1936: Golpes, mitos y mentiras

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Pilar Mera Costas

“Comprendí que en España ya no había nada que hacer por las buenas”. Con esta anotación en su diario, el general Emilio Mola resumía la reunión que acababa de mantener con Manuel Portela Valladares. La fecha: 30 de enero de 1936. Portela, viejo liberal formado políticamente durante la Restauración, presidía el Gobierno desde mediados de diciembre. Su nombramiento era una apuesta del presidente de la República, Niceto Alcalá-Zamora, para ganar tiempo y fortalecer una opción de centro republicano después de que el escándalo del estraperlo dinamitase al Partido Radical. La misión de Portela era convocar elecciones y velar por su desarrollo mientras ponía en marcha esa nueva propuesta política, llamada a frenar la polarización creciente y a plantear una alternativa de vocación republicana que resultase atractiva para sectores conservadores, anclándolos al sistema vigente. Pero la situación obligó a que la convocatoria llegase antes de lo previsto. Febrero de 1936 fue el momento elegido. El paisaje político intensificó sus nervios ante la inminente cita en las urnas. Temerosos de un triunfo de las candidaturas republicanas de centro izquierda, sostenidas por el apoyo y el voto de los socialistas, los rumores de golpe crecían con intensidad, casi la misma con la que se movían los partidarios de atajar la República a la fuerza. Los planes conspirativos se sucedían, pero faltaba todavía un objetivo común y un liderazgo decisivo bajo el que todos los hilos golpistas confluyesen en un mismo ovillo.

Ante esta situación de rumores inciertos, Portela mandó llamar a Mola, que acudió a Madrid para entrevistarse con él desde Marruecos, plaza donde entonces estaba destinado. El presidente quería ver por dónde respiraba, con la esperanza de poder atraérselo todavía a la causa de la República. Pero para Mola, como para otros generales, como Goded, Varela o Yagüe, ya no era tiempo de arreglarse con las palabras. “Nada de turnos ni transacciones; un corte definitivo, un ataque contrarrevolucionario a fondo es lo que se impone”, proclamaba en un documento secreto que dirigió a oficiales que simpatizaban con la rebelión a finales de 1935. En aquella reunión a dos, Portela pidió a Mola que le diese su opinión sobre el panorama político y le planteó que, en su opinión, la solución era el fortalecimiento de un partido de centro apoyado por personas alejadas de extremismos políticos. El general respondió con vaguedades, pero negó la conveniencia de un partido de centro, que solo serviría para causar confusión. Con un panorama dividido entre dos opciones que mirasen hacia los extremos, todo estaba mucho más claro.

El 30 de enero de 1936, antes de que la candidatura de coalición del centro izquierda ganase las elecciones, Mola opinaba que ya no se podía hacer nada por las buenas y despreciaba a los que se situaban en posiciones intermedias. Agua tibia, los definía con desdén. El mismo Mola que apenas celebrados los comicios se puso al frente del diseño técnico de la conspiración que recogió a lo largo de la primavera todas las rebeliones que estaban en marcha. El mismo Mola que en agosto de 1936 negaba cualquier atisbo de entendimiento entre enemigos (“ni rendición, ni abrazos de Vergara, ni pactos del Zanjón, ni nada que no sea victoria aplastante y definitiva”) había advertido en su primera instrucción con los preparativos del golpe, el 25 de mayo, “que la acción ha de ser en extremo violenta” y “los castigos ejemplares”.

Mitos desterrados y mentiras

Este abanico de fechas, frases y documentos que sostienen los trabajos de historiadores e historiadoras desde hace décadas son la respuesta más sólida y tenaz ante las voces tercas que, como un goteo, aparecen de vez en cuando para repetir, incansables, mitos sobre el golpe, sobre la Guerra Civil o sobre la República, que llevan años desterrados. No falta en ese coro la participación de voces solistas de nombre reconocido que suben el pistón. Este verano ha sido el exministro Ignacio Camuñas, que en un acto titulado Concordia, Constitución y Patriotismo se marcó un discurso negando que lo que ocurrió en julio de 1936 fuese un golpe de Estado y señalando al Gobierno de la República como responsable directo de la Guerra Civil.

La pervivencia de mitos no es en realidad otra cosa que la repetición de mentiras. Mentiras que se deshacen en cuanto se las confronta con una fecha o un acontecimiento, pero cuya simplicidad y carga ideológica y juzgadora, que exculpa y acusa a demanda, hacen que resulte cómodo aferrar un discurso personal en ellas. Por ejemplo, es muy efectivo señalar que el golpe vino desencadenado por el asesinato de Calvo Sotelo porque, ¿cómo no comprender la respuesta indignada a una muerte por venganza? Más aún si la víctima es un político de la oposición y se completa la escena con la aparente antítesis entre quien defiende ideas en el Parlamento y quien mata para frenar esas ideas. Pero resulta difícil pensar que un asesinato desencadene una conspiración que se había iniciado meses antes, más aún cuando la víctima era parte activa de ella.

