Los agoreros
A veces la sociedad parece dividirse en dos: los enterados y los que no se enteran. Una forma popular de parecer enterado es anunciar una pena o una catástrofe que sólo el enterado y unos cuantos dicen estar seguros de que va a ocurrir. Unos receptores se lo creen y otros no. Creerse lo que dice el enterado empodera a los crédulos y aumenta el poder del primero.
En una cena en Barcelona a la que asistí durante el suflé independentista catalán, un experimentado tertuliano y columnista que había llegado tarde a ella nos dijo mientras se apresuraba a sentarse: “Señores, acabo de saberlo de primera mano: Rusia está detrás de todo esto…”. Descubrir misterios, revelar secretos, anunciar lo que sucederá y dejar pasmada a la gente es tan antiguo como la humanidad. Lo que sucede es que nunca había estado tan profesionalizado como ahora ni había tenido tanto alcance, gracias a las redes digitales y los medios de comunicación.
En la antigua Grecia había profetisas y en la vieja Roma augures. Se trataba de profesionales y tenían el apoyo del poder. Sus pronósticos del futuro eran requeridos y creídos. Casandra, profetisa, era hija de los reyes de Troya y recibió su saber del mismo dios Apolo. La Biblia, por otra parte, está nutrida de profetas y falsos profetas, con la profecía del fin del mundo incluida, el Apocalipsis. A partir del siglo II entra en el cristianismo el anuncio del pronto regreso de Cristo y el inicio del Juicio Final. Es el llamado milenarismo, que ha llegado hasta hoy en algunas sectas protestantes y cuyo momento álgido fueron los “terrores del año 1000”. Se repitió en menor escala cuando estaba próximo el 2000.
En el siglo XVI, el del libro y los descubrimientos, existió el boticario Nostradamus con sus terribles profecías, pero también, en el siglo siguiente, aquella carta de Newton que predice el “final de los tiempos” para el año 2060. Agarrémonos, pues ha sido el mayor científico existente hasta ahora. Joaquín de Fiore había anunciado, en cambio, la era inminente del hombre bueno y amoroso por obra del Espíritu Santo. El utopismo del Renacimiento y posterior no se explican sin aquel otro gran profeta. Por lo demás, Marx, Nietzsche y Freud, con su Prometeo, su Zaratustra y su Esfinge, respectivamente, fueron profetas que no se cansaron de denunciar a los falsos profetas. No ha habido otros mayores maestros de la sospecha que estos tres antiprofetas frente al falso profetismo del capitalismo, del cristianismo y del racionalismo.
La historia del mundo y de la cultura es también la historia de sus adivinaciones de futuro. Las ha habido y hay a satisfacción de sabios e ignorantes, nobles y plebeyos, derechas e izquierdas. Cuando las cosas empeoraban en la Rusia de Nicolás II, Lenin dijo: “Cuanto peor, tanto mejor”. En Mein Kampf su contemporáneo Hitler anuncia el fin de Alemania si pervive la raza judía. Sus secuaces alborotaban y destruían para hacer sentir la necesidad de un nuevo orden. Y así hasta hoy: si peor, mejor. Desgraciadamente se ha convertido en una estrategia reiterada de la política, pero también de otros grupos o individuos que quieren conservar el poder o arrimarse a él. Porque a fin de cuentas no hay adivinos si no se les concede poder adivinatorio. Y está asegurado que con los actuales medios digitales y de masas este poder se puede conseguir a escala más o menos grande.
Justificar y anticipar
Suelen verse “poderes ocultos” y “conspiraciones” –la gran banca, los comunistas, los mercados, Arabia Saudí…– a izquierda y derecha, arriba y abajo, en la empresa o incluso en la casa familiar cuando se anuncia que alguien está pergeñando un plan para quitarte esto o lo otro. Quien anuncia y adivina se reviste de poder porque otro, sencillamente, se lo cree. Una amiga socióloga, lectora de la literatura tremendista de Houellebecq, comparte los miedos reales o fingidos de este autor y cree que Europa será un califato. Uno de los defectos del intelectual es creerse fuerte hablando del mal presente o del futuro, ya que en otras cosas no va a tener poder. El intelectual tiene dos poderes que lo distinguen de los demás: justificar y anticipar. Lo hace con talento, pero suele sobrepasarse en una y otra función. Por ejemplo, cuando actúa de profeta o adivino y, en sus peores formas, de agorero.
