Todo comenzó con la escritura de una novela histórica. Corría el año 2000, el del cambio de siglo, el de la mayoría absoluta de José María Aznar y el del mal de las vacas locas. Emilio Silva Barrera, un joven de Elizondo (Navarra) que por aquel entonces todavía no había alcanzado la cuarentena, llevaba unos meses dedicándose en cuerpo y alma a recorrer el Bierzo. Quería que la historia en la que estaba trabajando desde que dejó su antiguo empleo estuviera ambientada en esa zona a caballo entre León y Galicia. “Era sobre dos españoles que volvían del exilio para volar el Valle de los Caídos”, recuerda veinte años después. La casualidad quiso que, recopilando testimonios, diera con un vecino que le puso tras la pista de su abuelo, asesinado en octubre de 1936 y natural de la zona. La investigación y su vida dieron un vuelco. El rescate de esos restos de la cuneta a la que habían sido arrojados pasó a ser su máxima prioridad. Entonces era, simplemente, el punto kilométrico 8 de la carretera comarcal Ponferrada-Ourense. Ahora, dos décadas más tarde, aquel lugar es el kilómetro cero de la batalla de miles de familias por una verdad, una justicia y una reparación tantas veces negada.
El pequeño Ramón Silva sólo tenía ocho años cuando acompañó a su padre, Emilio Silva Faba, hasta la puerta del Ayuntamiento de Villafranca en octubre de 1936. No era la primera vez que las autoridades iban contra el miembro de Izquierda Republicana, el partido de Manuel Azaña. En algún momento ya le habían confiscado productos de La Preferida, su almacén. Pero en aquella ocasión, Emilio quedó encerrado en el calabozo. Ni su mujer Modesta, a la que le había dejado un anillo con sus iniciales y un reloj, ni sus seis hijos volvieron a verle nunca más. En plena madrugada, fue subido junto con otros presos a un camión de gaseosas Olarte. El vehículo cogió la carretera hacia Ponferrada. A la entrada del municipio de Priaranza del Bierzo, se detuvo. Con los faros iluminando la noche, del camión fueron bajando todos los detenidos. Sólo uno de ellos, de nombre Leopoldo y natural de Trabaledo, consiguió aprovechar un despiste de los guardias para huir en la oscuridad. El resto, fueron fusilados a sangre fría. Y sus cuerpos, arrojados en aquella cuneta que más de medio siglo después cambiaría la vida del nieto del militante de Izquierda Republicana.
En cuanto conocieron el lugar exacto del asesinato, Silva y su tío Ramón, que estaba decidido a no regresar a Venezuela hasta que no consiguiese dar digna sepultura a su padre, se pusieron manos a la obra. Uno, intentando poner el foco mediático sobre la historia. El otro, buscando sin descanso el expediente de ejecución, recabando información para identificar al resto de fusilados y encontrar a sus familias e iniciando los contactos con el Ayuntamiento de Priaranza para llevar a cabo la excavación. El consistorio dio su visto bueno. De hecho, aprobó una resolución en la que se acordaba cooperar en todo lo posible con las víctimas. El dueño del terreno también otorgó su beneplácito. Con el respaldo de todas las partes, el 21 de octubre del año 2000 dieron comienzo las prospecciones. La primera cata no arrojó ningún resultado satisfactorio –se quedó a apenas 70 centímetros de donde estaban los restos realmente–. La segunda, también fracasó. “Fue una desilusión porque comenzamos a pensar que no había nada y que las obras que se habían hecho en la zona podían haber destrozado la fosa”, reconoce Silva en conversación con infoLibre.
