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Tailandia, el país donde 254 reos esperan una ejecución que rara vez llega

Once días después del arresto de Daniel Sancho, la Policía de Tailandia tiene claro qué fue lo que sucedió en la pequeña isla de Koh Phagan a comienzos de agosto. Tanto, que ya ha dado por concluidas las pesquisas. Para los investigadores, la muerte del cirujano colombiano Edwin Arrieta no fue accidental. Se trató, consideran, de un crimen premeditado en el que el asesino confeso actuó solo. "En primer lugar dio un puñetazo a Edwin y lo golpeó en el fregadero. Y cuando ya estaba muerto lo cortó en pedazos. No ha sido un accidente, estaba planeado de antes", señaló este martes el subdirector de la Policía, Surachate Hakparm. Un asesinato con premeditación que el Código Penal tailandés castiga con la muerte.

El país del Sudeste Asiático forma parte del triste grupo de Estados que, en pleno siglo XXI, todavía conservan la infame pena capital en el mundo. Y Sancho no es el único español sobre el que ha planeado este fantasma a lo largo de los últimos años. En 2017, Artur Segarra fue condenado a muerte por el asesinato premeditado de su compatriota David Bernat, un empresario al que descuartizó y arrojó al Chao Phraya, el río más importante del país. Tres años después, sin embargo, el rey de Tailandia, Maha Vajiralongkorn, sustituyó el castigo por la cadena perpetua. El perdón real se concedió con motivo del 68 cumpleaños del monarca.

En Tailandia había a finales de mayo, según los datos recopilados por la Coalición Mundial contra la Pena de Muerte, 254 personas condenadas a la pena capital. Buena parte de ellas, tal y como recoge Amnistía Internacional, por delitos de drogas. Un castigo que, sin embargo, se ha ejecutado en muy pocas ocasiones en las dos últimas décadas. Desde 2004, se ha aplicado la inyección letal a tres personas. Dos de estas ejecuciones se llevaron a cabo en 2009. Y pusieron fin a la vida de Bundit Jaroenwanit y Jirawat Poompreuk. Ambos habían sido condenados por narcotráfico. Y no fueron conscientes de su destino hasta una hora antes de que se les suministraran los fármacos letales.

Nueve años después, en 2018, otro joven de 26 años fue ajusticiado por las autoridades del país sudasiático. Se llamaba Theerasak Longji. Y había sido condenado por asesinato agravado. "Esto supone un grave retroceso en el camino hacia la abolición emprendido por el país", criticó entonces con dureza Katherine Gerson, de Amnistía Internacional. Las autoridades, por su parte, justificaron la ejecución alegando que la seguridad era más importante que los "derechos y libertades de los malhechores". Por aquel entonces, según los datos del Departamento Correccional del país, había en el corredor de la muerte 517 prisioneros. Casi el doble que en la actualidad.

Más de medio centenar de países conservan la pena de muerte

La aplicación de la pena de muerte, sin embargo, va mucho más allá de este Estado bañado por el Índico. El año pasado, según los datos de las organizaciones en defensa de los derechos humanos, aún 55 países conservaban este castigo en su ordenamiento jurídico, al que recurren con frecuencia para castigar delitos comunes –otra treintena lo contemplan solo para supuestos muy excepcionales o, aunque lo tengan en su Código Penal, no lo aplican desde hace años–. Es el caso de diferentes Estados africanos, de Oriente Medio o Asia: desde Nigeria a Indonesia, pasando por Pakistán. Y, por supuesto, de las dos primeras potencias mundiales: Estados Unidos y China.

Se calcula que a finales del año pasado unos 28.282 prisioneros estaban en el corredor de la muerte. Y que, según cifras de Amnistía Internacional, en ese mismo 2022 habían sido ejecutadas al menos 883 personas. Y eso sin incluir, por falta de datos, los miles de ajusticiamientos que se estima que se producen anualmente en suelo chino. El 90% de todas las ejecuciones conocidas, precisa la organización, se produjeron solo en tres países. Uno de ellos es Irán, que en los últimos meses no ha dudado en aplicar este castigo a algunos de los manifestantes por la muerte de Masha Amini. Es el caso de Mohsen Shekari, que fue ahorcado con 23 años. O del joven Majid Reza.

