Alexander Liberman fue una de las pocas personas que consiguió fotografiar a Henri Matisse en sus últimos años. La fotografía muestra al anciano pintor de perfil, mirando un número de la revista Vogue. Tal vez fue aquel día de diciembre de 1951, cuando el célebre artista declaró su admiración por la publicación,“una extraña combinación entre lo sagrado y lo frívolo”, dijo. Sin lugar a dudas, lo sagrado era, para los dos, el arte, lo frívolo, la moda. Liberman (Kiev, 1912-Miami, 1999), pintor, escultor y fotógrafo, era ya por entonces director de Arte de la revista americana. Exiliado ruso y judío, su paso por París, en los años treinta, estimuló su admiración por los movimientos artísticos en auge. Quiso ser pintor, pero terminó trabajando para la revista Vu. Su adiestramiento en el mundo editorial, unido a su pasión y conocimiento del mundo de las artes, le capacitó para despojar a Vogue del sentimentalismo blando, típico de las revistas femeninas, de aquello que él calificaba como “imágenes encantadoras”. Fue a fuerza de incorporar el arte del siglo XX en sus páginas cuando Vogue pasó de ser un catálogo de moda a una referencia indiscutible de estilo.
Al igual que Picasso, detestaba el término “buen gusto”; en cambio, utilizaba con frecuencia la palabra “moderno”. Era la modernidad lo que buscaba y con gran habilidad consiguió aunar la inquietud de la vanguardia con las exigencias comerciales, la sofisticación europea con el pragmatismo americano; mezclar lo frívolo con lo sagrado. Sin saberlo, se estaba adelantando a la cultura pop. Así colocó a las modelos frente a las obras de Matisse o Pollock, entre otros, y se encargó de contratar a una serie de fotógrafos que han pasado a la historia por elevar sus fotos de moda a la categoría del arte.
Pero si bien es destacable la labor de Alex Liberman, la relación de la revista, fundada en 1892, con los artistas de vanguardia, comenzó cuando el editor, Condé Montrose Nast, la compró en 1909. Fue este editor neoyorquino quien reorientó la publicación hacía el mundo de la moda y fomentó la colaboración con los mejores ilustradores y fotógrafos de la época. Ya a finales de los años 20, y principios de los 30, se publicaron obras de los pintores surrealistas Salvador Dalí y Giorgio de Chirico en su páginas, así como fotografías de Man Ray. Fue también en la década de los 20 cuando las fotografías sustituyeron a las ilustraciones como portada. Edward Steichen –una de las figuras más influyentes en la historia de la fotografía, que supo compaginar su estilo pictorialista con tintes vanguardistas, estableciendo el patrón del fotógrafo de moda moderno– fue contratado por Condé Nast como editor gráfico tanto de Vogue como de Vanity Fair, y adoptó como lema la frase “Convierte Vogue en un Louvre”Vogue.
“Desde el primer momento en que la moda estableció una íntima relación con la cámara, durante la belle époque, los fotógrafos no han podido resistirse a las oportunidades que les ofrece, para su expresión personal, la combinación de un cuerpo bello con las mejores telas y accesorios. Así, con el paso de los años han ido convirtiendo sus imágenes en algo que solo tiene que ver marginalmente con la venta de prendas de vestir”, escribe Lucy Davies, redactora de Arte y Fotografía del diario británico The Telegraph, en el catálogo que acompaña a la exposición Vogue like a painting ("Vogue como un cuadro"), que se exhibe en el Museo Thyssen-Bornemisza de Madrid hasta el 12 de octubre. La muestra esta comisariada por Debbie Smith y explora la relación entre la creación fotográfica de moda y la pintura.
Compuesta por 61 fotografías de moda procedentes de los archivos de Vogue, todas ellas han sido seleccionadas por tener en común características atribuibles al género pictórico. Entre ellas podemos encontrar a grandes maestros como Edward Steichen, Cecil Beaton, William Klein, Irving Penn y Horst P. Horst, junto con otras figuras más contemporáneas como Annie Leibovitz, Tim Walker, Mario Testino o Paolo Roversi, entre otros. Algunas de las obras expuestas logran atrapar al espectador con la misma fuerza e intensidad con las que lo hacen los grandes maestros de la pintura con sus pinceles. Muchas están inspiradas en la obra de pintores que pertenecen al museo como Hopper, Balthus, Van Eyck, Botticelli, Zurbarán, Degas, Dalí, Hogarth, Rossetti y Magritte. Algunos fotógrafos han optado por reinterpretar obras maestras de la pintura, como lo hace Erwin Blumenfeld con La joven de la perla. Otros se han inspirado en el estilo en concreto de un pintor, como Camilla Akrans, que persigue la silenciosa soledad hopperiana en Mujer solitaria. En cambio, otros han tomado como referencia un periodo en concreto, como el soberbio retrato realizado por Erwin Olaf con notoria influencia de los maestros holandeses. Sin embargo, aunque cabe destacar la variedad de planteamientos y estilos en los que los fotógrafos se acercan a la pintura, hay algunos que salen más triunfantes que otros en su intento. Si bien es incuestionable la calidad fotográfica de todas las obras expuestas y que todas son capaces de recrear la puesta en escena pretendida de forma exquisita, no todas consiguen ir más allá de esto y algunas fracasan en el intento de alcanzar la capacidad de evocación que logran las obras maestras de la pintura a las que supuestamente aluden. Tal es el caso de Ofelia, de Mert Alas y Marcus Piggott: la frialdad y el exceso de artificio con que está resuelta la aleja por completo de la obra prerrafaelista del pintor John Everett Millais.
