una de las fijas. La otra empieza aenumerar una cascada de supuestos datos sobre los dos mellizos de la pareja. Este periódico no los reproducirá. Zugasti, de nuevo, interviene a modo tranquilizador como en un debate televisivo: “Los niños no se enteran porque no se oye nada en su casa”. Ahora, todos asienten: ni se enteran.
Y como lo ocurrido el domingo 12 de julio se aloja en el anecdotario que les enorgullece, un cuarto miembro del grupo se lanza a renglón seguido contra Enrique Santiago: “¡Iba con la camisa llena de manchas, se habrían puesto de comer hasta aquí!”, exclama inflando los carrillos y curvando los brazos junto a los costados para satirizar el perfil de un gordo. Zugasti interrumpe en tono calmado. Lo que está ocurriendo es “un ejercicio democrático”, repite mirando a los ojos a su interlocutora. Pero en Twitter continúa resonando el discurso del vídeo de Cristina Gómez, escritora en Twitter de otra frase ilustrativa de su pensamiento, esta contra el ministro Fernando Grande Marlaska: “Le ponen los niñitos jovencitos”.
Este martes, cuentan sus vecinos del grupo de los cinco que la edil está de vacaciones fuera de Galapagar. Pero su vídeo del 8 de junio ahí sigue. Publicado en la citada red social: "Nos vais a tener aquí todos los días, no os preocupéis que somos muy bien mandados, hasta que os aburramos y os vayáis a Venezuela con Maduro". Pero no hay coacciones. No hay acoso. Eso sostiene la jueza número 4 de Collado Villalba, capital de la sierra de Madrid.