Arabia Saudí también aplica la pena de muerte con mano de hierro. Sólo en el último año fueron ajusticiados en el Reino del Desierto 196 personas. Algunas de esas ejecuciones, además, fueron masivas. Sólo hay que recordar el sangriento 12 de marzo. Aquel domingo, las autoridades saudíes pusieron fin a la vida de 81 personas de golpe. No se había visto una ejecución colectiva de semejante magnitud desde los ochenta. "Es un castigo cruel e inhumano que no sirve como disuasión contra el delito y supone una inaceptable negación de la dignidad e integridad humanas", criticó públicamente el Alto Representante de la Política Exterior de la Unión Europea, Josep Borrell.

¿Incidencia sobre la criminalidad?

Varias han sido las investigaciones que durante las últimas décadas han rechazado que la pena de muerte disminuya los niveles de criminalidad. Así lo recordaba a comienzos de los ochenta el penalista y criminólogo Alfonso Serrano en "Consideraciones criminológicas sobre los efectos de la abolición de la pena de muerte en España". "Son muchos los trabajos que niegan el efecto preventivo de la pena capital. Cabe destacar los de Sellin, que se ocupa del tema en Estados Unidos; Nishikawa, hace un estudio sobre el Japón; Hann y Middendorff consideran que incluso puede tener la ejecución de la pena de muerte efectos criminógenos, provocando delitos de sangre", apuntaba el investigador.

En su artículo, además, recogía el caso de Alemania. Así, Serrano recordaba que en 1948, el año antes de ser abolida la pena de muerte, el número de homicidios en suelo germano se situaba en los 521, frente a los 301 de 1950 y los 352 de 1960. "Sin embargo, no se puede llegar a la conclusión contraria a la que se pretende mantener, pues si no esta demostrado que la pena capital tenga efectos de prevención general, tampoco se puede decir que el mantenimiento de aquella tenga efectos criminógenos, pues aunque en casos concretos así suceda, también hay que admitir que la misma necesariamente ha de tener efectos preventivos en ocasiones", completaba el criminólogo.

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En Amnistía Internacional ponen el ejemplo de Canadá, donde casi tres décadas después de la abolición de la pena capital el índice de asesinatos había descendido un 44%. "Las investigaciones también han subrayado la 'falta de eficacia intimidatoria', respecto de aquellos delincuentes para los que se busca principalmente su aplicación y el aumento de los riesgos inherentes a la criminalidad como consecuencia del más extensivo uso de violencia grave por parte de aquellos que ya arriesgan la pena capital", insistía, por su parte, el penalista José Luis de la Cuesta en "Pena de muerte: hacia su abolición global".

El caso de Ahmed el Saadany

En la actualidad, según datos del Ministerio de Asuntos Exteriores recopilados por El País, nueve centenares de españoles se encuentran encarcelados fuera de nuestras fronteras. De los ya juzgados, la mayoría cuenta con condenas inferiores a los diez años. Sin embargo, hay casos en los que la situación es mucho más complicada. El pasado mes de diciembre, en una respuesta parlamentaria al grupo de EH Bildu, el Gobierno cifró en 27 el número de personas castigadas con cadena perpetua. Es el caso de Pablo Ibar en Estados Unidos, quien consiguió librarse de la pena capital en 2019 y sobre el que pesa una condena por un triple asesinato. O de Segarra en Tailandia.

Solo un español se encuentra, en estos momentos, en el corredor de la muerte. Se llama Ahmed el Saadany. Y fue condenado en 2017 en Egipto por el asesinato de su cuñado, si bien él ha defendido en todo momento su inocencia. En el país norteafricano, al que España ha tratado de presionar para conmutar el castigo impuesto a El Saadany, fueron ejecutadas a lo largo del pasado año 24 personas. Fue, tras Irán y Arabia Saudí, el tercero que más aplicó la pena capital, incluso por delante de Estados Unidos –18 ejecuciones en 2022–.

Once días después del arresto de Daniel Sancho, la Policía de Tailandia tiene claro qué fue lo que sucedió en la pequeña isla de Koh Phagan a comienzos de agosto. Tanto, que ya ha dado por concluidas las pesquisas. Para los investigadores, la muerte del cirujano colombiano Edwin Arrieta no fue accidental. Se trató, consideran, de un crimen premeditado en el que el asesino confeso actuó solo. "En primer lugar dio un puñetazo a Edwin y lo golpeó en el fregadero. Y cuando ya estaba muerto lo cortó en pedazos. No ha sido un accidente, estaba planeado de antes", señaló este martes el subdirector de la Policía, Surachate Hakparm. Un asesinato con premeditación que el Código Penal tailandés castiga con la muerte.

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