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¿Qué hacemos para reducir el enorme impacto ambiental del turismo?

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Si hablamos de cambio climático, la imagen más recurrente es la de una gran central térmica de carbón expulsando humo negro al cielo, junto a la del tubo de escape de un todoterreno. Los más entendidos recordarán que la agricultura y la ganadería, y en especial el metano que emiten las vacas, son también grandes culpables. Pero pocas, muy pocas veces, se habla del turismo. Un estudio publicado la semana pasada revela que esta industria, la primera de España – aporta 110.000 millones de euros a la economía, más de un 11% del PIB– es mucho más contaminante de lo que se creía. Contando su huella de carbono al completo, es decir, todos los gases de efectos invernadero que generan todos los procesos que intervienen en el sector, desde el cultivo del arroz para la paella del restaurante hasta la estela del avión transoceánico, el turismo es un verdadero punto negro para el planeta. El trabajo, publicado en Nature Climate Change, eleva el porcentaje de las emisiones culpa de los turistas hasta el 8%, una cifra equivalente a la del transporte o la agricultura.

El dato es en realidad tramposo porque la comparación entre los sectores no es rigurosa. El 8% del turismo incluye transporte, incluye agricultura, incluye generación de electricidad y otros muchos ámbitos que juegan, en teoría, en la misma liga. Aun así, es preocupante. Sobre todo, porque no se tenía consciencia real del problema, porque nadie hasta ahora había fiscalizado medioambientalmente a esta industria con tanto detalle y los números solo llegaban, como mucho, al 4% de emisiones de GEI estimado por la Organización Mundial del Turismo. La OMT solo contaba, como contaminadores principales, con el transporte aéreo (40% de las emisiones), el transporte por automóvil (32%) y el alojamiento (21%), pero Nature Climate Change va más allá.

En España, además, según apunta la investigadora de la Universidad de Castilla-La Mancha María Ángeles Cadarso, las estimaciones son distintas. "Para el caso particular de España son más bajas y la huella de carbono del turismo en España estaría por debajo de la de la agricultura, aunque por encima de la de la construcción, por ejemplo", matiza.

Puestas todas las cifras sobre la mesa, cabe preguntarse qué se puede hacer y qué vamos a hacer para rebajar el impacto ambiental del turismo.

Como en general en toda acción climática, se plantean dos vías, no necesariamente incompatibles: la reforma sin tocar el sistema o el cambio de paradigmas, de referentes y de estilo de vida. La primera, fácil, asumible y efectiva a corto plazo, pero menos eficaz a largo; la segunda, un reto a todos niveles pero, señalan cada vez más expertos, el único camino de futuro. El ambientólogo y experto en cambio climático Andreu Escrivà es de los que apuestan por la segunda vía. "Hay dos soluciones", reconoce. "El enfoque tradicional apuesta por hacer un turismo más sostenible, que busque un transporte más eficiente o, por ejemplo, hoteles más integrados en el paisaje" que aprovechen las ventajas del entorno para reducir en recursos y en contaminación. Hay mucho margen de actuación en ese sentido, pero para Escrivà solo es "maquillaje".

A su juicio, se trata de comunicar y de cambiar lo que consideramos como "atractivo" y lo que es "vivir bien" para dejar no solo de consumir tanto, clave para reducir la huella climática de las sociedades occidentales: también para dejar de viajar tanto y tan lejos. "No podemos irnos todos de vacaciones a las Bahamas o a Japón", afirma. Hay varios hechos incontestables. Gran culpa de ese 8% de emisiones de GEI está causado por viajeros occidentales que, además, consumen como locos en el lugar de destino: a todo el mundo le gusta pasarse un poco de vacaciones. Pero, por supuesto, y a no ser que se implante una férrea dictadura incomunicada, no se puede prohibir a nadie viajar. Es cuestión de seducir.

Según el experto, el problema está en que muchos de los que viajan lo hacen para, además de descubrir nuevos lugares, paisajes y culturas, autorrealizarse, y es necesario desvincular ese sentimiento de satisfacción con la lejanía y, por ende, con el impacto ambiental. "Cuando compras un vuelo transoceánico, depositas no solo tu dinero, también tus esperanzas. Y, en el mismo sentido, tenemos sitios denigrados por el simple hecho de estar cerca", afirma. Defiende reivindicar que en España, por ejemplo, tenemos auténticos tesoros patrimoniales, naturales o culturales que ofrecen experiencias de lo más diversas y que poco tienen que envidiar a lo más exótico. Y, poco a poco, cambiar la percepción de lo que mola.