Pero tras ese primer jarro de agua fría, a la tercera fue la vencida. “Fui temprano por la mañana a ver a otra persona para ver si nos podía dar más información, alguna seña que nos facilitara el trabajo. Cuando estaba volviendo al lugar donde estábamos haciendo las prospecciones, me hicieron una seña con el brazo. Aparqué el coche inmediatamente”, rememora el sociólogo y activista. Poco antes de mediodía, la tierra removida acababa de escupir una bota con los huesos de un pie. Tal y como afirmaban los vecinos, estaban buscando en el sitio correcto. Justo bajo aquel nogal que se alzaba a la entrada del municipio. Una semana después, gracias a un “equipazo” de arqueólogos –Mari Luz González, Lourdes Herrasti, Venancio Carlón y Julio Vidal– ya habían sacado los restos de trece personas y los habían trasladado a ese “laboratorio de campaña” que había montado en una especie de “casa de la cultura” el reputado forense de la Sociedad de Ciencias Aranzadi Francisco Etxeberría. Allí, en ese lugar improvisado, se estudiaron con detenimiento los cuerpos. La mayoría de los cráneos presentaban un impacto de bala. La memoria de los Trece de Priaranza había sido recuperadaTrece de Priaranza.
PSOE y PP se vuelcan en los trabajos
Silva recuerda, dos décadas después, aquella exhumación con emoción. Sobre todo, por la colaboración del consistorio de la época. “Pocos ayuntamientos en todos estos años se han mostrado tan a favor de ayudarnos. A pesar de que apenas había precedentes, nos acompañó en todo momento y nos facilitó operarios para levantar la tierra”, cuenta. Por aquel entonces, el alcalde del pequeño municipio berciano era el socialista Daniel Fernández. A día de hoy, este “político que nunca vivió de la política” rememora al otro lado del teléfono cómo el equipo de gobierno local se volcó de forma decidida con las víctimas. “Cedimos un espacio para que se clasificaran los restos, aportamos una excavadora, buscamos a vecinos que pudieran tener información…”, cuenta. Y lo hicieron porque estaban convencidos de que aquello era una “obligación moral”. Para el pueblo, era una “asignatura pendiente” recuperar los restos de aquella fosa de la historia negra de España que conocían todos los vecinos. “A nosotros nos contaban que, de niños, corrían cuando tenían que pasar por delante de aquel lugar porque se decía que había muertos”, explica Silva.
En el momento en el que se llevaron a cabo los trabajos, explica Fernández, el PSOE tenía “mayoría absoluta” en el consistorio. Sin embargo, no tarda en dejar claro que los concejales del PP “también se pusieron a colaborar de forma directa”. “Fue un momento de unidad muy emocionante. La gente, que prefería no hablar de aquellas cosas hasta entonces, comenzó a contar todo lo que sabían. Ha sido, sin duda, el momento que más ha marcado toda mi trayectoria política”, relata el exalcalde de 64 años, que ahora dedica su jornada laboral a trabajos de conservación de carreteras. Reconoce que al principio tuvo dudas de que los vecinos se mostrasen reticentes tras décadas y décadas de silencio. Por entonces, el miedo todavía era un sentimiento que lastraba la recuperación de la memoria. “Recuerdo que en la exhumación de Priaranza se acercó una mujer que decía que ella no hablaba con su hermana de ‘estas cosas’. Detrás de ese ‘estas cosas’ se encontraba el asesinato de su padre”, explica Silva, quien sostiene que buena parte de la permanencia de ese terror “tiene que ver con la ausencia del Estado” junto a las víctimas.
De una bota a un movimiento memorialista nacional
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No era la primera vez que se llevaba a cabo la apertura de una fosa común para rescatar los restos de represaliados durante la Guerra Civil. “Ya se habían realizado algunas exhumaciones en la década de los setenta con amor puro por parte de las víctimas”, explica Silva. Sin embargo, la de Priaranza fue la primera que se hizo con métodos científicos, identificando restos a través del ADN. Y fue el germen del enorme movimiento memorialista que se ha ido tejiendo con el paso de los años en suelo español. “En medio de los trabajos, se acercaban personas que se habían enterado de lo que hacíamos y venían a pedir ayuda”, cuenta el activista. Tiene grabado a fuego en la memoria, especialmente, el caso de un hombre de la zona que llegó acompañado de su familia y a cuyo padre, un maestro, habían asesinado en una curva por la que el señor llevaba pasando con el coche toda la vida. “Nunca se había atrevido a bajar una pala del maletero para desenterrarlo”, explica Silva. Desde ese momento, por la “demanda de ayuda”, nace la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica (ARMH). Y con ella, decenas y decenas de colectivos por todo el país.