Descubrir misterios, revelar secretos, anunciar lo que sucederá y dejar pasmada a la gente es tan antiguo como la humanidad. Lo que sucede es que nunca había estado tan profesionalizado como ahora
Pronosticar cosas malas o notificarlas es lo último que muchos quisiéramos y tratamos de evitar, porque hace sufrir y también porque nos perjudica. No se guarda buen recuerdo del comunicante de desgracias. Dan mal fario. En el caso de la prensa, la mala noticia fatiga, y el noticiero que se cree listo por este tipo de primicias acaba siendo evitado. El tipo cenizo cansa. Hay un género de prensa en que todo es negativo y atemorizante. Tiene su público, como lo tenía el circo romano, pero es un público cautivo y que pone en riesgo a la prensa misma. Fue una excepción el periódico barcelonés El Diluvio, el más longevo de la prensa republicana española, con su derrotismo político y tremendismo anticlerical. Indirectamente el poder económico también infunde temores para afianzarse: de eso viven la banca, las compañías de seguros, las farmacéuticas y todas las industrias y servicios que necesitan para su negocio crear un consumidor que se sienta vivir en riesgo o carencia.
Y pasamos a la política. Aquí valen todos los anuncios de amenaza futura o peligro inminente posibles: climático, bélico, ecológico, nuclear, energético, sanitario, laboral, pensionista, juvenil, migratorio, terrorista, financiero… Los extremistas anuncian el apocalipsis nacional o social, y los centrados se debaten entre el “Vamos bien” cubano y el “Estamos peor” de uso general contra el adversario. Priorizar la mala noticia forma parte de la cotidianeidad y ser agorero es hoy una condición de normalidad profesional. Es un indicio del individualismo de nuestro tiempo: fijémonos que quien habla mal del futuro es también quien piensa mal de los demás.
La mala noticia fatiga, y el noticiero que se cree listo por este tipo de primicias acaba siendo evitado
En lo político, el anuncio, con escaso fundamento o ninguno, de la desgracia o la indigencia futuras, forma parte de la ingeniería electoral o de la estrategia de supervivencia de la dictadura. “Después de mí, el diluvio”, amenazó Luis XV contra el reformismo burgués. El anuncio de lo peor por venir tiene en cualquier caso la finalidad de influir en los actos y actitudes de la sociedad y de mantener o hacer avanzar la posición del poder. Es lo habitual en las filas del tradicionalismo y del conservadurismo, aunque es también un recurso de la izquierda insegura y que necesita ganar base social. Ambos tratan de provocar el miedo, y con la gente asustada es más fácil que ésta obedezca.
Quien anuncia y adivina se reviste de poder porque otro, sencillamente, se lo cree
No deberían asustar tanto las malas profecías como el hecho de que la buena gente se las crea. Si hay agoreros es porque hay quien los escucha y hace caso. El profeta vende el desastre porque el creyente se lo compra. Uno adquiere más poder, y el otro, más seguridad: le da razón a su pesimismo o a sus fantasmagorías fatalistas. A eso ayudan mucho hoy las falsas noticias, el negacionismo y las pseudociencias.
El anuncio de la desgracia le permite a su receptor imaginar un marco y en él su propia situación. Le crea así una zona de confort, cree saber a qué atenerse. Sobre todo, le da motivos para armarse de razones y, si cabe, pasar a la acción, cambiar de conducta. Algo ya previsto por el derrotista que le ha sorbido el seso. Digamos, en fin, que uno vive a costa del otro: el agorero y su víctima.
*Norbert Bilbeny (Barcelona, 1953) es catedrático de Ética en la Universidad de Barcelona. Acaba de publicar el ensayo Moral barroca. Pasado y presente de una gran soledad en la editorial Anagrama.