Medidas esenciales

Para ello, Escrivà apuesta por dos medidas esenciales: una, más campañas públicas de promoción tanto del turismo interior como del turismo de interior, eso sí, teniendo en cuenta los límites. El impacto del turismo es derivado directamente de su descontrol, de la burbuja del ladrillo y de los tristes paisajes de grandes construcciones a pie de playa como si no hubiera un mañana; de nada sirve empezar a construir hoteles rurales a mansalva. La segunda medida es un impuesto al turismo como el que ha implantado Barcelona. "Pero que sea finalista: que lo recaudado se destine a paliar el impacto ambiental de ese turismo. Y que si quieres ir lejos, que estés dispuesto a pagar por ese impacto", matiza el ambientólogo.

Cadarso coincide en que la concienciación a los propios viajeros es muy importante. "Habría que empezar por concienciar a los turistas del impacto que generan sus viajes y sus gastos, aumentando la información de la huella de los transportes, hoteles, atracciones que visitan, etc. Para que a partir de esa información pudieran tomar decisiones más responsables que pudieran inducir incluso a los turoperadores a tener opciones de turismo más sostenible disponibles", afirma. 

Para Francisco Soler, portavoz de Equo Málaga y una de las voces más activas en la denuncia del impacto ambiental del turismo, "tenemos que partir de si queremos reducir las emisiones hasta ajustarlas a lo que es sostenible, o si por el contrario solo queremos reducir emisiones hasta donde se pueda llegar". Soler apunta a varias medidas clave: impulsar el uso del ferrocarril, mucho menos contaminante que el avión, una lucha en la que están varias organizaciones ecologistas; fomentar el uso de energías renovables en el sector turístico, quizá con contratos con cláusulas ambientales al estilo del Ayuntamiento de Madrid; fomentar los certificados de calidad ambiental en los establecimientos y apostar de manera decidida no solo por el turismo de interior, como defiende Escrivà, sino por el ecoturismo.

Un ecoturismo basado en reclamos para el viajero basados en la belleza y la majestuosidad de nuestros parajes naturales que, además, ayudan a concienciar. Un modelo, por definición, mucho menos invasivo y destructor que el clásico modelo de sol, playa y paella. En un artículo en La Opinión de Málaga, Soler apunta que solo un control de la nueva construcción y una mejora en la eficiencia de la infraestructura ya construida logrará acercarse, al menos de lejos, al objetivo de reducir la contaminación.

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Costes ambientales... y sociales

El coste ambiental del turismo está directamente ligado con lo que conocemos como los costos sociales de ese mismo turismo: una industria que, dado su casi infinito potencial de crecimiento, lo hace a costa del medioambiente y también de los ciudadanos. Este artículo explica que el Gobierno estudia una reforma legal para poner coto a los pisos turísticos, alentados por plataformas como Airbnb y Homeaway, y que son culpables en buena medida de procesos de turistificación. Es decir, expulsar de las ciudades a sus habitantes para entregar a los visitantes alojamiento barato y cascos históricos como centros comerciales y museos al aire libre. Al final, sea de medioambiente o de sociedad, estamos hablando de lo mismo: "¿Queremos una ciudad para el turismo o para los ciudadanos?", se pregunta Escrivà.

El pasado abril, El presidente de la Generalitat, Ximo Puig, visitó China y Japón para, entre otras cosas, vender las virtudes de la capital, València, como destino turístico. "Aquí no necesitamos más turistas", insiste el ambientólogo, valenciano. "Es que, literalmente, no caben". El turismo, si se deja a su aire, es una bestia incontrolada que se come metros de playa, sube los alquileres, masifica el espacio público terraza a terraza, genera tensiones entre vecinos y visitantes y, como ahora se ha comprobado gracias a un nuevo estudio, es una traba para el desarrollo sostenible. "Si hacemos una consideración global, el turismo, como está planteado hoy en día, no es compatible con los límites del planeta", apunta Soler. Cada vez son más las voces que se lo plantean de otra manera.

Si hablamos de cambio climático, la imagen más recurrente es la de una gran central térmica de carbón expulsando humo negro al cielo, junto a la del tubo de escape de un todoterreno. Los más entendidos recordarán que la agricultura y la ganadería, y en especial el metano que emiten las vacas, son también grandes culpables. Pero pocas, muy pocas veces, se habla del turismo. Un estudio publicado la semana pasada revela que esta industria, la primera de España – aporta 110.000 millones de euros a la economía, más de un 11% del PIB– es mucho más contaminante de lo que se creía. Contando su huella de carbono al completo, es decir, todos los gases de efectos invernadero que generan todos los procesos que intervienen en el sector, desde el cultivo del arroz para la paella del restaurante hasta la estela del avión transoceánico, el turismo es un verdadero punto negro para el planeta. El trabajo, publicado en Nature Climate Change, eleva el porcentaje de las emisiones culpa de los turistas hasta el 8%, una cifra equivalente a la del transporte o la agricultura.

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