Como el presidente de la ARMH, Fernández también recuerda por aquel entonces un torrente continuo de llamadas al ayuntamiento tras la exhumación de los Trece de Priaranza. “El secretario recibía llamadas y me las pasaba a mi teléfono móvil. Llegaban de todas partes. Algunas personas me contaban su caso y me preguntaban cómo podían hacerlo para recuperar los restos de sus seres queridos. Otras, directamente se echaban a llorar en cuanto respondía. Fue, en resumen, un encuentro con la historia verdadera. Y nosotros participamos en él”, sostiene con orgullo el antiguo alcalde. Silva señala que los dos años siguientes a la exhumación tuvieron una carga de trabajo enorme en la asociación. Especialmente, en 2002, cuando viajó en coche hasta Ginebra para trasladar la problemática ante la ONU. Por aquel entonces, ya habían puesto en marcha una página web muy sencilla en el que dejaban un correo de contacto. Pero a él no le dejaba de sonar el móvil permanentemente. “Había días que me podía pasar entre 6 y 7 horas hablando por teléfono. Ahí nos empezamos a dar cuenta de la dimensión que tenía esto. Cuando exhumamos la fosa de Priaranza, ninguno éramos conscientes de lo que estos asesinatos suponían en toda España”, cuenta.
En los veinte años que siguen a aquellos primeros trabajos en el kilómetro 8 de la comarcal Ponferrada-Ourense, la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica calcula que ha intervenido en unos dos centenares de fosas comunes. En todo el Estado, según una investigación reciente de la doctora Lourdes Herrasti, se han abierto unas 743 y se han rescatado del olvido algo más de 9.000 cuerpos. Sin embargo, Silva cree que nunca se podrá conocer con exactitud la cantidad de personas que fueron asesinadas y sepultadas de manera indigna. Ya no hay tanto miedo como antes. “Se ha producido una normalización”, explica el activista. Sin embargo, faltan testigos. “En los años ochenta, el país estaba lleno. Sin embargo, cada día que pasa se va apagando una memoria”, sentencia. Recuerdos que hace más de veinte años permitieron, entre casualidades y coincidencias, que Priaranza del Bierzo se convirtiera en el kilómetro cero de la memoria democrática.
Todo comenzó con la escritura de una novela histórica. Corría el año 2000, el del cambio de siglo, el de la mayoría absoluta de José María Aznar y el del mal de las vacas locas. Emilio Silva Barrera, un joven de Elizondo (Navarra) que por aquel entonces todavía no había alcanzado la cuarentena, llevaba unos meses dedicándose en cuerpo y alma a recorrer el Bierzo. Quería que la historia en la que estaba trabajando desde que dejó su antiguo empleo estuviera ambientada en esa zona a caballo entre León y Galicia. “Era sobre dos españoles que volvían del exilio para volar el Valle de los Caídos”, recuerda veinte años después. La casualidad quiso que, recopilando testimonios, diera con un vecino que le puso tras la pista de su abuelo, asesinado en octubre de 1936 y natural de la zona. La investigación y su vida dieron un vuelco. El rescate de esos restos de la cuneta a la que habían sido arrojados pasó a ser su máxima prioridad. Entonces era, simplemente, el punto kilométrico 8 de la carretera comarcal Ponferrada-Ourense. Ahora, dos décadas más tarde, aquel lugar es el kilómetro cero de la batalla de miles de familias por una verdad, una justicia y una reparación tantas veces negada.