Destaca, en la segunda sala, la obra en blanco y negro Isabella and Napoleon (1963), en la que se recrea un salón del siglo XVIII donde el emperador hace su entrada acompañado de una modelo vestida a la moda de los 60. La obra contiene ese toque el transgresión que nunca ha abandonado a su autor, el fotógrafo y director de cine William Klein. Fue en 1954 cuando Liberman descubrió al estadounidense Klein, por entonces un brillante joven que comenzaba a dar sus primeros pasos con la cámara, captando imágenes desenfocadas que rozaban la abstracción. Había sido aprendiz de pintor en el taller del cubista Fernand Léger y nunca negó su desinterés por el mundo de la moda, más allá de ser su fuente de ingresos –de ahí la película que realizó en 1966, Qui êtes- vous? Polly Maggoo–. Pero el astuto director ruso supo ver su talento antes que nadie y se arriesgó a contratar al díscolo artista. Su recompensa llegó pronto. Klein consiguió subvertir y agitar la fotografía de moda experimentando con el uso de teleobjetivos y gran angulares. Se convirtió, junto a Irving Penn, en el gran rival de Richard Avedon, quien entonces trabajaba para la competencia, Harper´s Baazar.
Frente a la transgresión de Klein podemos ver el refinamiento y la exquisitez clásica del socialite Cecil Beaton. “Belleza es la palabra más importante del diccionario. Es sinónimo de perfección, esfuerzo, verdad, y bondad”, declaraba el británico en 1928, llevando este credo hasta las últimas consecuencias tanto en su vida como en su obra. Estos comparten sala con Anne Leibovitz, quien destaca con la elaborada perfección escenográfica a la que nos tiene acostumbrados, y con el toque surrealista y fantástico que inspira a la versátil ucraniana Yelena Yemchuk, que comparte su faceta de fotógrafa con la dirección de cine y la pintura. Tim Walker, representado con varias obras y un vídeo en la muestra, resalta la importancia de mantener la magia en la fotografía de moda. “En estos momentos la moda está en su punto más alejado de la fantasía”, afirma Walker en uno de los textos que componen el catálogo de la exposición. “Es muy plástica y muy comercial, y creo que el mercado huye de la fantasía. Pero a mi juicio se están equivocando. La moda no es otra cosa que fantasía, historias, sueños, una forma de transportarnos a nosotros mismos; de cambiar la armadura exterior para que los demás nos vean de otra manera. Creo que todo el mundo interpreta un papel, el de uno mismo. Es una caja de disfraces”.
Uno de los grandes aciertos de la exposición es su espectacular cierre. Allí nos espera el inquietante retrato de Kate Blanchett caracterizada como Isabel I de Inglaterra, realizado por Irving Penn, al lado del regio Queen Orchid, un modelo de la diseñadora china Guo Pei. Penn fue otra de las apuestas de Alex Liberman, quien le contrató como su ayudante en 1943. Este gran maestro de la fotografía, de quien la crítica de arte Rosamond Bernier dijo que había aportado “una nueva poesía a la inmovilidad”, cierra la muestra con otro ejemplo más de su dominio frente al retrato, donde la sobriedad es su principal aliada a la hora de despertar los sentidos. “Una buena foto es la que toca el corazón del espectador y lo cambia después de haberla visto”, decía el artista, una sencilla solución para tan compleja tarea.
Alexander Liberman fue una de las pocas personas que consiguió fotografiar a Henri Matisse en sus últimos años. La fotografía muestra al anciano pintor de perfil, mirando un número de la revista Vogue. Tal vez fue aquel día de diciembre de 1951, cuando el célebre artista declaró su admiración por la publicación,“una extraña combinación entre lo sagrado y lo frívolo”, dijo. Sin lugar a dudas, lo sagrado era, para los dos, el arte, lo frívolo, la moda. Liberman (Kiev, 1912-Miami, 1999), pintor, escultor y fotógrafo, era ya por entonces director de Arte de la revista americana. Exiliado ruso y judío, su paso por París, en los años treinta, estimuló su admiración por los movimientos artísticos en auge. Quiso ser pintor, pero terminó trabajando para la revista Vu. Su adiestramiento en el mundo editorial, unido a su pasión y conocimiento del mundo de las artes, le capacitó para despojar a Vogue del sentimentalismo blando, típico de las revistas femeninas, de aquello que él calificaba como “imágenes encantadoras”. Fue a fuerza de incorporar el arte del siglo XX en sus páginas cuando Vogue pasó de ser un catálogo de moda a una referencia indiscutible de estilo.