Otro de los comodines mitológicos se encierra en esta pregunta: ¿Cómo no iba a haber guerra, si el Gobierno del Frente Popular era un caos descontrolado y violento? La guerra, por tanto, era inevitable. Y si es inevitable, no hay culpables y todos fueron responsables, que es como decir que ninguno lo fue, aunque decir que ninguno lo fue suele significar que en realidad lo fueron aquellos que no reconozco como propios porque no me gustan. Sin embargo, el 30 de enero de 1936, todavía quedaba medio mes para que el Frente Popular ganase las elecciones, por lo que no existía tal Gobierno y en cambio sí estaban en marcha los planes de la conspiración y el general Mola, uno de sus protagonistas, apuntaba en su diario que ya no se podía arreglar nada por las buenas.

También es frecuente señalar que la guerra comenzó con la Revolución de 1934 o igualar esta con el golpe de Estado, como si fuesen dos fenómenos idénticos y, además de serlo, un ataque justificase otro de signo contrario. Las voces que se apuntan a esta versión tranquilizadora para equidistancias cómodas o que intentan buscar un equilibrio minimizan cuestiones de gran relevancia que diferencian a ambas. La fundamental, que la Revolución de 1934 fue un movimiento desde abajo, ajeno al Estado y que este pudo controlar, mientras que el golpe de 1936 lo preparó y lo ejecutó una parte de ese Estado que incumplió su función de garante del orden y se aprovechó de su condición de pertenencia al sistema para socavarlo.

No deja de resultar paradójico el culpar del fracaso de un sistema a quien trabaja por su consolidación y no a quien lo ataca para impedirla. Al final todas estas lecturas, acusaciones y repeticiones de mitos que tan bien circulan por espacios nicho en redes sociales, no tienen otra función que reforzar los discursos en su cámara de eco correspondiente. Se le otorga así al pasado la función de ejercer de terreno de juego para resolver conflictos presentes. Y desde un punto de vista de derecha conservadora democrática esta cuestión se aborda de manera equivocada, tanto en el fondo como en la estrategia. Su error está en no tener un discurso propio sobre el pasado, apoyado en referentes próximos y reconocibles desde una perspectiva de valores democráticos, en lugar de ponerse a la defensiva y atrincherarse en una falsa equidistancia que parece una mezcla de pánico a ser relacionada con el franquismo y resorte automático de no compartir espacio con sectores de izquierda que les incomodan. Así, lo más sencillo es no decir nada o adornar cualquier frase de rechazo a una acción condenable del pasado hacia la derecha, con un pero equilibrante hacia la izquierda. De ahí el resorte automático de completar cualquier condena al golpe con una frase que subraye el caos que convertiría al republicano en un sistema fallido.

El error estratégico es notorio. Por un lado, refuerza el prejuicio del que se quiere huir: la simplificación de asumir desde posiciones de izquierda que si esa derecha se comporta de manera acomplejada y no dice algo más contundente es porque en realidad justifica el golpe, la guerra y la dictadura. Y por otro, regala el discurso del pasado a una derecha en el extremo que sí lo justifica y no tiene complejos, permitiendo que sea la que marque la pauta y yendo siempre a remolque a disgusto.

El lápiz de la historia

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Pero el error también lo es de contenido, porque el “y tú más” de la falsa equidistancia impide hacer una propuesta sólida de lectura del pasado y de proyecto de presente. Completar cada frase crítica al franquismo o al golpe de Estado con un pero a la República para equilibrar campos es tan absurdo y está tan fuera de lugar como lo estaría la inimaginable escena en la que un conservador alemán saltase con un resorte automático cada vez que se habla de Hitler o el Partido Nazi con un “¡Pues mira que la República de Weimar…!”.

*Pilar Mera Costas (Vigo, 1978) es doctora en Ciencias Políticas por la Universidad Complutense y profesora en el departamento de Historia Social de la UNED. Acaba de publicar ‘18 de julio de 1936. El día que empezó la Guerra Civil’ (Taurus).

*Este artículo está publicado en el número de octubre de tintaLibre, a la venta en quioscos. Puedes consultar todos los contenidos de la revista haciendo clic aquí

“Comprendí que en España ya no había nada que hacer por las buenas”. Con esta anotación en su diario, el general Emilio Mola resumía la reunión que acababa de mantener con Manuel Portela Valladares. La fecha: 30 de enero de 1936. Portela, viejo liberal formado políticamente durante la Restauración, presidía el Gobierno desde mediados de diciembre. Su nombramiento era una apuesta del presidente de la República, Niceto Alcalá-Zamora, para ganar tiempo y fortalecer una opción de centro republicano después de que el escándalo del estraperlo dinamitase al Partido Radical. La misión de Portela era convocar elecciones y velar por su desarrollo mientras ponía en marcha esa nueva propuesta política, llamada a frenar la polarización creciente y a plantear una alternativa de vocación republicana que resultase atractiva para sectores conservadores, anclándolos al sistema vigente. Pero la situación obligó a que la convocatoria llegase antes de lo previsto. Febrero de 1936 fue el momento elegido. El paisaje político intensificó sus nervios ante la inminente cita en las urnas. Temerosos de un triunfo de las candidaturas republicanas de centro izquierda, sostenidas por el apoyo y el voto de los socialistas, los rumores de golpe crecían con intensidad, casi la misma con la que se movían los partidarios de atajar la República a la fuerza. Los planes conspirativos se sucedían, pero faltaba todavía un objetivo común y un liderazgo decisivo bajo el que todos los hilos golpistas confluyesen en un mismo ovillo.

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